Se llama Adolfo Pacheco, nació en San Jacinto, Bolívar, y es el compositor de clásicos como ‘La hamaca grande’ y ‘El mochuelo’. Y aunque suene triste, es la pura verdad: a sus 75 años no solo es la memoria viva de la música de acordeón sino el último gran juglar que nos queda para cantarlo.

Solo hasta la media noche de ese miércoles de mayo Adolfo Pacheco se animó a pelear el último gallo. El nombre lo tenía anotado en la vieja libretita verde que carga en una cartera de cuero que suele portar al cinto. Estaba escrito con una caligrafía dibujada con esmero: ‘Pollo Pinto Santo Domingo’. Era el número 153 de una larga lista y también la última oportunidad  para sacudirse la deshonra de otro animal que olvidó la bravura para la que había sido entrenado y que le dejó a su dueño no solo $120 mil menos en los bolsillos sino la vergüenza de un asunto imperdonable en el mundo de los galleros: la cobardía.  

El ‘Pollo Pinto’, sin embargo, mostró su nobleza desde el primer asalto. Con el pecho en alto y parado con temple sobre el ruedo de la gallera ‘Lentejita’, ubicada en el barrio San Francisco, uno de los más populares del oriente de Barranquilla, supo meter bien la espuela y picar con fuerza hasta aniquilar a su enemigo. 

El público no paraba de vitorear. Es que el ‘Pollo Pinto Santo Domingo’ es eso que galleros de fuste como Pacheco llaman un buen soldado. Que no es huidizo, que no corre a esconderse ante el primer estallido de guerra. Hay también gallos así: “que por más que los estén matando, no dejan de pelear con rabia hasta el último soplo de vida que les queda”, como dice Pacheco.  

Lo tiene bien claro porque ha cultivado el arte de la pelea de estas aves desde que “estaba muy pelao” y porque conoce los secretos del cruce genético necesario para lograr un gallo de raza, de bravura. Lo hace en su gallera ‘El tropezón’, tres hectáreas del vecino municipio de Galapa dedicadas por completo a su crianza y entrenamiento.

Algunos ejemplares que habitan el lugar son hijos de padrotes —machos destinados a la  procreación— traídos de Puerto Rico, donde según Pacheco están los mejores criaderos de gallos de pelea del mundo.

‘El tropezón’ es algo así como su reino. Hasta allá llega por lo menos dos veces a la semana en su  camioneta modelo 98, “que de vieja suena como un tractor”. Una vez allí, guinda una hamaca entre dos horcones y se acuesta a escuchar el concierto de sus centenares de gallos. Otras veces prefiere cerciorarse cómo va el entrenamiento de cada uno. El ‘correteo’, como dicen los galleros. Él mismo en ocasiones suele dirigir los ejercicios para hacer más flexibles las patas y tonificar las alas de sus ejemplares. Y cuando los siente listos, los deja frente a ‘La mona’, un muñeco de trapo con figura de gallo que simula al contrincante. Bajo los animales está lo más parecido a un escenario de combate: un ‘sparring’ de cuero sobre el que vuelcan toda su agresividad.        

En los buenos tiempos en que se había entregado por completo a esta pasión y cruzaba “gallos de respeto”, paseaba de gallera en gallera por todo el Caribe, desde Riohacha hasta Cartagena, junto a cuatro o cinco amigos tan apasionados como él, que no solo tenían bríos para apostar sino para rematar en una parranda de varios días. Hoy la mayoría de ellos ha muerto. O están demasiado viejos. Esta noche de miércoles, pues, Adolfo estuvo acompañado por Karim, uno de sus yernos, con quien se marcha de ‘Lentejita’ a las 2:00 a.m., con su animal con vida en el regazo y  el ego de nuevo en su puesto.

 Algunos le preguntan por qué se expone a llevar sus gallos a un barrio  “donde dizque debo andar con chaleco antibalas, por lo peligroso”. Pero a Pacheco eso poco le importa. Tampoco que sus gallos ganen.

 —Lo que me importa es cómo peleen, que den espectáculo. Ahora, si ganan, llego a mi casa silbando, prendo todas luces y abro la nevera. No hay momento más feliz. Pero si ese segundo gallo  no hubiese ganado, yo igual me iría satisfecho a mi casa porque peleó como yo espero siempre: como un gladiador.

