Es un libro que regodea a la muerte, en medio de citas de textos de las obras de Gabo. Tanto el padre, Gabriel García Márquez, como la madre, Mercedes Barcha, tratan de esquivar, a base de su instinto vital, la arremetida final de la vida que es la muerte. Rodrigo García Barcha, un cineasta consagrado, escribe con estremecimiento una obra que recoge aquellos días de tristeza. La ‘Despedida’ se titula la obra de la editorial Random House, en librerías.

Es un ensayo que no tiene más trascendencia que dejar plasmados aquellos instantes en que, en medio de muchas horas inciertas, la vida fluctuaba entre el tiempo evaporado, un día sí, el otro no. Más hay allí, en la Despedida, de forma natural y casi que sin dejarse medir, un arroyo de ternura del hombre que vuelve a ser niño al recordar a su padre perdido ya entre las nubes de la inconsciencia. Es del caso anotar que el rigor de esos días que dejan marca de ese gran pasado, realmente lo que constituyen es el tránsito hacia la inmortalidad.

Es obligado, para los que veneramos el recuerdo y la escritura de Gabo en todos sus aspectos, pensar en él y releer su obra como un gran regocijo intelectual. Cuando El Espectador nombra a Gabo corresponsal itinerante en Europa y él se dispone a viajar, arregla su partida yendo en primer lugar a Cartagena y luego, por tierra, a Barranquilla. Ese es el embrujo de recorrer de nuevo los viejos caminos en los que su alma sintió, como en la Hojarasca, la felicidad en medio del calor sofocante, con unas gotas de lluvia.

En el aeropuerto de la ciudad Heroica se encontró el escritor a un hombre llamado Lácides, portero del rascacielos en Bogotá donde él vivió. Y Gabo, lleno de regocijo, conmovido hasta las lágrimas, escribe como lo anota en ‘Vivir para contarla’:

“…Se me echó encima con un abrazo de verdad y los ojos en lágrimas, sin saber qué decir ni cómo tratarme. Al final de un intercambio atropellado, porque su autobús llegaba y el mío se iba, me dijo con un fervor que me dio en el alma: -Lo que no entiendo, don Gabriel, es por qué no me dijo nunca quién era usted.

“-Ay, mi querido Lácides -le contesté, más adolorido que él-, no podía decírselo porque todavía hoy ni yo mismo se quién soy yo”.

En los ‘Doce cuentos peregrinos’ María dos Prazeres era una prostituta brasileña, jubilada en Barcelona. Va a comprar una tumba para quedarse a vivir del todo en esa ciudad que le fascinaba. Gabo entonces anota:

“Solo cuando había terminado, y mientras guardaba otra vez los papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con una mirada consciente y lo estremeció el aliento mágico de su belleza. Volvió a mirar a María dos Prazeres como si fuera por primera vez.

“-¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? preguntó él. Ella lo dirigió hacia la puerta. -Por supuesto -le dijo- siempre que no sea la edad. -
Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente por las cosas que hay en su casa, y la verdad es que aquí no acierto -dijo él-. ¿Qué hace usted? María dos Prazeres le contestó muerta de risa: -Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota?”.

No tuve el gusto de conocer a García Márquez. Empero, cuando fue encaneciendo mi bigote y el pelo un tanto rizado, una vez llegué a México. El aeropuerto estaba siendo reinaugurado y reventaba. Una cola enorme me atormentó por un largo pasillo, al final del cual había una gran puerta que daba al gigante salón de migración. Yo salí de mi primera gran fila y desemboqué en otra igual de larga, donde me enchoclé como una quebrada al río. Pero el que estaba atrás, grosero él, comenzó a vociferarme insultos que yo, con prudencia no oía, para más rabia del energúmeno.

De pronto pasa una muchacha muy linda, de uniforme y pañoleta al cuello. Ella me mira y se me acerca y me dice con la mayor educación:
“Que pena me da con ese maleducado. Por favor, sígame yo lo saco de este mal momento”. Le agradecí en el alma y, sin disimular, volteé la cabeza para hacerle con un dedo una señal de triunfo al energúmeno, quien casi muere. Fue entonces cuando llegamos al primer puesto frente a la caseta de inmigración. Ella me dice: “Para mí es un grande honor prestarle un pequeño servicio don Gabriel”. Yo le pregunto: ¿Cuál Gabriel? y ella me responde de inmediato: García Márquez. Entonces yo le digo, que ese no soy yo, y que como no quiero ese engaño, que mejor me devuelvo donde el energúmeno. Ella me dice: “No, por favor. Pero usted sí es”.
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