Estoy confundida. Una celebración irlandesa que se inició un 31 de octubre, para celebrar la recolección de las calabazas y despedir los fantasmas, hasta que un señor con un sentido del humor muy particular decidió encender con una vela el interior de la calabaza y darle forma de espanto para asustar de chiste a sus vecinos con el famoso ‘Trick or Treat’ (amenaza o trato) hasta nuestros días ha pasado agua debajo del puente. Y lo que la religión católica celebraba como la víspera de los Santos Mártires, y posteriormente la conmemoración de todos los difuntos católicos (los de otras religiones no tenían puesto en el cielo) se ha convertido una mezcolanza total.
Los fantasma y las brujas salieron ganando. El mundo compra calabazas, invierte en fantasmas, telarañas, escobas, dentaduras podridas, sombreros picudos, capas, pinturas fosforescentes, y farolitos naranja.
Se reparten dulces (este año cada familia encuevada), se prenden fogatas (los que tienen espacio) mientras los adultos beben disfrazados y todo el mundo está feliz. Las brujas quemadas por la sagrada Inquisición se volvieron famosas y esa noche vuelan en sus escobas bajo la luna azul.
Los santos cayeron en desgracia desde que un Papa hace años le dio por bajarlos de los altares. Allí se acabó Santa Lucía la de los ojos y Santa Bárbara la de los rayos y centellas. Creo que ese acto arbitrario es el causante de la ceguera total en que andamos y del calentamiento global.
No sé, pero coincide. Ya casi nadie se acuerda de San Pedro crucificado bocabajo o de San Roque lamido por los perros. A la gente le gusta más el Roquefort (tal vez por su olor). Además otro Papa declaró desde el balcón que ni el infierno ni el purgatorio ni el limbo existen. Entonces todos somos santos (a lo mejor en un acto de suprema lucidez cayó en cuenta que el infierno está en este planeta). Asistí a una misa y el sacerdote en el evangelio confirmó categórico que todos somos santos.
Yo sentí cierto alivio, ya que fui excomulgada tres veces. Se me quitó el temor.
El lunes fue el día o la noche de los difuntos. Desde Adán y Eva o el hombre de Cromagnón o de Altamira, miles y miles y miles de millones de difuntos de todas las religiones, creencias, sexo, porque todos morimos. Algunos se anticipan y son vivos que ya tienen muerta el alma como cantan Las Acacias, y otros simplemente se nos han adelantado, seres que hemos amado, que siguen vivos en nuestros corazones mientras vivamos y la mayoría que jamás conocimos pero que están en otros corazones.
Pienso que cada uno de esos millones de millones que ya no están fueron únicos, irremplazables, cada huella digital, diferente, cada historia distinta; amores, temores, rencores, ambiciones, dolores, enfermedades, ilusiones, aficiones, todas en circuito cerrado, intransferibles. Cada ser, un universo aparte. Cada ser, un instante en el cosmos, cada ser vio el mundo de forma diferente, nadie vio jamás el mismo paisaje, ni soñó el mismo sueño. Tantas guerras inútiles que sesgaron vidas sin vivir. Tanto poder acumulado para partir desnudo y retornar al polvo, tantos asesinatos, tanta crueldad, tanta ambición de dinero que nadie se lleva a ninguna parte.
No se compra la alegría. No tiene precio la ternura, no juega en ‘La Bolsa’ la compasión. No existe vacuna para la soberbia ni la envidia, se nos olvida que lo más enriquecedor es el amor... que la amistad es gratis.
La muerte nos aterra y entristece porque es un misterio. Deberíamos estar más conscientes del misterio de la vida. Ese regalo de ver otro amanecer. No importa la edad, ¿qué hicimos para merecerla? ¿Vale la pena desperdiciarla en angustias, rabias y ambiciones? Somos el producto, al azar de una carrera demente de millones de espermatozoides para lograr fecundar el óvulo. ¿Por qué fui yo y no otro?
Pienso en los que ya se fueron y amé... ¡estoy segura que de alguna forma nos volveremos a encontrar!