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La foto, tomada en una parranda en Valledupar, pende de una  pared del corredor de su apartamento en el lujoso sector de Altos de Miramar, al norte de Barranquilla. Adolfo Pacheco Anillo aparece sentado a la izquierda de Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha y a la derecha de César Gaviria que por entonces, en los albores de los 90, era presidente de Colombia.   

Pacheco era uno de esos juglares cuya voz y cuyas letras eran hospitalarias para la música de acordeón. Ya nos había regalado ‘La hamaca grande’, su canción más celebrada, grabada primero por su eterno compañero de jaranas, Andrés Landeros, y convertido en éxito universal por un tal Carlos Vives, “jovencito que había hecho su fama como galán de telenovelas” y que se le apareció en su oficina de abogado “con el cuento loco” de internacionalizar el vallenato.    

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Luchando contra el bochorno de las diez de la mañana, el maestro está sentado en la sala de su casa y carga encima pocas horas de sueño por su trasnocho en ‘Lentejita’, así como una boina beige, pantalones oscuros, camiseta azul, sandalias de caña flecha  y la molestia evidente de una vieja diabetes que ya ha comenzado sus reclamos del día.

Se la diagnosticaron hace 45 años. Ahora, tres décadas más tarde, está seguro de que fue un ‘tatequieto’ que Dios le mandó “para dejar tanto desorden,  trago y mujeres. Yo me cuido a medias; igual, ya estoy jodido. Es que como Dios nunca fue parrandero no entiende que la música no se puede disfrutar sin buen traguito y buena compañía”.  

La diabetes no consiguió reversar una regla de vida que hizo suya desde muchacho: cambiar el día por la noche. A sus 75 años, el maestro Pacheco duerme poco y mal. Después de su velada gloriosa de gallero, únicamente pasadas las 4:00 a.m. consiguió quedarse dormido.   

Por los días en que viajaba de pueblo en pueblo como un juglar que narraba con sus canciones los sucesos de la cotidianidad  —quién era el muerto, qué pueblo seguía sin agua, qué muchacha había escapado de su casa con algún amor contrariado— podía estirar la parranda  hasta veinte días seguidos. 

Eran los años 50 y 60 y la música de acordeón se veía como cosa de corronchos, de gente vulgar. Lo advertía de niño en su propia casa, allá en su natal San Jacinto, un municipio enclavado en los Montes de María, en Bolívar, donde doña Mercedes, su mamá, no permitía que los músicos de gaitas y acordeones entraran por la puerta de la sala, sino por la del patio. Cosa distinta  si se trataba de guitarristas y violinistas, “porque ellos interpretaban valses”, recuerda Pacheco como explicación de parte de ella la única vez en que se atrevió a preguntarle.

Pero él —bautizado Adolfo en honor a Hitler, que en los años 40 conservadores como su mamá consideraban el “gran líder que iba a cambiar el mundo” — ya había sentido el llamado de los sonidos de un acordeón y, cada vez que podía, se le volaba a la ‘Seño Merce’ a alguna fiesta de la plaza del pueblo. Su padre, Miguel, un comerciante también godo, un día se cansó de tantas reprimendas y al morir su esposa, cuando Adolfo tenía 9 años, lo mandó al internado de don Pepe, un famoso maestro con disciplina de hierro que había fundado su colegio en Cartagena.

Para demostrarles a todos que aquello de la música no era mero capricho, Pacheco buscó un cupo en el conservatorio para convertirse en virtuoso de alguna orquesta. Quería interpretar el saxofón, confiado en el buen oído que le habían dejado la caja y la guacharaca, las cuales aprendió por su cuenta al escuchar cómo la interpretaban los más viejos.

Un profesor le aconsejó que primero aprendiera el clarinete, pero que el instrumento debía conseguirlo él mismo. Fue una dolorosa bofetada para un ‘pelao’ con un padre casi en bancarrota que intentó mitigar el dolor de la viudez a punta de mujeres, pero que “parecía dejarlas embarazadas con solo mirarlas. Tuvo al final 22 hijos y, ajá, eso arruina a cualquiera”.

