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Este es el primer nivel de la edificación, donde al parecer había un estadero. | Foto: Jorge Orozco / El País

PROCESO DE PAZ

Arenillo, la comunidad del Valle que hoy es ejemplo de reparación colectiva en Colombia

Tras sufrir el confinamiento de las AUC, la presencia de las Farc y el abandono del Estado, esta comunidad está a punto de terminar su reparación colectiva y es ejemplo en Colombia por ello. ¿Cómo lo lograron?

12 de noviembre de 2018 Por: Paola Andrea Gómez P. Jefe de Redacción de El País 

La memoria de Esteban Güefia Salazar es la memoria misma de El Arenillo, vereda de Ayacucho, municipio de Palmira, departamento del Valle del Cauca. Desde su vivienda enclavada en lo alto de la Coordillera Central, corredor rumbo al Tolima y a tantos rincones insondables de la montaña, ha atestiguado la historia de esa población de 600 habitantes, confinada durante 4 años por las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, luego arremetida por el Sexto Frente de las Farc, posteriormente estigmatizada y luego capaz de levantarse, perdonar al Estado y a quienes de los suyos se convirtieron en victimarios; recuperar sus costumbres y esa vida que les arrancaron a la fuerza y convertirse en un ejemplo de reparación colectiva, que este fin de año culmina.

Esteban es un narrador de historias, como una especie de portador de la tradición oral ‘ad honorem’, que se nutre de la sabiduría campesina y de la experiencia de los años idos y los más recientes. Es, incluso, la voz de su gente, cuando hace falta que gente como él hable de lo ocurrido ahí, tan cerquita de todo y tan lejano a la vez. Por casualidades trágicas del destino, su casa se encuentra a unos pasos del que fue uno de los mayores centros de tortura del Suroccidente Colombiano, catalogado así en los informes del Centro Nacional de Memoria Histórica; un sitio al que todos reconocen como el Chalet de la Muerte, por ser el lugar al que las autodefensas llevaban a sus secuestrados, a sus víctimas, en un carro conocido como ‘la funeraria’ o ‘el último viaje’, porque era casi un milagro que alguna de ellas regresara de ese lugar con vida. A pesar del tenebroso vecino, Esteban nunca se fue de ahí, en sus 64 años, porque “la finca lleva un centenario en poder de mi familia”.

Hoy, cuando han pasado casi 18 años del inicio del horror (finales del 99, cuando arribaron a esos límites del Valle y el Huila las Autodefensas Campesinas de Córdoba) probablemente haya decenas de cicatrices en la piel de esta vereda montañosa y bella, que cuando se cubre de neblina parece una postal en la que jamás habría de asomarse la violencia.

Hoy, cuando han pasado casi cinco años de un proceso de reparación, esos intangibles de los que aprendió a hablar un país a fuerza de sus conflictos, recibir de nuevo el turismo e incluso acariciar la idea de que la energía ilumine las noches oscuras de su parte alta, les permite hablar de lo que allí pasó y de cómo ya pasó.

Hay quienes lo explican desde la resiliencia, esa pócima maravillosa, similar a la criptonita, que faculta de poderes extraordinarios a quienes habiéndolo sufrido todo van por la vida inspirando paz. Juliana Mejía, especialista en Derechos Humanos, acompañante de ruta del caso El Arenillo, por parte de la Unidad Territorial de Víctimas del Valle, dice que una de las razones para que una población entera logre repararse de manera colectiva obedece a que a pesar de lo que han pasado, quienes los afectaron no lograron cambiarles su interior, sus ideales, “esa comunidad no se dejó permear por el dinero rápido o el ‘venga, le doy’. El arraigo campesino y sus identidades no se dejaron deslumbrar por los $20.000 o más que se ganaban yendo a cuidar una finca. No los deslumbran las cosas lujosas sino estar tranquilos, producir, hacer sus reuniones, sus costumbres. Nosotros lo que hicimos fue darles el empujoncito por obligación y deber de Estado”.

