RAFAEL ARAÚJO
Rafael Araújo Gámez: las simpáticas anécdotas de un escritor que narra fútbol
Tras retirarse de la radio, Rafael Araújo se propuso ser un escritor de todos los días. Su más reciente libro confirma que aquello no eran simples promesas.
Diario de una pasión
El gol más triste que narró Rafael Araujo Gámez se anotó en la noche del 31 de octubre de 1987, en el estadio Nacional de Santiago de Chile. Jugaban América de Cali y Peñarol por la final de la Copa Libertadores.
La historia es ampliamente conocida entre los aficionados del América.
Cuando faltaban apenas segundos para la finalización del partido y alzar con ese empate a cero el título continental, el uruguayo Diego Aguirre aprovechó un balón lanzado a cualquier parte después de un mal rechazo, eludió a un defensa, y ante la salida desesperada del portero Julio César Falcioni sacó un remate fortísimo, anotando el gol con el que Peñarol se quedó con el campeonato.
En Cali, la transmisión del juego se seguía por radio en algunos barrios, debido a un corte de la energía. Justo en el momento en que los hinchas salían de sus casas a celebrar el inminente título del América, Rafael Araújo Gámez se lamentaba ante el micrófono con su voz caribeña:
– Noooo Dios mío, noooo Dios mío, golllll de Peñarollll.
Sentado en la sala de su apartamento en el oeste de Cali, Rafael reconoce que fue una noche terrible para él. Enseguida, sin embargo, se sonríe travieso y recuerda una anécdota “que no sé si se pueda publicar”, como para espantar de nuevo el amargo recuerdo de aquel gol.
En ese entonces, dice, los periodistas que viajaban a cubrir los partidos del América en el exterior se hospedaban en el mismo hotel donde se alojaba el equipo, cuando el director técnico, el médico Gabriel Ochoa Uribe, lo permitía. Fue el caso de aquella final.
Cuando Rafael llegó al restaurante del hotel después del partido, se encontró con los jugadores en la cena. El médico Gabriel Ochoa Uribe supervisaba los pedidos, no fuera que encargaran un postre o porciones excesivas.
– Era muy celoso con eso.
En esas pasaba un mesero y Ochoa lo detuvo para decirle:
– A ese señor que está al fondo (el jugador paraguayo Juan Manuel Batagglia) llévele dos huevos fritos.
Cuando el pedido llegó a la mesa, Batagglia le preguntó al médico por qué le enviaban dos huevos que él no había pedido.
– Esos son los que te faltaron en el partido – le respondió Ochoa.
Rafael, como buen costeño – nació en la bahía de Santa Marta – prefiere en todo caso no darle demasiada importancia a esos días que no se quieren recordar y en cambio sí rendirle tributo a la alegría.
Ahora menciona la noche del 21 de abril de 1981, cuando cantó el gol más emocionante de su carrera como narrador deportivo. En el estadio Monumental de Buenos Aires, Willington Ortiz marcaba la segunda anotación con la que el Cali le ganó 2-1 a River Plate.
Era, para empezar, la primera vez que un equipo colombiano ganaba en ese estadio. Era, además, River Plate, algo así como la selección Argentina de la época, campeona del mundo en 1978. Y encima el arquero era Ubaldo Fillol, ‘El Pato’, considerado uno de los mejores porteros de la historia. Willington, con un enganche, lo dejó con una rodilla en el suelo, mientras Rafael, de pie en la cabina, gritaba el gol a todo dar.
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Aunque quizá hay una anotación que le compita. Sucedió en Asunción, Paraguay. En el estadio Defensores del Chaco se enfrentaban Deportivo Cali y Cerro Porteño. Había tanta gente, que el presidente del Deportivo Cali, Álex Gorayeb, no tenía dónde sentarse. Rafael y el comentarista Óscar Rentería le permitieron ver el partido desde la cabina de transmisión.