Con la desilusión metida en la mochila regresó al Colegio Fernando Baena de Cartagena donde cursaba el bachillerato. Y se refugió no solo en la música que se escuchaba por entonces, boleros, fandangos y rancheras, sino en la poesía. Recitaba de memoria versos de amor de Vargas Vila. De Valencia, de Silva y de Julio Flores. Y caminaba por los pasillos recordándolos en voz alta para sí mismo mientras sus compañeros lo tildaban de loco. 

Quizás por eso pensó que en algún momento él podía, cómo no, convertirse en poeta —“porque me iba bien en eso de contar la vida de manera rimada”—, hasta que entendió que los poetas de verdad “no solo hacían rimitas como las mías, sino sonetos y otras cosas elaboradas”.        

Quiso luego ser licenciado en matemáticas movido por el éxito repentino que había logrado al reemplazar a un profesor que renunció. La universidad más cercana para lograrlo quedaba en Tunja, pero no contar con la libreta militar frenó sus planes. Buscó matricularse en una universidad de Cartagena para hacerse ingeniero, pero allá tropezó con la misma excusa. El viejo Miguel advirtió su naufragio y entonces lo convenció de que se fuera a Bogotá para que se hiciera “un doctor” en la Javeriana. Y Adolfo aceptó. Lo único, en todo caso, que se aseguró de meter en la maleta fueron sus compañeras de fiesta: su guitarra y su gaita, “que los cachacos siempre creyeron una cosa de indios”. Por eso, piensa ahora, fue que nunca regresó con un cartón. A cambio de eso, se ‘doctoró’ en folclor y se volvió comunista.     

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El maestro le pide a Sandra, la empleada de su casa, que le brinde algo de comer. Un diabético como él, explicará luego, debe ingerir varias comidas al día y en horarios estrictos. No hacerlo puede dejarlo al borde de una hipoglicemia, un bajo nivel de glucosa en la sangre.

Adolfo Pacheco luce desesperado. Incómodo. La lucidez y su encanto de conversador torrencial aparecerán de nuevo solo después de varios bocados de un plato servido con yucas fritas y suero costeño. Y así, comiendo a placer, vuelve a los días remotos en que era un joven de provincia de no más de 19 años que aprendió en Bogotá dos lecciones con las que nunca se sintió cómodo: vestirse de trajes enteros y entender el verdadero color de su piel. 

Lo segundo le sucedió después de buscar refugio en un baño de mujeres del periódico El Espectador tras salir huyendo del restaurante de la Carrera 19 donde no pudo pagar los $7 que le pedían por un  arroz con pollo. La escena la evoca entre carcajadas pícaras, más de medio siglo más tarde: confiado en su fortaleza como jugador de béisbol y baloncesto, corrió sin parar hasta meterse en el único lugar donde a nadie se le ocurriría buscarlo. Ya se creía  a salvo, sentado en una letrina,  cuando alcanzó a ver delante suyo a una secretaria que se había bajado por completo la falda. La mujer, absolutamente disgustada, le soltó entonces un insulto que pareció darle a Adolfo Pacheco un lugar en el mundo: “¡Negro malparido!”.

Hasta ese día, cuenta, se sabía “moreno”. Eso le había colocado en la cédula el funcionario ante el cual la tramitó en San Jacinto. O a lo sumo un “desteñido”, como lo llamó con desdén una mulata hermosa de San Basilio de Palenque a quien él le confesó las angustias que ella le despertaba en el corazón.

Hijo de una blanca y de un “negro bello”, Adolfo Pacheco comprendió de pronto que lo que le había gritado aquella mujer del baño no fue apenas una reacción desconcertada. “Era la mirada que tenían en el interior de Colombia sobre los que teníamos más color de la cuenta. Hoy nos llaman afrodescendientes, y eso suena bastante más dulce”.

 “Este mundo está muy desordenado”, creyó el joven músico. Y fue de ese dolor que nacieron dos de sus más bellas canciones. La primera es una cumbia, ‘Cuando lo negro sea bello’, en cuyas líneas  un esclavo piensa en ese momento soñado en que “quitaré vengativo cuando lo negro sea bello la cadena de mi piel”.

