El cine es un arte que amo; me produce placer. El amor al cine es igual al amor en general: me une un lazo personal que crece a medida que veo más películas. Recuerdo la niñez y la juventud, aquellas cintas de esa época que cultivaron y aumentaron mi amor por este arte. Nos llevaron a la sensibilidad, al erotismo, a la aventura, a la música. Esos filmes nos marcaron con felicidad y nostalgia, con una cultura alegre y privilegiada que nos acercaba a nuestros héroes masculinos y a las bellas actrices que llenaban nuestra esperanza de imitarlos y, ¿por qué no?, de protagonizarlos en nuestra vida cotidiana.
Nos alegraba descubrir la fantasía y volverla realidad, anidando un sentimiento afectivo imborrable, que vivimos todos los que nos identificamos con la ternura y el entretenimiento. Creamos nuestros ídolos y amores, los amamos con pasión infinita, los construimos y reconstruimos cada vez que volvemos a ver esas películas.
Crecí con el cine. Mi padre y mi tío Joaquín Pablo, a quien debo mi nombre, llevaron el cine al pueblo en 1945, antes de que yo naciera. Gente con sentido futurista, pensando en el entretenimiento más que en el aspecto económico, fundó el Teatro Iris. Allí vimos todas las películas mexicanas de la Época de Oro, junto con películas norteamericanas, francesas, italianas, argentinas y cubanas.
Había de todo: musicales, vaqueros, guerra, comedia, épicas de la literatura universal, aventuras, dibujos animados… todas nos hacían vibrar de emoción. Las proyecciones eran los viernes, sábados y domingos, una sola función que empezaba a las 7:30 p.m. El teatro era al aire libre y se dividía en dos secciones: luneta y galería, diferenciadas por el precio y las butacas.
Antes de la proyección colocaban música de diferentes géneros, y empezaba el baile con parejas. Era un espectáculo increíble de narrar: la alegría y el bullicio eran inconmensurables. Sin licor, la función duraba unas dos horas, a veces interrumpida cuando los rollos se partían. Entonces el técnico los pegaba y ahí empezaba el jolgorio de frases chistosas y ocurrentes que disfrutábamos a carcajadas hasta que la película continuaba.
Las más taquilleras eran las de Cantinflas, las de charros, muchas de esas películas eran musicales.
El cine de esa época se convirtió en un modelo de esparcimiento generalizado para todas las clases sociales y edades. Era una dicha comentar a la salida del teatro los acontecimientos vividos; cada uno recordaba episodios y muchos trataban de protagonizarlos.
Perdonen mis nostalgias y añoranzas, pero vivir el pasado no es llorar por él, es disfrutar en nuestro rincón de las emociones esos momentos épicos, como una película que pasa por el cerebro y alegra el presente. La nostalgia es felicidad triste y alegre a la vez: es el dolor de la memoria que fue feliz.
Con seguridad, sin equivocarnos, a pesar de los privilegios de las ciudades en que he vivido —y vivo eternamente agradecido por la generosidad de sus gentes—, esas épocas fueron las mejores de mi vida. Lo hicieron posible mis padres, mis familiares, mis amigos. El tiempo no se detiene, pero mi alma se quedó en esos días maravillosos que disfruté en mi bello terruño Cereté.
Muchos de los contertulios y familiares ya no están, pero el recuerdo permanece de esos amigos que me acompañaron en esa aventura juvenil extraordinaria, gracias al amor por el cine de mi pueblo.
A través de los años, ver cine es diferente: ya no asistimos al teatro; lo vemos desde casa, en silencio, sin comentarios, sin contertulios, sin parejas… Pero con recuerdos imborrables, donde se entrelazaban la realidad y la fantasía. Hoy prefiero ese cine de antaño al cine real de ahora, con toda su tecnología.