Así narraba los goles Araújo:
Cuando el Deportivo Cali anotó, y Rafael comenzó a decir su característico “Cali, Cali, Cali, Caliiiii”, Gorayeb le arrebató el micrófono y cantó el gol para todo el país de la misma manera: “Cali, Cali, Cali, Caliiiii”.
El libro de cuentos que acaba de lanzar Rafael se llama precisamente ‘Fútbol, relatos de una pasión’.
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Rafael advierte que pertenece a un signo zodiacal “ya extinguido”: Virgo. Nació el 8 de septiembre de 1942 en el hospital San Juan de Dios, y tuvo dos mamás: su madre, Matilde Gámez, y su hermana, Josefina, doce años mayor que él.
Rafael prefería quedarse en casa leyendo que salir a jugar con sus amigos. Tal vez fue eso lo que hizo de él “un niño gordito”. Su papá, Rafael Araújo Meza, quien fue Contralor del departamento del Magdalena, le regalaba comics de Batman o Superman, novelas de Agatha Christie, y un libro que lo marcó: ‘Corazón, diario de un niño’, del escritor italiano Edmundo de Amicis.
Cuando no leía, Rafael escuchaba radio, sobre todo las narraciones de Carlos Arturo Rueda. Fue quien se inventó la locución deportiva en Colombia. Y entre lo que leía, y lo que escuchaba, Rafael comenzó a imaginarse partidos de fútbol y carreras de caballos que iba narrando por ahí, en los pasillos de la casa, solo, imitando a Carlos Arturo. Pensaron que estaba loco.
Ya en ese momento su voz comenzaba a consolidarse. Era un tono potente, una narración rápida pero clara, con una vocalización perfecta. Como a su papá le gustaba escuchar declamadores, Rafael lo complacía declamando poemas en las reuniones familiares, algo que, está seguro, le ayudó a narrar rápido, pero pronunciando con precisión cada palabra.
Además, vivía a dos cuadras del mar. Para hacerse escuchar con el sonido de las olas de fondo, debía hablar fuerte. Unos años después todo se perfeccionó aún más cuando una fonoaudióloga le enseñó a respirar por la nariz al tiempo que cantaba un gol. Rafael puede gritar goooollllllllllllllll durante minutos sin inmutarse.
En esos días en que sí salió con sus amigos de la cuadra, comenzó a narrar de nuevo partidos de fútbol y carreras de caballos que solo estaban en su cabeza. Un amigo le dijo que en la Voz de Santa Marta, una de las emisoras de la ciudad, anunciaron un concurso para locutores. El que ganara, comenzaba a trabajar en la emisora.
Rafael fue a ver “cómo era la vaina”, y ganó. Entre las 7:00 de la mañana y la 1:00 de la tarde iba a clases en el Liceo Celedón – el mismo donde estudió el compositor Rafael Escalona – y desde las 2:00 de la tarde, hasta las 8:00 de la noche, hacía turnos en cabina anunciando discos y conduciendo programas.
Otros amores
En la sala del apartamento de Rafael hay cuadros del pintor Diego Pombo, de una de sus hijas, Doris, que también es pintora, fotografías de Fernell Franco, bodegones, reproducciones. Le gusta el arte. Es una manera de alimentar el espíritu, dice.
– El que se queda en tierra, jamás se eleva.
En una de las bibliotecas - hay varios estantes de libros en las habitaciones del apartamento – exhibe una colección de gorras. Las utiliza para protegerse del sol y de la fama. Cuando sale sin cachucha siempre le pasa que un aficionado al fútbol lo reconoce y le pregunta por el resultado de un partido de hace 20 años o le pide que cante un gol.
Alguna vez un médico, en un cóctel, le pidió lo mismo. Rafael le dijo que por supuesto narraba el gol, pero a cambio debía operar a alguien de las amígdalas “o de alguna vaina” allí mismo. Era una forma de seguir el consejo que le dio su otorrino, Pedro Blanco, para cuidar la voz: “no cantes goles donde no te paguen”.