En el departamento hay actualmente 34 comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, en procesos similares de reparación. Otros casos avanzados como este, son el de La Sonora, Trujillo, y La Habana, Buga.

Haciendo memoria

Esteban, por ejemplo, recita de memoria que, todo ocurrió en el marco de la Ley 1248, que es la Ley de Reparación Integral para las Víctimas. Y que en El Arenillo llevan años trabajando en la reconstrucción del tejido, en los duelos colectivos, en la memoria, en recuperar los valores…

“Nosotros somos varias familias relacionadas entre sí y hay un momento en que la comunidad desaparece por desplazamiento forzado, porque cuando empiezan los combates quienes alcanzaron se fueron y mucho después volvieron a retornar. En este momento se está cerrando la reparación colectiva. Son prácticamente cinco años. Algunos tenemos reparación individual que esa sí ha sido demasiada lenta. Hay casi diez millones de víctimas en Colombia. Y no hay plata suficiente”.

En el caso de este narrador de El Arenillo, su reparación responde a que padeció secuestro, desplazamiento forzado, constreñimiento y amenazas de muerte. “A mí me llevaron por allá y estoy es contando el cuento de milagro. Ellos (las autodefensas) me explicaron después que cuando llegaban a un lugar decían ‘vamos rompiendo zona’ y como ese ha sido un corredor estratégico de movilidad para diversos grupos.

Porque si hablamos de memoria histórica, en 1961 pasaron cinco muchachos y en ese tiempo la gente hacía parte de las autodefensas liberales, ellos iban hacia Herrera, Tolima, buscando a un personaje muy famoso que se llamaba Capitán Peligro, Leopoldo García. Ellos se bajaron entonces y los vieron en una parte y avisaron en La Buitrera ‘suban chulos hp’. Yo tenía 7 años, los emboscó el Codazzi y desde esa época empezó la estigmatización de la vereda, a mi papá casi lo matan”.

La segunda vez que hubo irrupción, recuerda Esteban, fue en el 85 cuando llegó el M-19, entonces también tomaron como base esa parte alta de El Arenillo. “Allí conocimos a Vera Grave, a Navarro Wolf, a Marcos Chalita, a Boris.... Y hubo combates y a nosotros nos señalaban de auxiliadores de la guerrilla”.

Luego, 15 años después, vino el confinamiento a causa de las Autodefensas. “Nos usaron como escudos y nos decían: si se van de aquí tienen que avisarnos. A lo último ya nos hicimos tan amigos de ellos que llegamos a sufrir el síndrome de Estocolmo. Los muchachos se iban 3 o 4 días por allá y nos hacían falta. Los soldados nos decían que esta era la única parte de Colombia donde extrañábamos a los actores armados”.

Toda la dinámica de la plácida vida campesina desapareció. La sicóloga Juliana Soto, de la Unidad de Víctimas explica que la ocupación de tantos años les cambió las rutinas, el mercado, las labores de la casa… “Todo cambió, llegaron los toques de queda, les decían cómo hacerse los cortes de pelo, cómo vestirse, qué música escuchar. Todas las costumbres que a veces uno ve simples, se afectaron. Hubo que hacer una rehabilitación para recuperar las prácticas que se perdieron, la confianza, porque ellos señalaban a personas para desintegrar a la comunidad, los profesores y profesoras, los líderes, las madres cabeza de familia”.

No solo pasó eso. Hay quienes cuentan que además de ‘la funeraria’, como le llamaban al carro que subía hacía El Chalet de la Muerte con las víctimas que luego eran enterradas en fosas, había otra macabra práctica que recordaba la sevicia de este grupo insurgente contra las mujeres: muchas fueron violadas y otras asesinadas, luego de prestar sus servicios sexuales.

Cuentan que, incluso, llegaban a un punto del pueblo donde las recibía una señora, les cambiaban sus tacones por chanclas plásticas para que pudieran subir a las montañas y les pedían que dejaran ahí sus carteras. Con el tiempo, la señora se vio con tantos zapatos acumulados que empezó a concluir que el 90% de las mujeres que subían no volvían a bajar. Y de muchas de ellas, de sus cuerpos, jamás se supo nada.

