En esta temporada navideña, de velitas, novenas, rumba y fiesta, una nube oscura empaña lo que debe ser una época de regocijo, amor y unión. Los ataques perpetrados esta semana, desde Cali, en el Valle, y Buenos Aires, Cauca, hasta Aguachica, en Cesar, pasando por Puerto Santander, Norte de Santander, ponen de relieve la maldad y la destrucción que atentan contra la vida en estos momentos que deben ser precisamente para compartir en familia. Hoy, diez familias se ven destrozadas por la pérdida de vidas a manos de grupos armados que han mantenido en vilo a las poblaciones del Valle del Cauca y del país entero.
Lo hemos dicho antes y lo repetimos: la violencia política no es la vía para resolver los problemas, y mucho menos cuando esa violencia consiste en cercenarle la vida a colombianos y colombianas que deciden defender a su patria contra las amenazas del narcoterrorismo, internas y externas. Estas son personas que tienen familias. Son padres de familia, hijos, vecinos, hermanos, miembros de su comunidad, que por el fallo de las autoridades nacionales y de procesos de paz mal llevados, hoy enfrentan a enemigos envalentonados. Ellos ejercen una profesión noble y, al final, no tienen la culpa de las decisiones políticas que los llevan a confrontar un conflicto que se decide en las más altas esferas de poder del país.
Los soldados Jaime Alejandro Cárdenas Ramírez, Juan David Pérez Vides, Mateo Pino Pulgarín, Kevin Andrés Méndez Torres, Jhon Fredy Moreno Sierra, Brandon Daniel Valderrama Martínez y Jorge Mario Orozco Díaz cayeron en Aguachica bajo el fuego del Eln. Los subintendentes Jorge Leandro Gómez Ochoa y Robert Stiven Melo Londoño fueron asesinados en Cali mientras patrullaban las calles que juraron proteger. A ellos se suma Agustín Pabón, conductor de ambulancia quien el 14 de diciembre falleció en un ataque del Eln a la estación de Policía en Puerto Santander, Norte de Santander. Ninguno de ellos podrá pasar la Nochebuena con sus familias. En su lugar, reinará el luto, la angustia y la oscuridad. Pero a los caídos se les suman las decenas de heridos, quienes tendrán que pasar el asueto entre las paredes frías de un hospital.
No podemos permitir que esta tragedia se convierta en una estadística más, en un titular que olvidamos al pasar la página. Cada nombre representa una vida truncada, un hogar roto, unos hijos que crecerán sin padre, unos padres que enterrarán a sus hijos. El norte del Cauca, el sur del Valle, el Cesar: regiones que merecen paz y desarrollo, no el azote constante del terror. Nuestra gente, la gente del suroccidente colombiano, conoce demasiado bien el precio de la violencia. Llevamos décadas pagándolo.
A quienes ostentan el poder les decimos: las familias de estos héroes merecen más que condolencias y recompensas. Merecen un Estado que proteja a quienes lo protegen. Merecen políticas de seguridad que funcionen, no procesos de paz que empoderan a quienes jamás han demostrado voluntad genuina de reconciliación.
Unámonos todos en una sola voz rechazando la violencia, especialmente en ocasión del nacimiento del Príncipe de la Paz y la no violencia. Que esta Navidad sea un llamado a la cordura, a la humanidad que nos une más allá de las diferencias. Por ellos, por sus familias, por Colombia.