DIPUTADOS DEL VALLE
"Cerré los ojos esperando la muerte": el duro testimonio del periodista que sobrevivió durante el secuestro de los diputados del Valle
El reportero gráfico, en ese entonces, freelance de Semana, recordó en Facebook, cómo durante el cubrimiento del secuestro de los asambleísta, perdieron la vida Walter Sandoval, conductor del vehículo de RCN y al día siguiente, Héctor López, camarógrafo de ese mismo canal de Tv.
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12 de abr de 2022, 01:00 a. m.
Actualizado el 21 de dic de 2024, 12:58 a. m.
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“Marica, ¡pilas que le dieron a Walter!”. Los desesperados gritos de Héctor me hicieron retroceder en el asiento, y pude ver como el brazo derecho de Walter iba cayendo a un lado y quedaba junto a la palanca de cambios. Me encontraba en la parte trasera derecha del campero de RCN; palpé su cabeza y el cuello, sacudí su hombro derecho, pero no encontré ninguna herida; pensé que se había desmayado del susto porque tampoco lo escuché quejarse. Nos bajamos precipitadamente. Luz Stela Arroyabe se acurrucó en el piso del carro, paralizada y en estado de shock, así que entré de nuevo al carro y la halé del brazo para que bajara del campero.
Escuchamos volver el helicóptero desde el cual nos habían disparado y miramos al cielo. Lentamente comenzó a perder altura y enfilar hacia nosotros. Me quité el chaleco de reportero y por encima de mi cabeza lo agité. A mi lado, Luz Stella, ya recuperada, gritaba: “No disparen, somos periodistas; por favor, no disparen”. Recuerdo claramente que con sus manos trataba de detener el vuelo de esa mole de hierro que ya clavaba su nariz hacia nosotros: cuando sucedió lo inevitable, una lluvia de balas que salió desde el helicóptero en dirección nuestra, pude ver claramente cómo rebotaban las balas en el suelo, entonces corrimos hacia el borde del camino y nos lanzamos al vacío; la vegetación amortiguó nuestra caída. Al caer nos miramos con asombro y comenzamos a subir con rabia, impotencia y miedo. Desde el helicóptero del Ejército nos habían disparado por segunda vez.
No entendíamos por qué; no llevábamos prendas que pudieran llevar a que nos confundieran con combatientes. Luz Stella usaba pantalones rojos, blusa blanca y tacones negros; Héctor llevaba un jean azul y el chaleco fluorescente de RCN; yo tenía camisa clara de rayas, jean azul, zapatos negros… El carro del canal RCN es de color blanco con apliques distintivos de color verde viche. Miramos al cielo tratando de ver el helicóptero. Lo escuchamos por un rato arriba de las nubes que descargaban una suave llovizna sobre nosotros hasta que su sonido ronco desapareció. Me acerqué al cuerpo de Walter. Aún estaba tibio y el pulso que creí sentir no era más que mi propio torrente que se atoraba en mi garganta tratando de ahogarme.
Vi una herida en su codo izquierdo. Un disparo había salido por la puerta del conductor dejando un hueco en su camino al suelo. Me quité la camisa y le hice un torniquete arriba del codo. Héctor lo llamaba desesperadamente. Luz Stella me preguntaba angustiada: “¿Qué hacemos, Juan B., qué hacemos?”. Toqué la frente de Walter y traté de reanimarlo negándome a aceptar que estuviera muerto. Héctor se acercó a la ventanilla pidiéndome que lo sacáramos de allí, pero en ese momento escuchamos de nuevo el helicóptero que salió por el mismo sitio disparando; corrí hacia la parte delantera y pude ver como salía Héctor por la parte trasera del campero. Luz Stella me preguntó de nuevo: “¿Qué hacemos, Juan B.”?, a lo que respondí: “Si crees en Dios, ora; es el único que puede sacarnos de aquí”. La empujé al vacío y me lancé también.