“Esta fue una comunidad que sufrió el abuso de la mujer y también el síndrome de Estocolmo. No podían salir con nadie, decían, ‘me enamoré de alias Barranquilla, tuve los hijos a los 14 años y no podía mirar a nadie más”, relatan Juliana Mejía y Juliana Soto, las sicólogas de la Unidad Territorial de Víctimas.

Lea también: Mujeres excombatientes y víctimas le apuestan al perdón y reconciliación

Tiempos mejores

Don Humberto Prieto es uno de esos líderes naturales que la comunidad ungió de tiempo atrás y quien ha estado presente en todo el proceso de reparación de El Arenillo. “Aquí la comunidad sufrió todos los vejámenes. Pero tuvo la ventaja de que nunca se desintegró...

Después del 18 de diciembre de 2004 que es cuando se desmovilizan las AUC, aparece con fuerza en la zona el Sexto Frente de las Farc. Y el 4 julio de 2005, perpetran una masacre en la que asesinan a seis policías. Y luego pasaron muchos años para que el Estado volviera los ojos a esta población, a la que por años ignoró.

“Empezaron a llegar las entidades del Estado, Vallenpaz. En esa época todo se acabó, perdimos muchas cosas. Los jefes del AUC eran costeños y se llevaban todo lo que encontraban y luego lo de los Farc fue otro duro golpe”, dice don Humberto.

“Lo primero fue recobrar la tierra, pensar que era posible volverla fértil de nuevo, para la vida, para la gente. Ahí vinieron a apoyar con proyectos de banano y cerdo, entre otros, desde Palmira. Ya con la Unidad de Víctimas se presenta la reparación colectiva. Ya se está cerrando porque ya la mayor parte de los ítem se han cumplido. La comunidad ha tomado ganas de volver a empezar, con capacitación del Sena para manejar lo que nos ha llegado: un proyecto de Mintrabajo de plantas deshidratadoras y de plantas aromáticas, porque la comunidad es productora. Dijeron que nos van ayudar, también, con un proceso de manejo de aguas residuales para uso humano y en la parte alta, buscando paneles solares”, agrega el líder comunitario.

La Gobernación del Valle tendría un proyecto para energía en la parte alta. Sin embargo, Esteban Güefia dice que no se ven mucho los avances para que haya luz. Y que eso le duele, porque, según recuerda “cuando estaban las Autodefensas les sumistraban energía para sus laboratorios”.
“Ahora nos están exigiendo firmas para ver si hay electrificación. Hay unas propuestas de paneles solares, para tener una forma de energía.
Los días acá son muy nublados y las baterías no cargan. Con los acueductos también hemos trabajado. Estamos gestionando un proyecto con la Universidad Nacional para un acueductico veredal para 12 familias que vivimos en la parte alta”, dice.

La otra historia es la que se cuenta desde adentro, de cómo se levanta una comunidad después de sufrir la guerra. De cómo vuelve a trabajar con quienes se involucraron con sus verdugos, a la fuerza o por voluntad propia. En El Arenillo son 4 personas las que han hecho el proceso de reintegración, pagaron un servicio social y volvieron a ser recibidas por la comunidad. En todo el corregimiento de Ayacucho son 8. Y se calcula que son más de 20 las hijas e hijos que nacieron fruto de relaciones entre miembros de las AUC y las mujeres del pueblo.

“La reparación se ve en las distintas medidas que tiene la ley, que ocurren en muchas esferas. Y hay que dar la pelea durante muchos años para obtener las medidas de satisfacción. Las comunidades piden lo tangible. Pero tú no ves esa mirada allá, ellos están más empoderados, mirando con más proyección”, dice la sicóloga Juliana Soto.

