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Virtualidad y otras pandemias

Como dice el bolero, “te odio y te quiero” virtualidad. Tengo pues sentimientos encontrados con esta nueva modalidad de vida laboral y de interrelacionarme con otras gentes casi que para todo.

26 de octubre de 2020 Por: Mario Fernando Prado

Como dice el bolero, “te odio y te quiero” virtualidad. Tengo pues sentimientos encontrados con esta nueva modalidad de vida laboral y de interrelacionarme con otras gentes casi que para todo.

La odio porque he perdido el contacto con las personas. La impresencialidad me ha golpeado y mucho y ya no hay espacios para el diálogo intrascendente, ni para el anecdotario. El vamos a lo que vinimos es ahora la consigna y ya no hay ni siquiera el cafecito y el pandebono de medias nueves o de entredía.

La odio porque se perdió el buen vestir en ellas y en ellos. Con el tal trabajo en casa predomina la moda de las chanclas y las pantalonetas, la barba de tres y más días, las caras lavadas y el cero maquillaje. Era muy estético verlas a ellas arregladísimas, oliendo a deliciosas fragancias mientras uno hasta corbata se ponía o al menos un gallineto o un blazer.
Todo eso se acabó como se acabó -insisto- la relación interpersonal.

Ahora más que nunca, nos volvimos esclavos del portátil, la tablet o el celular y nos pasamos horas enteras cumpliendo citas presenciales con personas en las llamadas videoconferencias que resultan algunas veces aburridoras y monótonas. ¿Dónde quedó la efusividad y el gesto?
¿Dónde la lectura de los ojos y la interpretación de las miradas?

¿Y qué tal cuando el interlocutor es una máquina con una voz plana que dice lo que hay que hacer y uno nunca puede hablar con alguien de carne y hueso? Se trata de fantasmas cibernéticos, los mismos que le llaman a las dos de la madrugada a preguntarle que “cómo se encuentra el día de hoy” y le piden sospechosamente actualizar sus datos.

La odio porque se extendió a todas las actividades de la vida diaria. Hasta las compras personales hay que decírselas a una maldita máquina en un total irrespeto por la intimidad, amén de la adquisición de ropa interior y la camisa que uno la quiere ver, tocar y hasta medírsela. ¡Pues no! Marque el código y la referencia y si le gustó bien y sino, ¡jódase!

Pero también la estoy empezando a querer a la virtualidad porque nos hace ahorrar tiempo y economizar en los desplazamientos. Porque se es más concreto y así no nos guste de a muchito se va al grano de inmediato. Porque acabó con las eternas antesalas que había que hacerle a un funcionario de esos que eran felices haciéndolo esperar a uno.

La quiero porque permite ‘laburar’ desde cualquier parte e inclusive nos salva de las reuniones en Bogotá para las cuales había que reservar día y medio para una sola vuelta, cumpliendo con la cuota de centralismo y aguantándose la culera bogotana.

Sí, ya sé que nos virtualizamos por obra y gracia de esta pandemia y que no hay vuelta atrás y ya todo se está virtualizando como el amor: recibí una invitación a una boda en la que el novio está en Vancouver y la novia en Popayán, hagan de cuenta los matrimonios por poder, pero esta vez con la pareja en vivo y en directo. Lo que no sé es qué va a pasar cuando el cura y luego de impartir la bendición de rigor, le diga al desposado, “puede besar a la novia”. ¿A quién diablos le imprimirá el esperado ósculo?

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