Encuentros fortuitos entre escritores y artistas, Juan Rulfo y Jimmi Hendrix, Andrés Caicedo y Kurt Cobain, René Higuita y Jaime Jaramillo Escobar, como otros personajes, son posibles en el Libro de las Digresiones que L.C. Bermeo Gamboa presenta actualmente en la FilBo. Más que una selección de ensayos, presenta textos literarios con múltiples asociaciones a la cultura popular y la ciencia.

Son también reflexiones, unas comprometidas, otras más delicadas, incluso humorísticas, entretejidas como una conversación abierta siempre a la digresión, esa técnica literaria ideal para desviarse de un tema y hablar de otros asuntos (menores y curiosos), haciendo de la lectura una experiencia más impredecible y, quizá, placentera.

Hay en su obra ensayos sobre el viaje de la mosca por siglos de literatura, la historia cultural del lavado de manos, la escritura como forma de resistencia al cautiverio, el valor de la poesía en el periodismo, la extraordinaria biblioteca de Harry Potter, el perro como símbolo de la bondad humana, leyendas del rock inglés, y un poco de crítica literaria.

L. C. Bermeo Gamboa nació en Yumbo en 1985, realizó estudios de comunicación y periodismo en la Universidad Santiago de Cali. Es autor de los poemarios Antídotos de Ruda (2005), Libro de Pan (2010) y Tesis sobre el Fracaso (2016). Fue incluido en la primera antología de Poesía Joven del Valle del Cauca y obtuvo el segundo puesto en ensayo, del Premio Jorge Isaacs 2022.

¿Cómo describiría su libro?

Es una miscelánea para despertar la curiosidad, en este encuentras dulce de leche, dulce cortado, chicles amargos, calcomanías de tus jugadores y poetas favoritos, matamoscas milenarios, afiches de damas famosas y féminas fatales, casetes con rock británico de los 60 y 70, jabón antibacterial y tapabocas, collares para perros y bozales para amos, juegos de magia para niños y niñas, periódicos viejos, libros clásicos segundiados, recetarios para postres y fotocopias engrapadas con los poemas que escribió el hijo del dueño.

¿Cómo se convirtió en escritor? ¿Alguna anécdota?

El día que asesinaron a un habitante de calle muy cerca de donde vivía yo, esta persona era “el loco del pueblo”. Y ante la insignificancia que tuvo para el mundo su desaparición, sentí que solo un esfuerzo por dejar registro de su existencia podía dignificarlo y otorgarle belleza, porque incluso en la marginalidad y el delirio, su vida fue bella. Debí haber escrito una crónica, pero me salió un poema. Tenía 16 años y no quería ser comerciante, ya me gustaba leer, así que —hasta cuando pudo—, mi padre me dio comida y techo para que leyera y escribiera, si me veía durmiendo a las 10:00 a.m. me levantaba con el regaño más cariñoso que recibí, “levántese y haga algo, póngase a leer”.

¿Qué hecho desencadenó la escritura de este libro?

En gran medida le debo este libro a mi padre, a sus historias de cuando fue soldado profesional, guardián de cárcel, escolta de empresarios, vigilante de bodegas y luego comerciante de verduras en una plaza de mercado… Siempre contaba sus anécdotas con los pretextos más inesperados, podía estar viendo una película de artes marciales, por ejemplo, de Jackie Chan, y de un momento a otro empezaba a hablar de la pelea que tuvo con un preso en la cárcel Araracuara en el Amazonas, en la que casi muere, y terminaba argumentando por qué a los soldados deberían enseñarles kung fu... Esa forma de asociar temas en apariencia distantes y los desvíos que tomaba, a veces olvidando lo que en un principio quería decir, me pareció fascinante. Después supe que esos desvíos en sus historias eran un recurso literario llamado digresiones, y que mi padre empleaba con naturalidad, como lo hace Cervantes en El Quijote. Seguí el ejemplo de mi padre, y de maestros como: Miguel de Cervantes, Michel de Montaigne, Laurence Sterne, Joaquin Maria Machado de Assis, Virginia Woolf, Sergio Pitol y Margo Glantz.

¿En tiempos de pandemia, cambio climático, fanatismos y adicción a las redes sociales, para qué sirve leer?

Leer libros, entre muchas cosas benéficas que saben muy bien en las escuelas y universidades, sirven para fugarse de la realidad cada vez más homogénea y limitada, para respirar aire puro y libre, libre de algoritmos y tendencias, para derrochar nuestro tiempo con autonomía, no para que otros vendan nuestra atención.

Los libros también sirven para bajar la velocidad y el ruido del presente, apagar las luces del espectáculo de grandes triunfos y logros de la humanidad, y contemplar lo mínimo, el prodigio cotidiano que no busca llamar la atención, todas esas pequeñas causas que llenarían de felicidad nuestra vida, si solo bajáramos la mirada. Creo que el libro es uno de los objetos maravillosos que nos obligan a parar y bajar la mirada.

¿Qué escritores destaca?

Dejando a un lado las vacas sagradas, me gustaría mucho insistir en los grandes ensayistas colombianos. Una tradición que cuenta con R. H. Moreno Durán, también un novelista muy original, injustamente olvidado; Hernando Téllez, quizá el mejor crítico literario que tuvimos, sino fuera por Hernando Valencia Goelkel y Ernesto Volkening; Juan Gustavo Cobo Borda, un auténtico hombre de letras; Jaime Alberto Vélez, un prosista exquisito de Antioquia.

También, entre los vivos, tenemos a William Ospina, Julio César Londoño, Juan Esteban Constaín, Carlos Granés, y no puedo dejar de mencionar a Laura Restrepo, Yolanda Reyes y Carolina Sanín.

¿Cuál fue el principal desafío para escribir este libro y cómo lo superó?

Lo que más me interesó fue darle fluidez a las digresiones que tomo en los diferentes ensayos, que no parecieran interrupciones abruptas, sino desvíos naturales, como cuando estamos conversando entre dos, tres o más personas, y surge un tema que es el pretexto para que cada uno vaya aportando sus opiniones, conocimientos y experiencias, pero que sin darnos cuenta nos lleva a otros asuntos menores o más grandes, o provocan el ingenio y el humor o hasta confesiones inesperadas. No sé si lo superé, pero me divertí practicando el arte de irse por las ramas.