Mientras el panorama se aclara, sobre qué ocurrirá con el actual gobierno y los procesos de reparación colectiva, en zonas como El Arenillo se respira otro aire. Ahora se ve de nuevo al visitante, los circuitos de ciclistas, los cultivos de tilapia, las fondas para almorzar y ese acento campesino tan cálido, que se funde entre la música montañera.

Juliana Mejía, la otra sicóloga que ha acompañado el proceso, afirma que quizás les falta mucho, “pero a sus habitantes los hace diferentes el hecho de haber dado un cambio en su mentalidad para encontrar la reconciliación; son diferentes porque han podido compartir espacio con victimarios, que algunos ya hacen parte de la comunidad y eso es bonito, porque en otras comunidades no han podido sanar ni aceptar qué ha pasado”.

No hay duda. El Arenillo, que tantas páginas escribió en la memoria del conflicto, hoy reescribe su historia en ese país anónimo decidido a levantarse de la guerra.

El Chalet de la Muerte

Dicen los más veteranos, que en los buenos tiempos en esa majestuosa construcción, enclavada en lo más alto de El Arenillo, vieron la final del Mundial de Francia 98, en la que los galos vencieron 3-0 a la escuadra brasilera.

Dicen, también, que había lámparas bacará, que el lujo habitaba sus dos plantas y sus múltiples habitaciones. Un año después, todo cambió en ese lugar, con la llegada de las Autodefensas Unidas de Colombia y el Bloque Calima, al mando de H-H. La casa fue desocupada, desmantelada y convertida en un fortín de los más escabrosos delitos, cometidos por sus cabecillas. Allí llevaban a sus víctimas, las asesinaban y las enterraban en fosas comunes. Allí llevaban también a las mujeres, algunas trabajadoras sexuales, algunas a la fuerza para ser violadas y luego se deshacían de sus cuerpos. Allí consumían licor, hacían fiestas legendarias de días, llevaban a funcionarios a hacerles juicios e imponían su imperio del terror a costa de lo que fuese.

Por todo lo que allí ocurrió, al sitio se le conoció como El Chalet de la Muerte. Y hay quienes le endilgan hasta historias paranormales.
“Mi hijo tiene una foto tomada a las once de la noche en el chalet y aparecía una mano sobresaliente y una motosierra con unos dientesotes”, cuenta un habitante de la zona.

Ingresar en él es una experiencia tan fuerte, que muchos se abstienen. Sus paredes están marcadas con letreros del Bloque Calima, de sus comandantes, de historias de amor y de traición. También hay dibujos diabólicos, sentencias de muerte y guardillas internas donde se cuenta que cometían las torturas o juzgaban a quienes, de los suyos, se ‘torcían’.

En diciembre de 2017 hicieron una ceremonia con víctimas, sobrevivientes y reintegrados en ese lugar, al que rebautizaron como El Chalet de la Vida. Pero de eso solo queda un letrero escrito en el piso de su parte externa, mientras que su interior sigue igual de aterrador que en la primera década de este siglo.

Memorias Paralelas

Los álbumes de fotografías son las memorias gráficas de cada familia. Estos, también, son testigos de los momentos que han vivido muchas comunidades, y El Arenillo no es la excepción con el proyecto Memorias Paralelas.

Esta iniciativa, que incluye talleres de todo tipo, involucra a los habitantes en un proceso creativo con sus memorias, como un sentido esperanzador tras el fin de la guerra.

Durante seis meses, Marta Isabel Calle, docente en las universidades Javeriana y Univalle, hizo nueve talleres con la comunidad desde una perspectiva fotográfica no convencional, donde se retrató el entorno y los objetos personales de cada grupo.

Junto a Calle, otros de los realizadores del proyecto son el documentalista Carlos Arce, egresado de Artes Visuales de la Universidad Javeriana de Cali, y Freddy Guerrero, investigador con conocimientos en antropología y ciencias sociales.

*Lea mañana la historia de Ofelia, la enfermera de los paras y su proceso de reintegración a esta comunidad.

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