El celular es otra manera de blindarse. Cuando Rafael llama, en la pantalla de su interlocutor siempre dirá ‘Número oculto’. A su operador de telefonía le pidió que fuera así para evitarse otro problema: tanta gente tenía su número, que a veces lo llamaban borrachos a las 4:00 de la mañana para preguntarle cómo había quedado la final de 1983 o cuántos goles había anotado Anthony ‘el pipa’ de Ávila con el América.
Dormir bien además es imprescindible para quien se levanta desde las 5:00 de la mañana a escribir, hasta las 8:00 a.m. Es el horario que se impuso desde que se retiró de la radio, a finales de 2018. Después de desayunar, retoma el manuscrito hasta la 1:00 de la tarde. En la noche corrige, o sigue escribiendo, “si me provoca”.
Las tardes de los miércoles se las dedica al cine. Desde hace 15 años Rafael se reúne ese día con un grupo de amigos para ver películas. El grupo se hace llamar ‘Los sospechosos de siempre’.
No hay tiempo de llorar
En Santa Marta, Rafael iba al estadio Eduardo Santos todos los domingos para ver a su equipo, el Unión Magdalena. Lo acompañaban dos primos. El fútbol era una pasión más, junto a la literatura y la radio. Incluso coleccionaba álbumes con las figuras de los jugadores del Unión. Las figuras venían en dulces que Rafael compraba con devoción.
En una ocasión, mientras hacía un turno en la Voz de Santa Marta, le dijo al narrador de la emisora, un señor de apellido Olarte, que le diera un “chico” en la transmisión de los partidos. Olarte le dijo sí, pero para eso Rafael debía pedirle a la gerencia la autorización para ser la voz comercial en las transmisiones de fútbol. El dueño de la emisora aceptó.
El domingo siguiente, durante el partido del Unión Magdalena, Rafael leyó los comerciales con perfecta dicción. Estaba tranquilo. De un momento a otro, Olarte le pasó el micrófono:
– Narra durante cinco minutos.
Rafael comenzó a temblar. Apenas pudo mencionar a un par de jugadores y describir una que otra jugada. No duró ni siquiera tres minutos. Soltó el micrófono. Cuando terminó la transmisión se disculpó con Olarte. Él le dijo que todos empezaban así, con dudas.
– Prepárate para que el próximo domingo narres cinco minutos completos.
Efectivamente, a la semana siguiente le volvió a pasar el micrófono. Ese día Rafael narró durante 15 minutos. Olarte debió quitarle el micrófono.
El director artístico de la emisora de la competencia, Ondas del Caribe, lo escuchó. Un par de días después lo contrató para narrar los partidos del Unión Magdalena tanto de local como de visitante.
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En su estudio, Rafael lee en voz alta el manuscrito de su libro ‘Fútbol, relatos de pasiones’. El primer cuento se titula ‘Cuando la noche se tiñó de rojo’.
– Una tragedia en un estadio entristece al fútbol –dice con el tono y los gestos teatrales de quien declama.
Aquel primer cuento narra la historia de la tragedia ocurrida en el estadio Pascual Guerrero el miércoles 17 de noviembre de 1982, cuando se enfrentaron Deportivo Cali y América. Al final del partido, que terminó 3-3, alguien orinó desde las alturas de la tribuna sur, lo que provocó una estampida que dejó 24 muertos y 163 heridos. Rafael narró el partido.
El libro en parte es eso: relatos de experiencias que lo marcaron en el fútbol y de las que de alguna manera necesitaba respuestas. Como saber quiénes eran los que se orinaron en la tribuna. Se los imaginó cerveceros consagrados. Los llamó Antonio, Sigifredo y Ananías, obreros de construcción, hinchas del América.