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La otra es un vallenato cuya versión más popular lograran Otto Serge y Rafael Ricardo, en 1982, ‘El mochuelo’. Canto dedicado al pájaro emblemático de los Montes de María que Adolfo vio muchas veces aletear en el patio de la casa en la que la seño ‘Merce’ parecía manejar los hilos del mundo. “Un ave que nace amarilla y que, al crecer,  cambia de color: el pico blanco se hace amarillo y las plumas de un negro cenizo, como si se volviera más refinado”. La génesis del verso que tantos han recitado: “...Como mi amor por ti, que entre más viejo más fino”.

 Le había cantado a los amores que astillan corazones en ‘El tropiezo’; a su padre en un tema que no falta en ninguna parranda vallenata familiar, ‘El viejo Miguel’; había pintado al óleo el amor, “pero sin lienzo ni pinceles” con ‘El pintor’, que quedó para siempre en la voz de Diomedes Diaz; y le había dedicado un paseo a Mercedes, una sanjacintera que no quiso marcharse con él de viaje, “porque tu vida es ajena de tu mujer y tus hijos”.     

 Años más tarde, en 1970, nacería ‘La hamaca grande’. Pacheco, que se ganaba la vida como profesor de matemáticas de un colegio de San Jacinto, la compuso como una afrenta al naciente Festival de la Música Vallenata, ese sueño de Consuelo Araújo Noguera que contó con la complicidad de Alfonso López Michelsen,  Rafael Escalona y  Gabriel García Márquez.

 La noticia no demoró en llegar a los Montes de María. Pacheco se declaró en rebeldía junto a todos los acordeoneros de esa sabana que comparten Córdoba, Bolívar y Sucre. No podían creer que a la música de acordeón la bautizaran vallenato solo porque el festival se haría en la capital del Cesar. Es que Valledupar no tenía tampoco una tradición fuerte. De eso también se lamentaba Pacheco. Y le recordaba a Consuelo que hasta hacía no mucho a la entrada del Club Valledupar se leía un letrero que no dejaba dudas: ‘Prohibido traer conjuntos de acordeón’. 

“Le dije a Consuelo: no tienes por qué acabar lo nuestro para que brille lo tuyo. Pensaba entonces que con ‘La hamaca grande’ en el Valle de Upar les íbamos a mostrar que nosotros, músicos sabaneros, teníamos una melodía de acordeón tan valiosa como la de ellos. Que no teníamos Francisco el Hombre, pero sí gaiteros. Y cumbias. Hice La Hamaca para competir  en el Festival... “Pa’ que el pueblo vallenato meciéndose en ella cante”…

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Cuenta que el propio Gabo le pidió que le cambiara La Hamaca Grande por Cien Años de Soledad. Pacheco le respondió que más bien lo invitaba a bailar una cumbia, pero al son de un acordeón, como él define su canción. El Nobel dijo sí ante el desconcierto de La Cacica, pues al juglar y al escritor los unía una amistad entrañable que también compartió con Toño Fernández y Andrés Landeros, a quienes García Márquez solía visitar en San Jacinto, desde mucho antes del día feliz del Nobel,  por el puro gusto de escucharles sus vallenatos sabaneros.

Pacheco terminó haciendo las paces con Valledupar. Y ahora ‘La hamaca grande’, esa “bella serenata con música de acordeón, con notas y con folclor de la tierra de la hamaca” la cantan en el Festival como si los Montes de María quedaran en la mismísima Plaza Alfonso López. 

Por cuenta de su canción más preciada y de la fama que supo ganarse Carlos Vives en medio planeta, no cesaban de llegar jugosas regalías. La primera de ellas, a solo tres meses de haber aparecido ‘Los clásicos de la provincia’, y con más de un millón de copias vendidas, le dejó a Pacheco en las manos un cheque por $25 millones.  

“Es que ‘La hamaca’ me compuso la vida”, repite el juglar, antes de recordar que mientras escribía su música le hacía guiños a la política. Alcanzó a ser diputado de Bolívar y concejal de San Jacinto. “Siempre me gustó. Era como otra pasión. Fui primero conservador, después comunista y ya al final creo que liberal. Pero me retiré desilusionado pues ya me habían entrado ganas de robar y yo la verdad no sirvo para eso”. 

