Columnista
La Minga y el arte del desorden
La Minga contemporánea no es un movimiento ancestral; es una construcción reciente de uso político-organizacional consolidada a partir de 2008.
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30 de nov de 2025, 01:35 a. m.
Actualizado el 30 de nov de 2025, 01:35 a. m.
En Colombia, pocas herramientas de presión colectiva han adquirido tanta efectividad política y social en tan poco tiempo como la minga contemporánea. La práctica ancestral preincaica, centrada en el trabajo colectivo y el bien común, se ha deformado en un mecanismo coercitivo.
La Minga contemporánea no es un movimiento ancestral; es una construcción reciente de uso político-organizacional consolidada a partir de 2008. Y, a diferencia de Perú, México o Ecuador —donde el indigenismo levantó un sólido andamiaje intelectual desde principios del Siglo XX con Arguedas, Mariátegui, Alegría, Rulfo, Castellanos, Gamio, Icaza y Aguilera Malta—, en Colombia aún no se ha producido un corpus equivalente.
Sin la estructura doctrinal y literaria que distingue a los movimientos indígenas andinos o mesoamericanos, la minga colombiana —liviana en su fundamento ideológico— busca sostenerse en símbolos: palos con plumas o cintas, banderas multicolores y panfletos que denuncian la usurpación sin plantear salidas reales ni aclarar que poseen el 31 % de la tierra del país. Emblemas que, dicho sea de paso, los incas jamás usaron; y que, lejos de ser una expresión artística, son marketing político.
Los pueblos indígenas del Perú y del Ecuador no recurren a esos símbolos; basta con una simple búsqueda de imágenes en internet para comprobarlo. Con la memoria aún viva de las masacres perpetradas por los grupos terroristas Sendero Luminoso y el MRTA, aprendieron a no dejarse instrumentalizar. Saben que sus movilizaciones pueden ser manipuladas por actores externos, lo que desvirtúa cualquier causa legítima. Lo que queda de Sendero Luminoso no ha logrado, en más de treinta años, cooptar nuevamente al movimiento indígena ni al obrero. En Bolivia, el declive innegable del movimiento indígena cocalero también lo dice todo.
Este año, el Perú registró ocho protestas indígenas, varias de ellas dirigidas —irónicamente— contra la minería ilegal que invade sus territorios. En Colombia, en cambio, buena parte de las movilizaciones indígenas y raizales apuntan a lo opuesto: despejar zonas de la presencia estatal, limitar la acción de las Fuerzas Armadas o exigir beneficios directos del Estado para sus ‘líderes’. Las cifras lo muestran con contundencia. Colfecar reportó más de 700 bloqueos en vías nacionales, equivalentes a 455 días de movilidad con pérdidas superiores a 1,9 billones de pesos. No son estadísticas abstractas. Lo saben los importadores y exportadores que deben traer su mercancía como un suplicio por las rutas desde y hacia Buenaventura y el Cauca.
La Minga y el arte del desorden se intentan consolidar frente a la poca rigurosidad académica. Pero si uno los observa sin adornos ni romanticismos, son como su narrativa, un producto empaquetado con fines netamente políticos: ¿De qué tamaño requiere su minga? ¿Una toma de carretera? ¿Un cerco sobre una gobernación? ¿Una ocupación de plazas con carpintería efímera? ¡Se le tiene! Por incómoda o amarga que sea la ironía, refleja un hecho: en una democracia, ningún grupo —indígena, campesino, sindical o estudiantil— puede funcionar como un poder paralelo que decide qué ciudad o institución se bloquea. Pertenecer a la minga es un derecho como la libre movilidad; la parálisis sistemática, no. Tampoco es arte.

Willy Valdivia Granda es director ejecutivo de Orion Integrated Biosciences y especialista en inteligencia artificial aplicada a la defensa, la salud pública y la seguridad nacional. Con más de 20 años de experiencia, ha colaborado con organismos internacionales, asesorado a la Unión Europea y liderado proyectos en América Latina, Europa, Asia, Medio Oriente y África. Actualmente, también se desempeña como profesor adjunto en una universidad de Estados Unidos.
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