La caída fue interminable, hasta que el bosque me absorbió. Rodé y solo me detuve cuando mi cuerpo golpeó con las raíces de un árbol. Perdí el conocimiento, no sé si durante minutos o segundos. Al despertar sentí mi cabeza estallar; me dolía todo el cuerpo, lo palpé buscando alguna herida, pero no había sangre; recordé a mi hija Diana, quien para entonces tenía 2 años, y en medio de ese bosque la vi sonreír llamándome; pensé en mi familia, no podía morirme aquí. Miré a mi alrededor. Ya no llovía, el sol trataba se abrirse paso por entre la vegetación con rayos que atravesaban el bosque, un espectáculo hermoso. Empecé a subir, sentí un vacío muy grande al recordar a Walter dentro del campero, muerto, y por primera vez una opresión en el pecho y un nudo en mi garganta que me ahogaban. Héctor me llamaba angustiado pidiendo ayuda: “Me dieron, Juan B., me dieron”. ¿Dónde te dieron?, le pregunté. “En la pierna”. “¿Arriba o abajo de la rodilla?”. “En la rodilla, en la rodilla”. Yo sabía perfectamente lo que significaba un disparo de punto 50 en la rodilla.
Encontré a Héctor. Parecía flotar suspendido de unas ramas; de su pierna izquierda, doblada totalmente hacia arriba, salía sangre a borbotones; unos metros a su izquierda estaba Luz Stella bajo una piedra. Subí hasta donde Héctor y le hice un torniquete con mi cinturón, traté de taponar la herida en la rodilla con mis manos, pero fue imposible; la sangre salía entre mis dedos. Le quité el cinturón y lo coloqué un poco más arriba de donde había puesto el mío, pero la sangre no paraba. Sentí una impotencia muy grande al ver cómo se desangraba, sin poder ayudarlo. Por un momento me pareció que perdía el sentido, pero le pedía que se aflojara el cinturón y lo volviera a apretar, mientras yo regresaba. Fui hasta donde estaba Luz Stella, toqué su hombro y me miró con ojos que reflejaban el horror que llevaba dentro y que no le permitía hablar.
Escuché los gritos de Héctor pidiéndome que lo grabara porque se estaba muriendo, pero yo no lo haría, ese tiempo lo necesitaba para sacarlo de allí. Escuchamos de nuevo el helicóptero arriba de nuestras cabezas, y cuando soltó su ráfaga me acurruqué junto a Luz Stella. Alcancé a ver como estallaban las hojas atravesadas por los disparos que venían de lo alto y cerré mis ojos esperando la muerte.
El secuestro de los diputados
El 11 de abril de 2002 un comando guerrillero de la columna Arturo Ruiz, unidad élite de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), secuestra a doce diputados en una espectacular acción en la sede de la Asamblea del Valle, en Cali. El grupo de guerrilleros, integrado por 18 hombres, se hace pasar por un destacamento de las tropas del batallón Primero de Numancia. Llegan desde los Farallones y entran por el barrio Bellavista, atraviesan la ciudad y hacen un operativo en pleno centro de la ciudad.
El personal de seguridad del edificio fue tomado por sorpresa. Uno de los guerrilleros se paró frente al guarda de turno y con voz de mando le informó: “Vamos a ingresar porque hay una bomba en el edificio”. El primer grupo se dirigió al salón de sesiones, y el segundo se quedó en la plazoleta del primer piso, coordinando la evacuación de los empleados de la Asamblea. Un tercer grupo se dirigió hacia los baños; tenía como misión incrementar la incertidumbre entre las personas que se encontraban en el edificio de la Asamblea, y para esto detonarían unas cargas de pólvora negra que, aunque no causarían destrozos, sí aumentarían la zozobra. Al encontrase con el subintendente Carlos Cendales, quien hacía parte del equipo de vigilancia del edificio, le preguntaron por la ubicación de los baños. “¿Qué es lo que está pasando?”, preguntó Cendales, y cuando le hablaron de la supuesta bomba se ofreció a acompañarlos. Cuando se dio cuenta del engaño y trató de desarmar a uno de los guerrilleros, fue asesinado de varios disparos y heridas con arma blanca.
El cuarto grupo de guerrilleros se encargó de la puerta de acceso a la Asamblea y de la seguridad externa del edificio. Fue ese grupo el que guió a los diputados que no estaban en la edificación hacia la buseta que los esperaba en las inmediaciones del mismo.
