Extrañando a Gatopardo
Me gustaba Gatopardo porque era una revista contracorriente, rebelde, que respetaba al lector.
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25 de jun de 2022, 11:35 p. m.
Actualizado el 17 de may de 2023, 11:56 a. m.
Cada vez me pasa con más frecuencia: entro a una librería en busca de alguna revista que me gusta y resulta que ya no está, que desapareció. La mayoría de las revistas que leía mientras era un estudiante de periodismo ya no existen: Número, Arcadia, SoHo. Otras son más difíciles de encontrar como El Malpensante o Le Monde Diplomatique, que hace unas semanas me dio una alegría: como ya no la encontraba donde tradicionalmente lo compraba, pensé que también había muerto. Hasta que lo encontré en la librería Oromo del barrio Capri.
Cuando desaparece una revista o un periódico que lo ha acompañado a uno por mucho tiempo se siente un extrañamiento. La sensación es similar a la de recorrer el barrio de la infancia y no reconocer lo que ahora está: ni la casa donde uno creció, ni la de los vecinos, ni la tienda, ni los callejones. Como si una pieza interna se hubiera extraviado.
De las revistas que han desaparecido la que más extraño es Gatopardo. Parecía un libro de crónicas. El promedio de cada edición era de 200 páginas. Allí publicaban los mejores escritores y cronistas de América Latina.
Me costaba creer que hubiera gente que después de leer esas historias extensas y tan bien escritas, no guardara cada edición, sino que las acumulaban y las vendían, lo que terminaba siendo una ventaja para mí. Como anhelaba tener la colección completa de la revista, me iba para la librería Atenas donde ofrecían, usados, los números antiguos.
Una vez sucedió un milagro: estaba viendo libros y revistas cuando me encontré con la edición cero de Gatopardo, publicada en diciembre de 1999. Cuando miré el precio pensé que se trataba de un error: $2.000. A veces sospecho que quienes atienden en las librerías de usados no conocen lo que tienen exhibido. En otra ocasión encontré el libro La Canción del Verdugo, uno de los mejores libros de periodismo narrativo que existen, escrito por Norman Mailer, y pagué por él menos de lo que cuesta una entrada a cine. Otro milagro.
Yo suponía que Gatopardo era una revista millonaria. En esa edición cero contaba con una nómina que era algo así como el ‘dream team’ del periodismo: Juan Villoro, Tomás Eloy Martínez, Antonio Tabucchi, Juan Gabriel Vásquez, Mauricio Vicent. Después llegarían Martín Caparrós, Leila Guerriero, Jon Lee Anderson, y tantos otros. Los avisos publicitarios correspondían a las marcas de moda: Cartier, Tommy, Carolina Herrera, Chevignon, Audi.
Esta semana me di cuenta que la mayoría de esos avisos que aparecieron en la edición cero eran canje o cortesía. Muy pocos pagaron. El dato lo cuenta Miguel Silva, el fundador de la revista, en un libro que acaba de llegar a las librerías: ‘Los últimos días de Gatopardo’.
Allí Miguel cuenta que Gatopardo fue producto de un sueño suyo: crear una revista que quería ser como The New Yorker, “famosa por sus extensos artículos de periodismo narrativo, la seriedad de sus investigaciones, una dosis perfecta de literatura y su visión ácida y divertida sobre Manhattan, pero en español y que circulara por toda Latinoamérica”.
Miguel pensaba también que “solo cuando una revista dedicara dinero para compensar en serio a los periodistas por un trabajo largo y dedicado, seríamos capaces de construir un verdadero periodismo narrativo en América Latina”. Una vez le preguntó a Jon Lee Anderson cuánto le pagaba The New Yorker: cien mil dólares al año a cambio de cuatro reportajes.
En el libro se revelan historias que desconocía de esa revista que tanto quise. Tenía un nombre secreto, mientras se alistaba el lanzamiento: Putumayo. Fue el periodista Félix de Bedout el que le puso el nombre de casualidad, cuando le mencionó a Miguel la novela Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.
Me gustaba Gatopardo porque era una revista contracorriente, rebelde, que respetaba al lector. En días en los que ya se empezaba a pregonar que nadie lee y que por eso las páginas deben estar repletas de recuadros y textos diminutos, ellos publicaban reportajes de 15 páginas o las que fueran suficientes para contar como se debía una historia. La extensión de las crónicas no las determinaba ni el editor, ni el diseñador, ni siquiera el autor: era la historia la que imponía el espacio que requería.
Las ventas les indicaban que iban en el camino correcto. Hubo ediciones de Gatopardo que superaron los 200 mil dólares de ingresos. El problema fue que no encontraron la pieza que le hizo falta al proyecto: un inversionista. Sin embargo, pese a su desaparición, la Gatopardo original quedará en la historia como la mejor revista de crónicas y reportajes del continente.
“El periodismo narrativo ha tenido un espacio privilegiado entre los lectores, aunque subestimado por los editores. Las historias, finalmente, revelan la condición humana. Lo demuestra el Washington Post, que encontró una manera de vender más diarios los lunes: publicaba una parte de los reportajes extensos los domingos y el resto al día siguiente, con lo que logró elevar el tiraje el primer día de la semana. El truco funcionó: la gente quería leer historias y estaba dispuesta a pagar por llegar hasta el final”, escribe Miguel.

Directora de El País, estudió comunicación social y periodismo en la Pontificia Universidad Javeriana. Está vinculada al diario EL País desde 1992 primero como periodista política, luego como editora internacional y durante cerca de 20 años como editora de Opinión. Desde agosto de 2023 es la directora de El País.
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