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Joker

La actuación de Joaquín Phoenix es de tal calibre que, en realidad, el argumento pasa a segundo plano. Una exhibición ininterrumpida de virtuosismo de dos horas y media.

29 de octubre de 2019 Por: Vicky Perea García

Han pasado varias semanas desde su estreno y el público no decae, así que podemos decir que Joker sigue siendo hoy la película más vista del mundo (en proporción a los días que lleva expuesta). Esto es extraño y, a la vez, revelador, pues no se trata de una película ‘divertida’ al estilo de las producciones de Hollywood. Todo lo contrario. Es más bien un filme inquietante, denso, reiterativo. Por momentos, terrorífico. La actuación de Joaquín Phoenix es de tal calibre que, en realidad, el argumento pasa a segundo plano. Una exhibición ininterrumpida de virtuosismo de dos horas y media.

A Phoenix lo vengo siguiendo hace años. Sobre todo desde The Master, nada menos que de Paul Thomas Anderson, con el finado Philip Seymour Hoffman, pasando luego por obras maestras como Her, de Spike Jonze, o No te preocupes, no irá muy lejos, de Gus Van Sant. Me falta por ver María Magdalena, de 2018, pues me dijeron que el de Phoenix es el mejor Jesucristo del cine. Y no me extraña, porque al ver su papel en Joker la única conclusión es que no hay en el panorama actoral de hoy nadie que pueda acercársele, ni de lejos, en talento y fuerza.

En el papel de Guasón tuvo célebres antecesores como Jack Nicholson o el finado Heath Ledger, e incluso el cantante David Bowie en una vieja (y casi inencontrable) versión de Batman, de Mario Bava, con Christopher Walken haciendo de hombre murciélago. Pero los deja a todos muy atrás, los convierte en anécdotas. Phoenix no necesita de nada, no hay efectos especiales o grandes escenas de acción o violencia. No. Se basta a sí mismo. Su risa estrambótica revela desesperación, desamparo y búsqueda, necesidad de un abrazo en la intemperie; esa risa que es a la vez una pregunta en medio de la noche y una especie de “hachazo en el mar congelado del alma” (esto es de Kafka); su mirada y su silencio llenan la pantalla de inquietud, de culpa, de orfandad. Vemos al derrotado payaso Arthur Fleck y nos conmueve su caída, pero fatalmente estamos del otro lado: el de los indiferentes, el de los que no oyen ni incorporan su dolor.

Siempre he sostenido que, en lugar de Superman, Batman es el héroe de los escritores. Su vida oscura, sus contradicciones, su soledad, hacen de él un personaje en busca de autor. Superman es más visual, más ligero. De algún modo, es banal. Las balas no lo matan y es siempre bueno. El Joker, al brotar como némesis en el universo de Batman, tiene las mismas características: un Frankenstein del Siglo XX, alguien repudiado y temido. Un monstruo. Y en ese monstruo, que no es otra cosa que un alma resquebrajada y frágil, el escritor encuentra su espejo. Es el artista que no encaja en el mundo y por eso debe cambiarlo o destruirlo con su arte para tener un espacio, para respirar. Porque se hace arte para sobrevivir, para respirar.

La construcción de Ciudad Gótica, por lo demás, es en su origen un espacio literario iniciado en el Londres de fines del XIX, pero que adquiere su expresión en el cine norteamericano. Gárgolas en los edificios, sombras, eco de pasos en las calles, carreras nocturnas. El Joker de Joaquín Phoenix, insisto, expresa el alma torturada del artista que busca una identidad, algo de sentido; el que recoge humillado los pedazos de su vida rota, astillada, para intentar recomponerlos, mientras los demás lo agreden con su burla o su indiferencia.

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