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Aventuras y odiseas de una mujer promotora del turismo carcelario

Se trata de la paisa Marina Velásquez, quien realiza viajes los fines de semana a varias cárceles del país.

6 de octubre de 2015 Por: Alda Mera | El País.

Se trata de la paisa Marina Velásquez, quien realiza viajes los fines de semana a varias cárceles del país.

Ellas no van a un hotel cinco estrellas ni tienen todo incluido.  Su maleta no lleva bronceador ni ropa de playa. Su viaje no es de vacaciones ni de negocios.  Y cuando llegan a su destino, no las reciben amables botones y recepcionistas sonrientes: las espera personal de seguridad que les requisan hasta los pensamientos. Ellas sí van de turismo, pero turismo carcelario. La expresión parecería una ‘colombianada’ más. Pero es  una idea de servicio que le surgió a Marina Velásquez, una  paisa para más señas, arriesgada y emprendedora para sortear las dificultades de la vida, y  de corazón noble cuando las dificultades tocan a otros. Hace 20 años   Marina iba a visitar a un hijo recluido en la cárcel de Bellavista, en Bello, Antioquia.  El muchacho era conductor y lo buscaron para llevar un carro de Medellín a Itagüí. “Y resultó que el carro era robado. Pero ¿quién paga si lo cogen con ese carro ajeno? pues mi hijo”, dice esta mujer con su acento paisa  genuino. Una de esas tardes se enteró de  un traslado masivo de internos a la cárcel de Montería. Y todas las mujeres, novias, mamás que habían ido a ver a sus seres queridos en el penal, lloraban y se lamentaban de no poder ir a visitarlos. Entonces, saltó la guía turística que doña Marina lleva dentro. De hecho, había trabajado con una amiga  en viajes por todo el país. Ella se sabía la historia de Blas de Lezo si iban a Cartagena o la de Efraín y María si venían a la Hacienda El Paraíso en el Valle del Cauca. Tan  rápido como un paisa lo haría, mandó imprimir  volantes y los pegó en la cárcel y los repartió entre los guardianes del Inpec. Y como de tanto verse en  las filas ya  conocía a las visitantes más asiduas, las reunió y les comentó  que ella podía contratar un bus y organizarles un viaje. Esa fue su primera ruta  de turismo carcelario, en 1995. Después, organizó otros recorridos, esporádicos. Sin embargo, de un tiempo para acá, “vi la necesidad de hacer más viajes porque cada día  no ve que salen diez en libertad, pero entran 200”, dice sin rodeos esta mujer que  ha ampliado sus rutas de “visita conyugal” con salidas desde Medellín, Barranquilla, Bogotá y Cali hacia 17 cárceles de igual número de ciudades en Colombia. Toda una empresa turística. “Desde que se alborotó lo  de las bacrim y tanta gente más”, ahora no da abasto con  sus excursiones a los penales.  Hay fines de semana que salen tres o cinco viajes a distintos destinos. Como no puede ir a todos, delega a su hijo –que salió a los dos años porque el abogado demostró que solo fue “un  gancho ciego”–  a su sobrina o a sus conductores de confianza. Los viajes que no fallan cada ocho días son las de las cárceles de máxima seguridad: Puerto Triunfo, en límites entre Antioquia y Boyacá; La Dorada (Caldas), Picaleña, de Ibagué; La Pola, en Guaduas; La Picota, de Bogotá y obviamente, la de Cómbita, Boyacá. Eso es lo que la impacta: que estas mujeres hagan recorridos de nueve, doce, quince horas en un solo trayecto los sábados, para compartir  con el interno  una hora de un  domingo cada mes, según la norma en las cárceles de máxima seguridad. Y luego les toca esperar a que salgan las demás –las visitas son por turnos–, y  devolverse en la noche para llegar a trabajar el lunes. “Es un sacrificio muy grande”, dice la gestora de tan singular idea de negocio, aunque ella enfatiza en que es un servicio que le da “para vivir bien dentro de la pobreza”. En semana,  le colabora a su hijo en su negocio de comidas rápidas  y el  fin de semana, acompaña el viaje de estas mujeres que visitan presidiarios. Se refiere a que la mayoría de sus pasajeras son mujeres sin recursos económicos, madres cabeza de hogar y los pasajes cuestan. Muchas dejan de pagar el arriendo o los servicios para poder  viajar. “Lo que más me duele es que cuando hacemos escalas para comer, muchas no se bajan del bus porque no tienen con qué tomarse una gaseosa”, dice doña Marina. Su plan  incluye transporte terrestre en un bus con aire acondicionado y baño para poderse duchar y cambiar de ropa. Pero como toda una guía turística, ella  se va a hoteles de “media estrella” y pide descuentos para ayudarles cuando tienen que pasar la noche en la mitad del camino y bañarse. Igual hace con la alimentación. Ve que esas mujeres se comen un chuzo y les cuesta $4000; entonces  habla y negocia  almuerzos ejecutivos para 40 personas, a  $8000 cada uno, pero a ellas se los deja a $5000 y ella pone el resto. “Trato de ahorrarles lo que más puedo porque me da pesar con ellas y prefiero tener una entrada poquita, pero fija y que ellas puedan ver a su familiar”, dice reconociendo que es una especie de “fidelización con la clienta”. Por ejemplo, si arma un viaje desde Medellín al penitencial Las Heliconias, en Caquetá, son 20 horas de camino. Hay que quedarse en alguna parte y  comer algo.  