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La guerra sin fin

La semana pasada se conoció del ‘acuerdo de paz’ que están por firmar Estados Unidos y los talibanes el sábado que viene.

23 de febrero de 2020 Por: Víctor Diusabá Rojas

La semana pasada se conoció del ‘acuerdo de paz’ que están por firmar Estados Unidos y los talibanes el sábado que viene. Sorprende ver al gobierno de Donald Trump sentado en plan de negociación con un enemigo histórico como los talibanes. Más allá de que esto no parece ser otra cosa que una jugada electoral de cara a las elecciones en Estados Unidos, tras los sucesivos fracasos en Corea del Norte e Irán.

Ahora bien, el hecho mismo de un periodo de “reducción de la violencia” definitivo, que abre paso a una probable terminación de la guerra allí, en Afganistán, nos enseña de nuevo que la paz merece todas las oportunidades.

No es un tema lejano. Vean cómo en ‘La guerra sin fin’ (Aguilar) de Rafael Pardo Rueda, libro que acaba de aparecer, el autor, como ya lo han hecho otros estudiosos, traza un paralelo entre Colombia y Afganistán en torno a la lucha emprendida contra las drogas.

Son las dos, guerras sin fin que han significado el más absoluto fracaso. Y largos calvarios. Nada más nosotros somos desde 1980 el mayor productor y exportador de cocaína del mundo.

Eso, sin contar con los años anteriores, cuando nuestra marihuana era el único demonio (y lo sigue siendo), mientras en otros lados a la yerba se le daba absolución, se le adoptaba y se le mejoraba.

Coincido con Pardo en que no han funcionado, ni van a funcionar, muchas cosas que se han intentado. Una, las clasificaciones de sustancias que enfatizan en lo vegetal y descuidan la fabricación química.

Tampoco los intentos por elevar el precio al consumidor. Porque mientras el consumo de cocaína ha disminuido en los últimos años en Estados Unidos, el negocio sigue firme. Siempre habrá quien compre.
Tampoco se puede seguir viviendo en la ingenuidad de que la extradición intimida y basta con ella. O que delación es buena fórmula. Hablamos de un medio criminal en el que todos sueñan con ser capos.

La estructura en Afganistán es otra, pero el problema de fondo muy similar al nuestro. En 2017, según un informe del Gobierno afgano y la ONU, la producción de opio en Afganistán creció un 87 % (cerca de 9 mil toneladas), en especial en el sur del país que vive bajo el control talibán.

Son ellos mismos, esos talibanes, con los que ahora Trump negocia y llega a acuerdos. Son 775 mil soldados estadounidenses los que han pasado por allí, de los cuales han muerto unos 2300 y otros 20.589 heridos (cifras de El País de España). Una incursión que ha costado 766 mil millones de dólares. La verdad, perdidos.

Se necesita pues, como dice Pardo en su libro, un nuevo pensamiento frente al problema. Y de hecho plantea sus propuestas. Para comenzar, dice, una efectiva sustitución de cultivos que se preocupe por quienes conforman la base de una pirámide, ese sector al que casi siempre castiga la ley mientras otros todopoderosos pasan de agache.

Claro está, nadie tiene la fórmula, mientras abundan miradas y lecturas diversas. Por ejemplo, la de Mark Colhoun, director en Afganistán de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) quien asegura que la raíz del problema está en donde se cocina el negocio: “La mayoría de los fondos provenientes del narcotráfico no están localizados en Afganistán” (tampoco en Colombia). Colhoun, como tantos otros, se pregunta por la auténtica corresponsabilidad en un asunto donde unos ponen todo y otros muy poco (aparte de plata).

¿Seguimos pues buscando el muerto río arriba con recetas viejas e inefectivas? ¿O tratamos de dar con formas más efectivas para derrotar a las drogas, aquel problema de salud pública que nos quedó grande a todos, incluso a los más grandes?

Sobrero: la historia se escribe todos los días. Y esta que vamos a escribir a partir de hoy será la mejor de todas. Nos la merecemos. Hoy más que nunca somos El País de Cali.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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