Los diputados Héctor Fabio Arismendi, Francisco Giraldo y Carlos Barragán fueron llevados también por este cuarto grupo hacia la buseta cuando salían por la puerta principal. Once de los miembros de la Asamblea fueron llevados por la Carrera Cuarta, desviándose hacia el zoológico, y tomando por esa ruta hacia los Farallones de Cali, dando inicio a uno de los capítulos más tristes en la historia del conflicto armado en Colombia.
Esa mañana llevé a mi hijo a una cita odontológica, cerca de la clínica Nuestra Señora de los Remedios. Entonces era free lance de la revista Semana en la región del suroccidente del país, y al mismo tiempo trabajaba con dos compañeros más en la creación de una agencia de noticias que se llamó Colpress Photos. Alrededor de las diez y media de la mañana escuché a Hugo Mario Palomar, del Canal Caracol, informando sobre una evacuación en la Asamblea Departamental por amenaza de bomba. Se trataba de un tema de orden público y mi trabajo era cubrirlo, así que llamé a algunos colegas que me confirmaron la noticia. Afortunadamente, mi hijo salía de la cita en ese momento y camino a la Asamblea lo dejé en casa.
Me bajé de un taxi en la esquina de la Carrera 6 con Calle 10 y atravesé corriendo la plazoleta de la Gobernación, donde todo era caos. Al tomar la Calle 9 pude ver a varios guerrilleros en la esquina de la sede de la Asamblea. Llevaban un perro y uno de ellos tenía un megáfono. Hice varias fotos y pude ver cuando se subieron al menos 6 de ellos a un campero tomando hacia la Carrera 4. La gente gritaba “una bomba, una bomba; no pasen por allí”. Me extrañó no ver el cordón de seguridad que se crea cuando hay una amenaza de bomba, y más aún que los soldados se subieran a un campero civil.
Un policía salió del edificio de la Asamblea llorando. Traté de acercarme, pero sus compañeros lo impidieron, y enseguida salieron otros llevando al agente Cendales hacia una patrulla. Pegado al visor de mi cámara tomé fotografías hasta que el rollo se agotó. Mientras reponía la película escuché por primera vez que la guerrilla había secuestrado a todos los diputados de la Asamblea Departamental.
Fabio Posada, mi compañero de la revista en Cali, me llamó en ese momento: “Juan B., dicen que hay una bomba en la Universidad Santiago de Cali, donde está Pacho Santos”. Por el celular pedí un taxi a la empresa que trabajaba para nosotros en la revista Semana y me dirigí a la Universidad Santiago de Cali, cuando ya en la radio se anunciaba la noticia. Hablaban de un escape por la vía a Cristo Rey, aunque otros medios decían que el escape había sido hacia el Zoológico de Cali.
En los últimos dos años la ciudad había sido estremecida por dos secuestros masivos: el de la Iglesia La María y el del Kilómetro 18 en la vía al mar. Cubrí ambos secuestros y sabía que la guerrilla no expondría a los secuestrados en la vía al mar o en campo abierto. De manera instintiva contextualicé los hechos. Hacía menos de 45 días se habían roto los diálogos en San Vicente del Caguán y las Farc buscaban secuestrar a altos funcionarios del gobierno colombiano para presionar a este a un acuerdo humanitario, e intercambiar militares, civiles y políticos secuestrados por guerrilleros presos, para lo cual exigían el despeje militar de los municipios de Pradera y Florida para negociar. Un enfrentamiento con el ejército tendría desenlaces fatales que estaría en contravía de lo que ellos buscaban. Los diputados eran su efectivo político más alto para una negociación a partir de este momento.
Sin importar la ruta que hubieran tomado, el escape debía ser hacia los Farallones de Cali. Llamé a Fabio y le dije. “Si se los llevaron por el zoológico tienen que salir a Pichindé, aquí no hacemos nada, tenemos que ir hacia los Farallones”. Me pidió que lo recogiera para coordinar lo que haríamos a partir de ese momento. Decidimos que yo continuara hacia los farallones mientras él me “dateaba” todo el tiempo y buscaba testimonios. En el taxi continué por la vía a Cristo Rey.
