Columnista
Camaradería
Se construye en la rutina; en cómo saludamos cada mañana, en sí compartimos la información, en cómo reaccionamos cuando alguien se equivoca o cuando un logro es colectivo.
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25 de nov de 2025, 02:16 a. m.
Actualizado el 25 de nov de 2025, 02:16 a. m.
En nuestro mundo individualista, la camaradería parece un valor antiguo, casi romántico. Sin embargo, las mejores experiencias rara vez ocurren en soledad. Necesitamos a otros para celebrar, para aprender y, sobre todo, para sostenernos cuando las cosas no salen bien. La camaradería es ese vínculo que nace cuando compartimos tiempo, proyectos y vulnerabilidades con otras personas, y convierte un simple grupo en una verdadera comunidad.
No se trata solo de ‘llevarse bien’, sino de construir relaciones donde uno puede confiar, pedir ayuda y también corregir o ser corregido sin miedo a ser rechazado. En un equipo de trabajo, en una familia, entre vecinos o amigos, la camaradería se nota en los pequeños gestos: quien se queda un rato más para ayudar al otro, quien escucha sin juzgar, quien se alegra sinceramente por el logro ajeno. Es una fuerza silenciosa que no aparece en ningún informe de gestión, pero que sostiene casi todo.
Para que exista, la camaradería necesita un suelo firme de honestidad. No es posible construir vínculos sanos sobre la mentira o la manipulación. La honestidad no es brutalidad ni licencia para decir cualquier cosa; es la capacidad de ser transparentes con nuestras intenciones, reconocer errores y evitar las dobles agendas. Cuando alguien sabe que puede creer en tu palabra, se abre un espacio distinto: se relaja la defensa, aparecen las preguntas difíciles y se fortalece la confianza mutua.
El respeto es el segundo pilar. Vivir en comunidad implica aceptar que el otro piensa distinto, siente distinto y actúa distinto. Respetar no significa estar siempre de acuerdo, sino reconocer la dignidad del otro incluso cuando disentimos. En la práctica, el respeto se expresa al no ridiculizar, no humillar, no minimizar. También en gestos sencillos: llegar a tiempo, cumplir promesas, cuidar el tono. Son detalles que parecen menores, pero que dicen ‘me importas’ mucho más que cualquier discurso.
La empatía completa este triángulo. Es la capacidad de intentar mirar el mundo desde los ojos del otro. No siempre podremos comprender del todo lo que alguien vive, pero el simple esfuerzo por acercarnos a su experiencia ya transforma la relación. Cuando somos empáticos, dejamos de preguntarnos solo ‘¿qué quiero yo?’ y empezamos a preguntarnos también ‘¿qué necesita esta persona?’. Desde esa mirada, las conversaciones se suavizan, los conflictos se gestionan mejor y la comunidad se vuelve un lugar más habitable.
La camaradería no se decreta en un manual ni nace de una actividad recreativa aislada. Se construye en la rutina; en cómo saludamos cada mañana, en si compartimos la información, en cómo reaccionamos cuando alguien se equivoca o cuando un logro es colectivo. Cada día ofrece pequeñas oportunidades para fortalecer o erosionar ese lazo.
Cuidar la camaradería puede parecer ingenuo, pero es todo lo contrario: es una decisión profundamente práctica. Los equipos con lazos sólidos resisten mejor las crisis, las familias con vínculos honestos sufren menos rupturas silenciosas y los barrios donde la gente se conoce y se respeta son más seguros y más humanos.
El mensaje para llevarse es simple, pues la camaradería no es un lujo emocional, es una necesidad social. Cuidar la honestidad, el respeto y la empatía en nuestras relaciones diarias no solo nos hace mejores personas; también mejora, lentamente, día a día, el pequeño mundo que habitamos.
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