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La fotografía de Daniel Mordzinski

La obra fotográfica del argentino Daniel Mordzinski es un territorio vedado de armonía y plasticidad en su sentido más alto.

27 de enero de 2021 Por: Santiago Gamboa

La obra fotográfica del argentino Daniel Mordzinski es un territorio vedado de armonía y plasticidad en su sentido más alto. Porque hay muchos tipos de grandes fotógrafos. En Colombia, por ejemplo, tenemos hoy la estética profundamente humana de Jesús Abad Colorado, en su visión dramática del conflicto, o la mirada sofisticada y atemporal de Marcela Bellini, que interroga el mundo bajo una capa de silencio y soledad expresando preocupaciones filosóficas.

Hay muchos otros, claro, pero en el contexto literario, es decir el mío, las fotos de Mordzinski recuerdan la vieja amistad entre la literatura y la imagen. Pienso en esa legendaria semana, allá por los años 30, en que Hemingway y el fotógrafo Walker Evans se encontraron en el hotel Ambos Mundos de La Habana y se encerraron a beber ron durante diez días “que estremecieron a Bacardi”, según Cabrera Infante.

O en los retratos de Nadar a Baudelaire y Victor Hugo y Edgar Allan Poe, en cuyos rostros se ven los miserables y los paraísos artificiales e incluso los pozos y los péndulos de tres creadores atormentados. No son sólo rostros humanos. Son artistas heridos por una obsesión que los lleva a mirar la realidad de un modo distinto, y es así como Nadar los retrata, explorando un estilo o un mundo literario a través de la imagen del autor, creando una imagen artística.

Del mismo modo la mirada de Mordzinski da testimonio no sólo de un grupo de autores, sino de una época, pues sus retratos van desde Borges, Vargas Llosa y García Márquez, hasta los autores más jóvenes, caso de Alejandro Zambra o Guadalupe Nettel, pasando por los más destacados de generaciones intermedias como Roberto Bolaño, Javier Cercas o Rodrigo Rey Rosa. Es el testimonio de esta época aciaga y violenta pero también bella e intensa que nos tocó vivir. En los rostros de los escritores nos informa sobre sus mundos, sus obsesiones, sus ciudades o esquinas importantes. Jugando con sombras, decorados o fondos,
Mordzinski ofrece su personal lectura de la obra de cada uno, pues una de las cosas que él siempre señala es que ha leído a todos sus retratados, o al menos a aquellos cuyos retratos él expone y publica. Estos espacios, en el fondo, resultan ser el envoltorio perfecto del alma de cada uno, que puede ser una habitación de hotel o una ventana con vista a un parque industrial o un bulevar de París, ciudad en la que Mordzinski vivió la mayor parte de su vida y a la que dedicó uno de sus más bellos libros, La ciudad de las palabras.

La obra de Mordzinski, para quienes hemos tenido el privilegio de conocerlo, es también una bitácora del paso del tiempo, y en esto se parece a las novelas. El tema de la novela y, casi diría, del arte en general, es justamente eso: el paso del tiempo, el turbulento y caótico paso del tiempo por la vida de todos. Y es justo ahí cuando Mordzinski dispara.

Los que ya fuimos retratados por él lo sabemos y por eso descubrimos matices que desconocíamos, instantes que él sabe seleccionar y sacar a la luz y que ennoblecen, que sólo se manifiestan con el golpe seco, el ‘clic’ de esa cámara silenciosa que siempre emerge cuando él anda por ahí. Quienes escribimos -y quienes no lo hacen, también- tenemos una urgente necesidad de su visión. Porque sólo con ojos como los de Daniel, la vida se hace -o al menos lo parece- más comprensible y llevadera.

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