Hasta ese momento tenía la certeza de que cualquier ruta de escape que hubieran tomado las Farc, buscarían subir a los Farallones por Peñas Blancas, sabía que estaban liberando los rehenes que no eran diputados, sabía que camino a Peñas Blancas encontraría más periodistas. Me preocupaba que no pudiera movilizarme fuera de la ciudad porque la policía ya empezaba a instalar algunos puestos de control. Llamé a Héctor Molina, editor de orden público y conflicto del noticiero NotiCinco en aquella época, reportero cuya esposa era una oficial de la policía que tenía contactos en el Comando de la Policía y con quien intercambiábamos información con mucha frecuencia: él podría darme algún dato que me permitiera tener una idea del estado de la situación.
Héctor me confirmó que habían liberado a la secretaria de la Asamblea y que esta se encontraba en un puesto de la policía esperando ser trasladada al comando de la Carrera 21. Ese frente podía cubrirlo Fabio Posada y continué hacia Cristo Rey.
En la mañana de ese jueves Luz Estela Arroyabe fue asignada por la mesa de trabajo de RCN a cubrir una conferencia que daría Francisco Santos en la Universidad de Santiago de Cali. Hacia allá se dirigió con Héctor Sandoval como camarógrafo y Walter López, a quien conocía hacía pocos menos de un mes, como conductor. En su camino a la universidad Santiago de Cali fueron desviados hacia Peñas Blancas en los farallones de Cali.
A Luz Estela la conocí cubriendo orden público, llegó al canal en reemplazo de Claudia Ríos, nos encontrábamos permanentemente. Ella cubría para RCN TV y yo para la agencia de noticia Reuters del que era corresponsal en el suroccidente colombiano. El colegaje nos llevó a entablar una amistad y compañerismo que se veía reflejada en las coberturas que realizábamos, intercambiábamos información, contactos, en trabajo de campo analizábamos las distintas situaciones en las que estábamos. Eran tiempos de tomas guerrilleras y la comunicación debía hacerse casi de manera personal, no existían grupos de whatsapp y los planes de celular eran un lujo que debía restringirse para lo básico.
Pero no era así con los demás colegas. Recuerdo una vez que Hugo Mario Palomar, del Canal Caracol, me pidió el favor de que le tomara unas fotos a su hija en la guardería, yo me encontraba en la sede del Deportivo Cali en Panc, y Luz Estela también estaba allí. Cuando Hugo Mario llegó a recogerme no me despedí de Luz Estela, al llegar a la guardería, a solo cinco minutos de allí, tenía ocho llamadas perdidas de ella. Me tocó llamarla y explicarle que estaba tomándole fotos a la hija de Hugo Mario y no detrás de alguna chiva con el que era su competencia en esta región, una competencia tan fuerte que entre esta se perdía la amistad.
A Héctor Sandoval lo conocí en Tuluá durante el cubrimiento del secuestro del coronel Álvaro León Acosta Argote. La agencia me instaló al frente de la casa del coronel Acosta. Durante ocho días estuve pendiente de la esposa de este, doña Noralba Gálvez, una señora muy aguerrida, porque teníamos indicios de que se estaría reuniendo con la guerrilla para buscar pruebas de sobrevivencia de su esposo. Héctor, que estaba hospedado en un hotel del centro de Tuluá con el equipo de RCN, me llamaba hasta tres veces en las noches: “¿Juan B., qué ha pasado?”. Yo permanecía en la sala de esa casa por las noches, una de esas me quedé dormido, el celular sonó, sonó y sonó, hasta que la señora de la casa se levantó y me llamó: “joven, joven, conteste joven que de pronto es su señora”. Cuando contesté era Héctor: “¿qué ha pasado Juan B.?” Nada mija, nada, aquí estoy, todavía no me he movido para ninguna parte. Se escuchó una carcajada al otro lado de la línea.
Cuando llegaba en el taxi de servicio público al desvío que lleva a Cristo Rey, vimos un puesto de control de la policía. Entre los uniformados había personal de civil, lo que inquietó al taxista que me dijo: “Hermano, yo llego hasta aquí, esos manes tienen cara de guerrilleros”. Ya en la radio que yo tenía conectada a mis oídos por los audífonos, habían confirmado de la liberación de varios rehenes, estábamos a unos 50 metros del puesto de control, y así como el taxista se inquietó, los policías también lo hicieron. Logré convencerlos y continuamos. Al llegar al puesto de control nos hicieron bajar, requisaron el taxi y me dijeron: “el taxi no puede seguir, si quiere siga a pie”. Me bajé y comencé a caminar. Caminé unos 20 minutos cuando escuché que me pitaban desde un auto. Al mirar vi el carro con el equipo de RCN. Luz Estela me llamó: “Juan B., súbete”.
