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Traición no, decepción

En tiempos donde la democracia liberal pasa por una de sus peores crisis luego del fin de la Guerra Fría, desentenderse de la política deja un enorme vacío de liderazgo desde la presidencia.

1 de noviembre de 2019 Por: Vicky Perea García

Los resultados de las elecciones del pasado domingo pasaron una cruda cuenta de cobro al Centro Democrático. El uribismo, así hubiera mejorado las cifras generales en términos de concejos, asambleas y alcaldías y gobernaciones menores, perdió en las principales ciudades del país. El propio Uribe reconoció en Twitter la derrota.

La responsabilidad de la derrota se le ha achacado en gran parte al presidente Duque. Que el partido del presidente en funciones tenga un desempeño tan penoso en las elecciones regionales refleja, por un lado, que la gestión del mandatario no es muy popular y, por el otro lado, que su liderazgo como jefe político es limitado. Al menos, eso es lo que puede deducirse sin escarbar mucho.

Y es cierto. Duque es un presidente con baja favorabilidad y poco ha hecho para dirigir a su partido hacia la victoria en las urnas. Pero detrás existen coyunturas políticas más complejas que señalan que Duque como tal no fue el gran perdedor, que el gobierno y el partido de gobierno son dos cosas distintas y que el escenario político hacia las próximas presidenciales se vaticina por fuera de la competencia predecible entre gobierno y oposición.

Duque no fue el gran perdedor simplemente porque no jugó. Su apuesta no pareciera ser la adopción del liderazgo de un movimiento político. Más aún, pareciera sentirse incómodo dentro del Centro Democrático, como si sus convicciones ideológicas fueran mucho más de centro que las del partido que lo llevó a la presidencia. Cada tanto se nota en salidas que dejan desconcertada a su bancada. La decisión reciente sobre el aborto, que ofendió a los cristianos del uribismo, es solo una de tantas.

Eso no quiere decir que Duque esté fraguando una traición al estilo de lo ocurrido con Santos al poco tiempo de llegar a la presidencia. Duque está lejos de pretender armar un rancho aparte y perseguir a su mentor.
El problema que tiene el uribismo con él no es de traición sino de falta de compromiso. El sentimiento es el de una amarga decepción porque se pensaba que teniendo presidencia se disponía de una plataforma para hacer política e imponerse sobre la oposición, en particular, sobre todo aquello que oliera a santismo y a izquierda radical.

El proyecto personal de Duque, por el contrario, no es el de la gran política. No se trata de competir por las mayorías en las elecciones, sino de administrar lo más eficientemente posible el Estado bajo las limitaciones de su capital político y de las capacidades suyas y de sus funcionarios. De allí a que sus proyectos de leyes y su agenda se haya reducido a los mínimos para no tener que depender de su partido en el Congreso.

Puede antojarse admirable, dados los antecedentes de corrupción y despilfarro de la clase gobernante, la posición de Duque como gobernante. Sin duda el país necesita de alguien en la presidencia que ponga freno a la mermelada. Pero su postura también entraña un enorme riesgo.

En tiempos donde la democracia liberal pasa por una de sus peores crisis luego del fin de la Guerra Fría, desentenderse de la política deja un enorme vacío de liderazgo desde la presidencia. Es un escenario favorable para todo tipo de fuerzas disruptivas, desde agitadores y manifestantes, que poco efecto por sí solos tendrían contra el sistema de gobiernos y de libertades, hasta populistas y autoritarios, que sí tendrían cómo sacar ventaja de la situación.

Sigue en Twitter @gusduncan