La violencia, sea de carácter físico, psicológico o social, siempre ocasiona daños, la mayoría de ellos irreparables. Los costos para la sociedad y para el país son inmensos por el daño que producen y por las secuelas que dejan. Además, generan graves consecuencias sociales y económicas, afectando el desarrollo personal, social y nacional, pues traen muerte, dolor, resentimiento y atraso.
A estas alturas de mi vida, debo confesar con sinceridad que un error histórico cometido por algunos sectores políticos, tanto de la izquierda como de la derecha colombiana, ha sido promover la existencia de grupos guerrilleros, paramilitares o la política de combinación de todas las formas de lucha. Esos experimentos militaristas terminaron haciéndole un gran daño a la población y a la construcción de la democracia en Colombia.
En la vida real, independientemente de cómo se origine o quién la ejerza, no ha existido violencia buena o violencia mala, porque todas las violencias son malas. Son irreparables los asesinatos y las desapariciones forzadas de innumerables personas. También son irremediables los daños a la integridad física de las personas, a la infraestructura económica, petrolera y ambiental del país y a diversas instituciones del Estado, como los hechos criminales ocurridos en el Palacio de Justicia en 1985. Igualmente, lo son los asesinatos de parlamentarios, candidatos a la Presidencia de la República y de los principales dirigentes políticos de un partido legal de izquierda, como fue la Unión Patriótica (UP).
En los caminos de búsqueda de la paz, la reconciliación y la reparación a las víctimas en Colombia, los grupos armados ilegales que tomaron la decisión de desarmarse y firmar acuerdos de paz con el Estado no le hicieron un favor a la población. Tampoco lo harán quienes lo hagan en el futuro. En realidad, es la población la que les hace el favor de aceptarlos en democracia y, por lo tanto, ellos, como los próximos que lleguen, tienen el deber de pedir perdón a la población civil y de cumplir fielmente el compromiso democrático de abandonar cualquier veleidad con la violencia. Sobra decir que la misma responsabilidad democrática recae también en el Estado colombiano.
En ese recorrido hacia la paz, los servidores públicos, elegidos popularmente o nombrados, que provengan de antiguos grupos armados ilegales, tienen una enorme responsabilidad ética y política. Esto implica cero tolerancia con cualquier nostalgia guerrillera o paramilitar, o con su antigua militancia en esos grupos armados ilegales, y demostrar con hechos reales su lealtad hacia las instituciones democráticas.
Lo mismo debe ocurrir en el futuro en la relación de los gobernantes —sean de derecha, centro o izquierda— con los diversos grupos armados ilegales que actualmente operan en el país, la mayoría de los cuales están al servicio del narcotráfico, de la minería ilegal y de la corrupción.
Ese es, en mi opinión, el gran reto que tendrán en el futuro los gobernantes nacionales, regionales y municipales, así como los diversos sectores políticos y sociales: la cero tolerancia con la violencia y con todas aquellas personas —de derecha, centro o izquierda— que la estimulen y que, con sus actuaciones, sigan contribuyendo a los daños irreparables que la violencia le ha causado tanto a la población como a la democracia colombiana.
La búsqueda de la paz y la reconciliación en Colombia debemos cuidarla entre todos y aceptar, en un momento determinado, que las víctimas de la absurda violencia que hemos vivido también tienen derecho a ser reparadas y a protestar pacíficamente.