Ella tenía en sus manos el libro ‘Mi confesión’, de Carlos Castaño. Le pregunté riendo: “¿Qué pasaría si estos manes, (los guerrilleros) nos detuvieran y te vieran ese libro?”. A lo que contestó: “se los presto y ya”. Bromeamos en torno al libro y coincidimos en que debíamos seguir por ese camino. En la vía vimos a la policía evacuando a los habitantes de la zona.
Al llegar a Venteaderos nos encontramos con las tanquetas del Ejército y al menos cien miembros de la fuerza pública, entre policía, personal civil y soldados del Batallón Pichincha. Llegaron los equipos de Caracol con Raúl Ramírez; de El País, con Ana María Saavedra y Héctor Molina, con el equipo de Noticinco. Nos reunimos y por consenso, decidimos continuar hacia Peñas Blancas. Héctor Molina decidió regresar a Cali durante el camino.
Aproximadamente 45 minutos después, escuchamos los helicópteros arriba de nosotros. Nos bajamos y miramos al cielo. Raúl Ramírez y Ana María Saavedra buscaron algunas ramas y con el pañuelo de Raúl armaron una bandera, empezó a caer una leve llovizna y Luz Estela buscó dentro del carro una capa gris que se colocó para protegerse de la lluvia que ya empezaba a caer más fuerte. El helicóptero comenzó a disparar cohetes en dirección a los Farallones que se levantaban un poco más adelante de donde nos encontrábamos nosotros. Soltó una ráfaga de su ametralladora contra el cerro, y a lo lejos se escuchó la respuesta de la guerrilla. Parecía una lucha de David contra Goliat dada la poca capacidad de respuesta de los guerrilleros en cuanto a poder de fuego.
Nos reunimos y decidimos regresarnos de inmediato. Primero lo hizo el carro de El País, de Cali, seguido del equipo de Caracol. Cuando Luz Estela se iba a subir al campero y Héctor le dijo sonriendo: “vas y entrevistas a mi mamá”. Luz Estela lo miró disgustada y le contestó: “deja la pendejada Héctor” y yo le dije, “hermano usted no tiene arreglo”.
Cuando estábamos cubriendo el conflicto, Héctor tenía la costumbre, con su humor negro, de fingir que nos grababa mientras decía riéndose, “por si de pronto nos matan hoy, esta es la imagen de archivo”. Nos subimos al carro, Walter nos dijo, “voy a subir hasta esa curva y me devuelvo. La curva estaba a tan solo cinco metros. Encendió el carro y empezó a avanzar. Fue cuando escuchamos el helicóptero muy cerca de nosotros. Vi una sombra al lado derecho de la vía, agaché mi cabeza para mirar hacia arriba a través de la ventanilla y vi el helicóptero que enseguida soltó la primera ráfaga, sentí un olor a metal caliente que me acompañó durante mucho tiempo. Cuando miré dentro del carro este ya tenía un agujero en el techo.
