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Las máquinas de coser

Estando en las que ando desde que aprendí a coser las palabras...

20 de noviembre de 2012 Por: Jotamario Arbeláez

Estando en las que ando desde que aprendí a coser las palabras en mi máquina de escribir, que es la celebración fetichista de la presencia desde el pie de mi cuna de la máquina de coser, hasta la vecindad de la cama donde tal vez estire la pata, tan sólo me faltaba recibir el mensaje del pintor Jorge Torres, que anda por los mismos aires del culto a la legendaria herramienta que no tiene patente de invención definida, donde me dice que “la música de la máquina de coser que arrulló mi infancia” también arrulló la suya, y me remite unas imágenes fantasmales cosidas con el instrumento que utilizaba su madre con el fin de mantener la familia unida en virtud del arte de sus costuras, en ambientaciones difusas donde hay unos puntos de referencia que pertenecen a esa memoria que todo lo desmorona.Esa máquina ante una mujer con levantadora entreabierta en el embarazo, la silla mecedora recibiendo una luz difusa, un gato para subrayar el misterio, un gramófono que emite más luz que música, un paisaje de páramo donde parece tiritar la máquina, un erótico torso desmembrado, la evocación en trazos de hilo de presencias que ya no están. ¿Y qué tal si me escribes unas palabras –me dice– ya que nos hermana el común pedaleo de quienes nos abrieron los ojos?Escribo lo que recuerdo y si alguien recuerda en su pintura lo mismo escribo sobre los recuerdos comunes, ahora que todo se va borrando, y no por falta de luz sino porque los objetos también se van. Cuando mi padre terminaba de coser en su máquina la cerraba y tapaba y era entonces cuando yo ponía encima mi máquina de escribir y empezaba a coser palabras. La madre de Jorge Torres cosía para no deshacer el tiempo, y para que sus hijos no se aburrieran les daba para jugar los carretes de hilo cuando el hilo se le acababa, los conos de cartón de los carretes o botones a los que ensartaban con hilos por los dos orificios y hacían rotar y enfrentar unos con otros, y no faltó que se tragaran algún botón sin ahogos qué lamentar. Era en los tiempos en que los juguetes eran más de imaginación que de cuerda, es decir, de piola, como cajas de madera que simulaban los carros, impulsados por los motores de la garganta. Conozco varios cuadros de Jorge donde es la constante la máquina de coser, en distintos estadios de una evocación que podría ser la fiesta de la tristeza, pues su obra es una elegía a su madre activando los pedales que él ahora activa con pinceles. No puede decirse que sea una obra contemporánea, como no puede serlo un tema que se remonta a un pasado que no pertenece ni al tiempo, y a un tratamiento donde la maestría es más la evocación que los elementos formales. Es un homenaje a mamá y a la máquina que activaron el tejido de la familia, pues recuerda el pintor que dominó los hilos antes que los colores, y en su época se hizo sus pantalones bota campana, y por eso se extraña que gente joven le inquiera ahora que por qué pinta tantos ‘cañones’. Me apasionan los artistas empecinados, los que toman un tema y lo agotan sin agotarse, Degas con sus balerinas, Renoir con sus bañistas, Botero con sus gordas, Obregón con sus cóndores, Grau con sus mariamulatas, Saturnino con sus billares, Abularach con sus ojos, Touluse-Lautrec con sus prostíbulos, Balthus con sus lolitas, Giangrandi con sus travestis.Mientras Jorge Torres siga pintando sus evocativas máquinas de coser, y alrededor de ellas sigan ambulando esos espíritus que alguna vez fueron carne de nuestra carne, yo no me cansaré de seguir pespunteando con esa empolvada alegría que da la nostalgia, La casa de las agujas.

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