Y si el recorrido es de  Medellín a la cárcel de Jamundí, como lo hizo recientemente, el pasaje costaría $115.000. Pero con su plan de turismo carcelario les sale a $90.000.  Desde hace un año empezó a cubrir  rutas desde Cali, porque ha visto que en  las cárceles “hay mucha  gente del Valle”. En efecto, tiene pasajeras de Buenaventura, Palmira, Tuluá y otros municipios. Cada mes y medio le sale un viaje desde la capital vallecaucana. ¿Cómo ha hecho  sostenible un negocio tan atípico? “Con un código:  mucho  respeto porque uno no sabe quién es el que está en la cárcel”,  sentencia esta mujer que a  sus clientas las trata de “mis reinas”, “lindas”, “princesas”, “muchachas”. Y ellas dicen que se sienten desprotegidas cuando doña Marina no es su acompañante de viaje. Sin embargo, la experiencia le enseñó   que cada pasajera le consigne el costo del tiquete en una cuenta bancaria. Cuando recibía en efectivo, le llegaron a  meter billetes falsos y cuando ella le iba a pagar al conductor, se daba cuenta porque “muchas también están enredadas en la actividad delictiva”. Y sucede en todos los estratos, aclara. También van a  ver  ricos, como los mafiosos, pero solo que  no viajan en este viaje colectivo,  van en sus carros. Y llegan a hoteles cinco estrellas, no se mezclan con estas otras  mujeres. “Pero una vez sí me tocó llevar a Valledupar a las esposas de unos caciques en una  van exclusiva para ellas”, recuerda y comenta: “Esas visitan a los que sacaron provecho de los más  pobres ,  que son los que envían la droga,  y ellos,  los que reciben la plata del narcotráfico”.  Pero hay situaciones que se le salen de las manos. Marina nunca les pregunta a quién van a visitar  ni qué delito cometió el recluso ni cuánto tiempo cumplen de condena. “Yo tengo mi ética, solo presto un servicio público, y en  ocasiones me han coincidido  dos y hasta cuatro mujeres que van a visitar al mismo preso”, cuenta ella. Cómo olvidar aquel viaje en que iban de Medellín a La Dorada, cuando  la armonía del bus se rompió con palabrotas y forcejeos al encontrarse la esposa y la amante de un interno –así les llama ella, por ética– y cuando miró para atrás, estaban agarradas del pelo y dándose duro. “ ‘Vos que te la pasas con mi marido’ iba y ‘es que la esposa soy yo’ venía, ‘pero es que yo tengo un hijo con él’, volvía la primera y me fue difícil calmarlas”, cuenta con gracia la particular  agente de viajes. Cuando llegaron, ambas despelucadas,  una  con un ojo ‘colombino’, otra arañada, una  pellizcada y la otra hasta mordida (casi le arranca una oreja), mirándose feo, cada una  insistía en que iba a ingresar al penal. Al final, dejaron entrar a la esposa, y a la otra le negaron el paso, cuenta ella. “Qué problema para convencerla de que regresara a Medellín, que entendiera que no tenía sentido quedarse allí afuera todo el día y después de mucho repetirle, accedió”, relata doña Marina. En cada viaje  le toca capotear toda clase de mentiras. Un día una señora le preguntó que ‘qué falta sería la que había cometido su esposo en la cárcel, que le habían prohibido la visita conyugal por un año’. Lo que la señora no sabía era que se trataba de  una  farsa del marido para que lo visitara  la otra.  También le ha tocado ver madres o esposas que pasan de visitantes a reclusas.   “Vi una joven, con  dos niños pequeños,   que por tratar de ingresar drogas al penal. Es triste, muy triste”, se lamenta. Pero lo más dramático es cómo muchos internos extorsionan a sus propias familias, madres, o esposas. “Le dicen que no vengan a verlos, que mejor les manden la plata del viaje porque los están amenazando en el patio, que los van a chuzar y es mentira”, cuenta. Ella  conoce a una madre de familia que lava pisos y con lo poco que gana  va a ver a su hijo único. El muchacho  le exigió un   televisor y unos tenis finos,  pero él  todo lo vende para fumar  vicio. Para evitar líos,  ha adoptado unos códigos de conducta en el bus.  Que las muchachas no se sienten adelante, porque distraen al conductor. No consumir licor en el viaje. Esa regla la aprendió desde una vez que ella quiso tener una atención con sus “reinas”  por ser día de Amor y Amistad y  les regaló una garrafa y “las muchachas” después compraron otra. Una de ellas  fue de ‘teléfono roto’ y le comentó a su marido, que de inmediato la llamó desde la cárcel a hacerme el reclamo. “Cómo así que usted  estaba regalando aguardiente en el bus. Usted no sabe quién soy yo”, recuerda que la amenazó. Entonces surgió la otra regla: Todo lo que pase en el bus, se queda en el bus. Cuando están a bordo, cual auxiliar de vuelo, les recita esas normas y remata: “Sus maridos pueden ser los caciques en los patios, pero en el bus la cacica soy yo”, sentencia con el don de mando de la típica matrona paisa que se le mide a todo, incluso al turismo carcelario. Cárceles a visitarLas salidas de turismo  carcelario son desde Medellín, Cali, Bogotá y Barranquilla.Las rutas van  desde alguna de esas capitales a los penales de Girón, Santander; Popayán; Valledupar, Puerto Triunfo, La Dorada, La Picota, La Modelo; La 40 de Pereira, Picaleña, de Ibagué; Cómbita, Boyacá; Acacías, Meta; Yopal, Casanare; La Pola, en Guaduas (Cundinamarca), Piedras Blancas en Calarcá y Bellavista y Pedregal en Medellín.

 

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