El rescate
Luego de que el helicóptero hiciera su última pasada ametrallando, miré a Luz Estela y luego a Héctor Sandoval que se estaba desangrando, sentí de nuevo esa extraña opresión en el pecho y el nudo en mi garganta que me ahogaban. Subí a la vía a buscar ayuda, en 50 metros a la redonda no encontré a nadie. Fui al carro, toqué a Walter y pude comprobar que estaba muerto. En aquella época vendían unas antenas que duplicaban la señal de los celulares. Ese día llevaba una pegada en el techo del carro de RCN, la busqué y la conecté a mi teléfono, pero no funcionó. Regresé donde Héctor que empezaba a desmayarse, me acerqué a Luz Estela y le dije: ‘tengo que bajar a buscar ayuda porque Héctor está muy mal’. Me miró angustiada y preguntó por Walter. “Está muerto”, le respondí. Miró al vacío y llorando me dijo: “por favor, no te demores”. Escuchamos ruido en la carretera y aunque nuestra intención fue gritar pidiendo ayuda, le pedí que no lo hiciera. Se escuchaban muchos pasos, podrían ser tropas o guerrilla. Héctor no lo dudó y gritó pidiendo ayuda. Sentí que alguien bajaba y me oculté. Pude ver las botas, el machete y el camuflado de un guerrillero. Este le informó a su comandante: “aquí hay uno de la prensa herido”, pero le ordenaron subir y se fueron. Me oculté porque en ese momento ellos no auxiliarían a Héctor, un herido en combate saca al menos dos combatientes para que lo transporten y uno que cure sus heridas, ellos no pagarían ese precio. En cambio, llevarnos con ellos garantizaría que su acción tuviera más cubrimiento mediático.
Los guerrilleros siguieron su camino. Estaba revisando el torniquete que le hice a Héctor cuando llegó Carlos Ortega, reportero de El Tiempo y con él lo sacamos. Fue un recorrido eterno de una hora. En algún punto de esa vía el helicóptero nos emparejó y pude ver al artillero, su rostro estaba cubierto por la visera del casco.
Llegué a mi casa a las 11:00 de la noche después de haber enviado el material que tenía a la revista, o mejor, el que se había salvado: el rollo que había tomado por la mañana en la Asamblea estaba en uno de los bolsillos del chaleco. Cuando la Fiscalía me entregó el chaleco días después, no estaba, nunca apareció. Creo que los guerrilleros tomaron el rollo del chaleco. Este quedó en el suelo junto al carro de RCN.
Al entrar a casa desperté a mis hijos y su madre, me arrodillé con ellos y le di gracias a Dios por permitirme volver a verlos. Sentí de nuevo esa opresión en el pecho, era una sensación de ahogo, por muy fuerte que respirara sentía que el aire me faltaba y el nudo en mi garganta me llevaba a intentar tragar mi propia saliva varias veces.
En la madrugada del día siguiente sonó mi teléfono muy temprano. Era Humberto Bríñez, del Canal RCN. “Juan B., Héctor murió, le amputaron la pierna a las 2:00 de la mañana y a las 5:00 murió, no aguantó la cirugía”.
Dos miembros del equipo de RCN muertos tratando de informar sobre el secuestro de los diputados. Subí de nuevo al sitio donde quedó el campero de RCN con el cuerpo de Walter en su interior. Al llegar junto al campero y tomar las fotografías de los miembros del CTI y del Ejército realizando la inspección al cadáver de Walter, entendí que la posición de neutralidad que tanto nos recalcan en las academias no corresponde a la realidad en nuestro país. El conflicto que cubríamos nos tocaba ahora. A diferencia de un periodista extranjero que llega a Colombia a cubrir el conflicto y por lo tanto puede ser neutral, este conflicto tocaba nuestras emociones y sentimientos al comprometer la parte emocional con nuestra profesión; tocaba nuestras familias, compañeros; tocaba a personas que habían compartido risas, cansancio, hambre, sustos con nosotros.
El conflicto nos comprometía emocionalmente porque mostraba colombianos secuestrando colombianos, colombianos tratando de rescatar colombianos de las manos de colombianos, y en esta operación, mataban colombianos que trataban de informar a colombianos, lo que hacían estos colombianos. Para muchos de nosotros fue una pesadilla de la que no pudimos despertar en mucho tiempo.
Hoy, mientras escribo estas líneas, sigo sosteniendo que hicimos lo correcto. No entramos a la zona alocadamente buscando una chiva. La guerrilla había sacado 12 diputados de la Asamblea Departamental, era un hecho muy grave y nuestro deber era informar lo que estaba sucediendo, ya habían liberado una persona y teníamos la esperanza de que fueran más, por esa razón continuamos. Cada vez que nos deteníamos, bajábamos de los vehículos, nos reuníamos, evaluábamos la situación y tomábamos la misma decisión, nadie trató de adelantar a nadie ni de llegar primero a ningún sitio. Tomamos la decisión de regresarnos cuando debíamos hacerlo.
Reportera Web
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