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El jazz de Buga

Que a estas alturas y en medio del apocalipsis, la cultura de un pueblo esté empujada por la perserverancia, es otro de los paisajes que ahora me quedan inolvidables en la cartografía de Buga

27 de septiembre de 2020 Por: Jorge E. Rojas

A la mamá de mi mamá le gustaba llevarnos a Buga. Como ella se llamaba Dolores, ahora creo que desde niño tuve la sensación de que casi cualquier plan a su lado podía terminar en llanto. Pero ese nunca fue un paseo con peajes tristes. Nos íbamos en tren porque la abuela se ponía nerviosa andando en bus. En cambio sobre las poltronas del vagón, su gesto era regularmente manso y somnoliento. A mí también me gustaba dormir ahí. Me gustaba el ruido excesivo del motor, que sonaba como trueno pero nos empujaba tan despacio. Bah, no sé si era gusto; me arrullaba. Lo que sí recuerdo era el placer de despertar en medio de los paisajes que se asomaban al borde de la carrilera: sembrados de algodón, de soya, de sorgo. Por la ventana todo se veía amarillo trigo. Luego estaba el cielo. Yo leía en ese tiempo a Sandokán, y en mis delirios de niñez a veces abría los ojos soñando que ese era en realidad un viaje a otro mundo: las praderas de Mompracem, tal vez.

Las paradas eran fantásticas: hombres de todos los tamaños subían al vagón para ofrecer dulces que en la ciudad no existían en esas mismas formas, ni con esos colores ni mucho menos con esos bautizos: ¿A qué saben las solteritas, abuela? ¿Y los liberales? ¿A qué saben los frutos del árbol del pan? ¿Por qué la galleta costeña es más grande que las de Cali? Entonces el viaje comenzaba otra vez. Aunque el destino era La Basílica, con misa de diez y ascensión al camarín, yo iba interesado en todo lo de afuera. Las visitas al Milagroso eran además siempre un tropel expulsivo y asfixiante por lo que me parecía imposible que con esas condiciones Dios se pusiera a conversar conmigo. Mi interés era otro: subía al cielo cada que la panadería Doña Estella se nos cruzaba en los pasos y tenían repollitas en la vitrina.

Esa esquina en la Carrera 11 es otro templo de la adoración que tiene Buga. Las repollitas son una colación de harina con un poco de crema pastelera en el medio, que después de refrigerar sirven frías y con un rocío de azúcar pulverizada al tope: una delicadeza de la repostería en vía de extinción que allí preparan desde hace cuarenta años, junto a otro listado de delicias para las que los adjetivos pueden resultar insultantes.
Estando pequeño pasé algunas vacaciones en Buga, en la casa de mi tía Miriam, por lo que varios sabores de la época tienen esa ubicación en el mapa de mis recuerdos: después de ver cine en el teatro María Victoria, pan-cacho con Colombiana en una panadería que quedaba al lado, o a la vuelta. Y los fines de semana, pizza de una pizzería que quedaba cerca del patinódromo, donde me llevaban a correr por las tardes. Papas a la francesa en la piscina de los niños del Hotel Guadalajara. Pollo asado con papas cocidas y arroz blanco a la orilla del río. Pudo ser en la vía que conduce hacia La Habana. Fue hace mucho. Todavía no habían ocurrido las masacres: no estaba el miedo por esos lados, de las montañas apenas bajaban espirales de niebla y la lluvia. Ahora no rebonino con precisión esa edad feliz. Era un niño. Creía que ahí estaba el mejor lugar sobre la Tierra.

Desde hace diez años, Buga tiene también un festival de jazz. Es una hermosa obstinación de un amigo, Andrés Felipe Moncayo, que junto a su esposa se dio a la tarea de convertir en empresa la quijotada. Todavía lo están manteniendo prácticamente de su bolsillo, pero el festival cada vez crece más firme: el fin de semana pasado tuvo una transmisión por streaming del cierre de la edición número diez, para lo cual los músicos dieron un concierto desde la Arena Cañaveralejo, en Cali. Pequeño acto sublime: que a estas alturas y en medio del apocalipsis, la cultura de un pueblo esté empujada por la perserverancia, es otro de los paisajes que ahora me quedan inolvidables en la cartografía de Buga. De una u otra forma, siempre a lo largo de la vida he viajado por distintas circunstancias a ese lugar. Esta vez ocurrió a través de la música y la invitación de mi amigo. El vehículo siempre será lo de menos, un tren o un computador: siempre será bello volver. La última vez, hace unos meses, alguien me llevó a conversar con Dios de camino a Tuluá.