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A esperar el informe

Mientras unos esperan que la Comisión establezca una verdad oficial de los hechos, otros esperamos que presente los hechos diferenciando lo que es factual de lo que no es

19 de julio de 2020 Por: Francisco José Lloreda Mera

El exministro de defensa Juan Carlos Pinzón cuestionó la credibilidad de la Comisión de la Verdad y puso en duda la objetividad de la mayoría de sus integrantes, señalándolos incluso de tener “afinidades ideológicas o nexos con grupos armados”. Luego aclararía que no se refería a una “pertenencia, subordinación o lealtad ante los grupos armados”, aunque se ratificó sobre el sesgo que en su sentir tienen algunos de los comisionados.

La declaración encendió los ánimos de los críticos y partidarios del acuerdo con las Farc. Mientras unos pedían la renuncia del presidente de la Comisión, otros lo defendían y cuestionaban al exministro. Un tema controversial que amerita ahondar en el análisis, pues independiente de la objetividad de los comisionados el problema parte y radica en el alcance legal de la Comisión, que es confuso y se presta para todo tipo de expectativas.

El Decreto 588 de 2017, que crea la Comisión, establece unos objetivos y criterios, que en principio resultan razonables y que se sintetizan en contribuir al esclarecimiento de lo ocurrido durante el conflicto a partir de una explicación amplia de su complejidad, promover y contribuir al reconocimiento de las víctimas, y promover la convivencia en el territorio. Y señala, además, que tendrá un carácter extrajudicial. Hasta ahí, todo bien.

El problema surge cuando dice que espera que aporte a una paz “basada en la verdad”. ¿Cuál verdad? Debe distinguirse la verdad fáctica, irrefutable, por ejemplo, la existencia de las masacres de Bojayá, el Salado y Machuca, a manos de las Farc, las Auc y el Eln, respectivamente, de la “verdad” que surge de los testimonios, las interpretaciones y los análisis de “contexto, orígenes y causas del conflicto”, pues este es un terreno movedizo.

Lo es porque la memoria colectiva se construye sobre la de los individuos, que es frágil y selectiva, y como lo dice David Reiff, en Elogio del Olvido, “para que exista memoria colectiva debe haber un consenso sobre los hechos y su interpretación”, lo cual no es fácil, al punto que, con frecuencia, es utilizada para “legitimar una visión particular del mundo, de políticas y agendas sociales, y deslegitimar la ideología de los opositores”.

Y lo es, también, porque la historia lleva la impronta de quienes la escriben. Lo ha dicho el historiador Malcom Deas: “Los historiadores hallan a menudo sólo aquello que están buscando”. Es el caso de Colombia, cuya historiografía dominante sobre la violencia, responde, desde la década del 60, a una visión de centro-izquierda. A quienes se atreven a dar una lectura diferente, se les mira como a bicho raro. Esa ha sido y es la realidad.

De ahí la diversidad de opiniones. Mientras unos esperan que la Comisión establezca una verdad oficial de los hechos -en su fuero interno algunos aspiran justifique de algún modo la lucha armada-, otros esperamos que presente los hechos diferenciando lo que es factual de lo que no es, con sus distintas lecturas, dando voz a las víctimas por igual, y que no pretenda ser una “verdad histórica” ni “oficial”, ni llevarlo al currículo escolar.

El padre Francisco de Roux ha dicho: “No habrá una verdad de Estado, eso no existe. Lo que habrá es la búsqueda de un sentido comprensivo, de qué fue lo que nos pasó (…) y a partir de ahí tratar de encontrar un camino para reconstruir juntos un futuro para Colombia.” Confío en que así sea, pues conozco al padre de Roux y no dudo de su ética e integridad profesional. Será el informe final, sin embargo, a presentar el próximo año, el que establezca si hay sesgo o si la advertencia del exministro resulta ser infundada.

Sigue en Twitter @FcoLloreda

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