Tampoco para sentarse a esperar la muerte en su pueblo natal, mientras este se caía a pedazos por cuenta de la violencia de la guerrilla de las Farc, que solo en los Montes de María cometió 56 masacres. Era el año 96, y una mañana Pacheco recibió una carta en la que alias Martín Caballero le notificaba que sus hombres habían llegado al pueblo para hacerse cargo de la seguridad y los problemas sociales. “Absténgase usted de hacerlo”, le advertía en esas líneas. Entonces no tuvo más remedio que cerrar su oficina de abogado. 

Enterado de la advertencia del enemigo, “un paraco” telefoneó a su casa con una propuesta que parecía usual en esos tiempos de terror. “Si nos da $500 mil, le arreglamos ese problema”, escuchó  Pacheco al otro lado de la bocina. Dijo no. Y esa misma noche le dispararon a la habitación de su casa, que queda aún a dos cuadras del centro del pueblo. “Mis pelaos y yo dormimos en el suelo del puro susto. A la mañana siguiente lo primero que les dije a todos fue ¡Nos vamos de aquí!”. Desde entonces vive en Barranquilla.  

El maestro recuerda esos años mientras busca acomodo en la hamaca que tiene en un cuarto de su casa, que le sirve de estudio y a veces de dormitorio cuando está de pelea con la seño Lady, la única mujer con la que se casó y tuvo dos de sus ocho hijos. 

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Fue de ese cariño prohibido que nació ‘El tropezón’. En San Jacinto no podían creer que ella, una señorita educada como abogada y bonita, se enamorara de un parrandero insobornable, con seis hijos ya, y que, a sus 36 años, comenzaría apenas a estudiar la única carrera de la que se graduó: el Derecho. Los padres de la novia hicieron de todo para disuadirla de la locura. Incluso enviarla a Bogotá a que siguiera estudiando. Ella regresó a San Jacinto un Martes Santo a pasar vacaciones. Adolfo lo sabía y entonces la citó en un bar para que le confesara, mirándolo a los ojos, si era cierto que el amor se le había esfumado sin remedio. Pero el Jueves Santo sonaron las campanas de boda y ya completan 39 años juntos. 

Él lo narra con la misma expresión de orgullo que lucía cuando ganó el  ‘Pollo Pinto Santo Domingo’. Es que al amor, como a los gallos —lo debe saber bien el maestro Adolfo Pacheco— parece moverlos la misma extraña lógica: siempre será necesario pelear hasta morir para ganar la batalla.

*Por invitación del Ministerio de Cultura

 

La importancia del Vallenato. 

Esta expresión musical es uno de los pilares sobre los que se construye la identidad regional de la cultura caribeña. Tiene más de 200 años y nació del espíritu libre del juglar que, en cuartetas y décimas de su invención, cuenta los aconteceres de los pueblos lejanos, desde una visión particular del mundo llena de poesía. Estas expresiones de tradición oral fueron incorporando instrumentos traídos de Europa como guitarra y acordeón; la caja, de origen africano y la guacharaca, de origen indígena. Así, hasta consolidarse en lo que hoy conocemos como vallenato, con sus cuatro aires tradicionales: son, puya, merengue y paseo. 

Para proteger esta tradición, el Ministerio de Cultura adelanta un programa, el Plan Especial de Salvaguardia del Vallenato Tradicional, que involucra a academia, sector turístico, juglares, compositores e intérpretes que busca la salvaguardia del vallenato tradicional como patrimonio cultural inmaterial.  Ha tenido varias etapas de reflexión comunitaria, desde tertulias en 2010, en Valledupar, hasta un foro realizado en Valledupar y en Fonseca en octubre de 2013. 

El 20 de marzo de 2014 el Ministerio de Cultura y la Cancillería radicaron el expediente de postulación de la ‘Música vallenata tradicional de la región del Magdalena grande en la costa norte colombiana’ a la Lista de Salvaguardia Urgente de la Unesco. Y será en noviembre de 2015 cuando el Comité Intergubernamental de Patrimonio Cultural Inmaterial de esta organización se pronuncie sobre la inclusión de esta manifestación cultural.