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Óscar López Pulecio

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Desde el fondo del tiempo

Como era también el centro del arte, de esos testimonios nace una nueva estética. Una vocación por lo abstracto, por la simplificación del diseño, por la deconstrucción del cuerpo humano a imitación del cuerpo de los dioses...

6 de enero de 2024 Por: Óscar López Pulecio

Tres presidentes de Francia han dejado su impronta en el paisaje urbano de París: George Pompidou con su Museo de Arte Moderno, inaugurado en 1977 y diseñado por Lorenzo Piano y Richard Rogers; Francois Mitterrand, con la pirámide de El Louvre, inaugurada en 1984 y diseñada por lhio Ming Pei; y Jacques Chirac con el museo etnográfico del Quai de Branly, inaugurado en 2006 y diseñado por Jean Nouvel, el único arquitecto francés de la lista.

Inaugurado hace casi medio siglo, el Centro Pompidou aún parece una fábrica con sus tuberías y ascensores al aire libre, y aún produce escándalo. Fue un ensayo de la arquitectura high-tec, con todas las innovaciones tecnológicas de la época, en un esfuerzo por modernizar y revitalizar el sector de Les Halles, el vientre de París. Alberga la mayor colección de arte moderno de Europa, y aún mantiene su carácter desafiante.

La pirámide de El Louvre, que es el techo de la entrada subterránea del museo en la mitad de la plaza de armas que lleva el nombre de Napoleón I, es una construcción espectacular, tanto por fuera como por dentro. Una mole enorme, transparente, que no impide la vista de los edificios de la plaza y que permite una visita más organizada del enorme palacio, y sus colecciones clásicas. La polémica sobre su construcción fue interminable.

Y el museo Quai de Branly, que es el nombre de la calle donde está, adonde fueron a dar las colecciones del Museo del Hombre y del Museo de Artes de África y Oceanía. Es una construcción ultramoderna, amigable con el medio ambiente, con una fachada cubierta de plantas, en medio de un gran bosque-jardín, a un paso de la torre Eiffel, que fue otra monstruosidad ya aceptada por la mayoría. Se accede a él por una rampa enorme que desemboca en unos grandes salones abiertos, en penumbra, de donde emergen los primeros balbuceos de las culturas no occidentales.

Lo interesante de esas edificaciones son sus vasos comunicantes. Se dice que Picasso se inspiró para hacer Les Demoiselles d’Avignon, que eran las prostitutas de esa calle en Barcelona, pintado en 1907 y obra clave del cubismo, en las máscaras africanas del Museo del Hombre. Un recorrido por el gran espacio del Quai de Branly, permite conocer el imaginario de las culturas primitivas de África y Oceanía, recogidas (¿expropiadas? ¿Robadas?) por los colonizadores franceses. Son tótem, figuras mágicas, que unen la simplicidad de su diseño, con el poder para comunicar un mensaje trascendente: los dioses tribales.

Allí en esos diseños está la génesis del arte moderno. Picasso, Brancusi, Calder, Giacometti. El arte moderno es como un retorno a esos orígenes, volver a descubrir la esencia de las cosas, ya logrado por culturas más primitivas que vienen del fondo de África y Oceanía, y del fondo del tiempo.

París era el centro del mundo a finales del Siglo XIX y principios del Siglo XX. El imperio francés y la industrialización de Francia en su apogeo. Allí fueron a dar los testimonios de las exploraciones de mundos primitivos, conquistados por la superioridad técnica de Occidente. Como era también el centro del arte, de esos testimonios nace una nueva estética. Una vocación por lo abstracto, por la simplificación del diseño, por la deconstrucción del cuerpo humano a imitación del cuerpo de los dioses de los mundos primitivos. El Louvre es solo un paréntesis entre el Centro Pompidou y el Quai de Branly, que son una sola y misma cosa.

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