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Curar a Cali

Es justo lo que intenta hacer Alfredo en países en conflicto: sembrar la semilla del diálogo como parte de la solución a las diferencias

28 de mayo de 2022 Por: Vicky Perea García

Su nombre es Alfredo Zamudio. Trabaja para el Centro Nansen, uno de los siete centros de paz de Noruega. Se dedica a difundir lo que él llama ‘pedagogía para el diálogo’.

Hace unos días estuvo en Cali, invitado por el colectivo Acuerdo por Cali, un grupo de empresarios, periodistas y académicos que se han propuesto reconciliar a la ciudad tras el estallido social y la larga historia de violencia que cargamos.

Alfredo también ha padecido la violencia. Cuando ocurrió el golpe de Estado de Chile, su país, en 1973, para derrocar a Salvador Allende, tenía 12 años. Se encontraba en un quiosco de su pueblo, Arica, comprando comida. Allí le contaron que su papá acababa de ser capturado. Su padre era un activista social, lo que no les gustó a algunos vecinos, quienes lo denunciaron ante los militares golpistas. En total estuvo preso durante tres años. El mismo tiempo que permaneció Alfredo en la calle. A veces se quedaba en la casa de amigos, o de familiares, pero había tanto miedo en la sociedad chilena que él entendía que debía cuidar a esas personas que le daban una mano no estando demasiado tiempo en sus casas.

El 15 de septiembre de 1976 su padre fue liberado, en el aeropuerto de Santiago. Noruega fue el primer país que aceptó recibirlos como refugiados. Alfredo tenía 15 años. En Noruega dejó de tartamudear, empezó a estudiar y enseguida se dedicó a encontrar alguna actividad que estuviera relacionada con su experiencia en Chile.

Se dedicó a la defensa de los derechos humanos. Trabajó para la oficina de protección al migrante, fundaciones de atención humanitaria y ahora dirige el Centro Nansen. Pese a lo que vivió en Chile, no recuerda haber sentido rabia. Sí se preguntaba por qué les habían fallado. También sentía tristeza. Su familia, como el resto de la sociedad, había quedado dividida: su papá de un lado y el resto en el otro. Pero ni él ni su padre sintieron la necesidad de vengarse o algo por el estilo.

Alfredo no olvida cuando, en Londres, capturaron a Augusto Pinochet. Estaba con su padre, ya muy enfermo de cáncer, y quien con una voz cansada le dijo mientras veían por televisión las imágenes de Pinochet preso: “Qué bien. Ganamos. Pero no quiero que vaya a la cárcel. Está viejo. Quiero que escuche lo que hizo”. A su papá lo torturaron, le pegaron, fusilaron a sus amigos, le quitaron todo lo que tenía. Pero jamás sintió deseos recurrir a la violencia.

Es justo lo que intenta hacer Alfredo en países en conflicto: sembrar la semilla del diálogo como parte de la solución a las diferencias. Entonces menciona un libro en el que se dice que cuando las cosas están difíciles, y se quiere transformar el entorno, se debe identificar a las personas que están intentando sanar el dolor. Se trata de apoyar el trabajo de esas personas, potenciarlo, multiplicarlo: “Ellos son la anomalía positiva”.

“Esa es la tarea que vine a hacer , la sociedad civil me invitó a Cali, y lo que vi es que hay gente capaz que ha hecho cosas muy positivas para reconciliar a la ciudad. Mi papel es intentar ver cuál ajuste podría ser útil para lo que se está haciendo”, dijo Alfredo, y sugirió lo siguiente: empezar por la transformación más viable en el corto plazo. Si quienes están conversando logran un pequeño cambio, esa transformación viable, van a querer seguir conversando, establecerán una agenda. Si no lo logran, el porrazo no será tan duro, y también podrán seguir conversando. Enseguida contó una historia.

Hace unos años estuvo en Timor Oriental, Indonesia. En 1999, las fuerzas contrarias a la independencia iniciaron una guerra. Quemaron escuelas, casas, mataron a mucha gente. Incluso su presidente, José Ramón Horta, sobrevivió a un atentado. José Ramón dijo: “ No quiero venganza, tenemos que hacer todo lo posible para que el pueblo sane”. Y ese líder que había logrado unir a su pueblo, había logrado la independencia, reconocía la existencia del dolor, de la tortura, de la masacre. Era cierto que no se podía reconstruir el pasado, añadió, pero sí darle espacio para que exista como memoria y a partir de allí empezar algo diferente. En Timor, un país de un millón de habitantes, todos conocían el dolor de todos.

“Si dices que la memoria del otro no existe, no estás siendo lo suficientemente profundo. Tienes que darle espacio a la memoria, qué nos pasó, qué nos está pasando, para dónde vamos. Si se logra construir eso se logra construir un futuro distinto”, dijo Alfredo.

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