Gracias
Nunca imaginé mi vida sin El País. Crecí en sus instalaciones, de niño jugué encima de los rollos gigantes de papel, nada me emocionaba más que el sonido de máquinas de escribir, el entrar y salir de reporteros y fotógrafos, la magia del revelado en el cuarto oscuro, los teletipos escupiendo cables de noticias, la armada manual de cada página con regla y bisturí, el arranque de la rotativa a toda velocidad, el despacho del periódico.
He sido un afortunado. No se escoge donde se nace, ni quienes son los padres y abuelos. De no ser por Álvaro Lloreda, quien con sus hermanos decidieron fundar un periódico, y por sus hijos, entre ellos mi padre, Rodrigo Lloreda Caicedo, que continuaron el legado, no hubiese sido así. Contra viento y marea, mi abuelo, un gladiador incansable, le dio a Cali y al suroccidente del país, un diario próximo a cumplir 73 años continuos de existencia.
La experiencia de vivir y trabajar en un periódico no se explica fácil. El País era mi casa y sus empleados mi familia. En ningún lugar me sentía más a gusto; era mi polo a tierra. Escribía la suya como mi dirección permanente; nunca pensé que no sería así, que la tecnología revolucionaría la información y retaría a los medios, en especial a los impresos, y que no lograríamos como familia sostenerlo y transformarlo hacia el futuro.
Tristeza profunda por el desprendimiento, el cierre de un ciclo que nunca esperé ver y contribuí a cerrar. Alegre, porque el periódico continúa; esta fue nuestra obsesión en estos años aciagos, evitar a toda costa su desaparición. Nos aterraba que Cali, sitiada por la corrupción, y el Valle, una región olvidada, perdieran un medio tan importante, y nos mortificaba el escenario de cientos de empleados a la deriva y proveedores afectados.
Los medios de comunicación son empresas sui generis. Sin perjuicio de procurar ser rentables, tienen una responsabilidad social inconmensurable. Son un instrumento de servicio público, informativo y de opinión, cultural y de entretenimiento; las suyas son plataformas de construcción de sociedad y de valores, entre ellos, los de la democracia liberal: el cumplimiento de la ley, el respeto a las instituciones, la economía de mercado.
Colombia necesita con urgencia medios serios. Las bondades de la era digital han traído consigo liviandad. Al morir mi padre dijo: “Les solicito hacer todos los esfuerzos para salvar el periódico, que más que una empresa, es una misión. Es el aporte que la familia le hace a la comunidad para enfrentar con valor los agentes del mal, y un instrumento que bien manejado depara muchas satisfacciones que no siempre son económicas”.
Corresponde a otra familia de empresarios vallecaucanos tomar la posta de esa misión. Isaac Gilinski fue buen amigo de mi abuelo y Jaime Gilinski, su hijo, lo fue de mi padre. Toma las riendas de El País, Gabriel Gilinski, nieto de Isaac, un aguerrido empresario, comprometido en transformar el diario a partir del legado que recibe, consciente de la necesidad de seguir luchando por Cali y el Valle, y evitar que nuestra patria se disuelva.
Solo me resta decir gracias. Por lo afortunado que he sido de nacer y crecer con El País. Gracias infinitas a quienes lo hicieron posible; a los periodistas y empleados, incluidos los que tristemente ya no nos acompañan; a los anunciantes y a los lectores y a quienes le tendieron la mano en momentos difíciles. Gracias caleños y vallecaucanos por haber acogido al diario y hacerlo suyo, con sus aciertos y errores. Y gracias, en especial, a una mujer sin cuyo liderazgo y tesón, El País no existiría: María Elvira Domínguez Lloreda.