Otro de los cuentos, ‘El último tranvía’, cuenta la historia del suicidio de un jugador de fútbol; también hay un relato de un delantero que aseguraba que marcaba goles por una cábala: tener una estampita de un santo en las medias. En el cuento ‘¿Hablamos en español?’, Rafael se pregunta por qué Dios o lo que haya creado el mundo no nos incorporó un chip que nos permitiera llegar a cualquier país y hablar su idioma.
En su caso viajó por todo el planeta para narrar nueve mundiales de fútbol, decenas de copas libertadores, copas América, suramericanos. Tal vez por eso cansó de las multitudes. No volvió al estadio.
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El padre de Rafael anhelaba que estudiara Derecho. Con el dinero que cobró por narrar un nacional de básquetbol, $1500, pagó su matricula en el Externado de Colombia, en Bogotá, un mes después de que su papá falleciera. Para pagarse los semestres, Rafael trabajaba sábados y domingos de 12:00 de la noche a 6:00 de la mañana en Radio Santa Fe. Además, para Ondas del Caribe, seguía narrando los partidos del Unión Magdalena tanto de local como de visitante. Viajaba cada domingo donde estuviera el equipo. Así hasta que se casó con Beatriz Angarita, su amor eterno.
Completan 50 años de casados. Casi seis de novios. Tres hijos. Ella trabajaba en Telecom Santa Marta, y Rafael vivía a mitad de cuadra. Un día la vio pasar y él se dijo: ¡Epa! Decidió seguirla, preguntarle cómo estaba, cómo se llamaba, decirle qué bonita estaba.
Con el matrimonio, Rafael se dedicó a trabajar y suspendió sus estudios. Primero narró partidos del Junior en la emisora Riomar de Todelar, en Barranquilla. Después pasó a Caracol, donde hizo parte de la ‘cadena costeña’ liderada por el narrador Édgar Perea que transmitió los Juegos Panamericanos de Cali en 1971. Un año después Caracol le ofreció un sueldo generoso para que trabajara en la ciudad.
Debutó en el estadio Pascual Guerrero en un juego entre Cali y Millonarios, junto al que sería uno de sus grandes amigos e incluso socio: el comentarista Óscar Rentería Jiménez. Días después se les uniría Mario Alfonso Escobar, el ‘doctor Mao’, y conformaron el Combo Deportivo de Caracol. Su objetivo era arrebatarle la sintonía a quien “la tenía toda”: el narrador Joaquín Marino López.
Entre ‘Mao’, Rentería y Rafael diseñaban diferentes estrategias. Rafael escuchó en casa de un amigo, José Pepín, la narración de un gol de un narrador brasileño. Cada que la selección Brasil anotaba, el narrador decía lentamente: “gol de Brasil, Brasil, Brasil”. Rafael ensayó algo parecido, pero con rapidez: “Cali, Cali, Cali, América, América, Américaaaaa”…
Cuando empezó a narrar con esa potencia y esa aceleración nítida, los aficionados del segundo piso del estadio Pascual Guerrero, donde están las cabinas de transmisión, se voltearon a mirar quién era ese loco, al tiempo que cambiaban el dial para ubicarlo.
Para demostrarle a esos aficionados que estaba del lado de los equipos locales, pensó en burlarse del arquero rival. Entonces, cuando Cali o América anotaban un gol, se escuchaba en la transmisión un bebé llorando y enseguida Rafael diciendo: “no, no no ‘Jet’ Mosquera (o el nombre de cualquier arquero de los equipos visitantes) ya no hay tiempooo de llorar, el balón duermeee en la reddddd. Marcador en Cali: América 1, Millonarios 0”.
A decenas de las figuras de los equipos les puso apodos que los hinchas jamás olvidaron. A Jorge Ramón Cáceres, del América, lo bautizó como “la fiera” por su capacidad para acechar el arco contrario; a Adolfo Andrade, del Cali, lo llamó “el rifle” por su potente pegada. A Néstor Salazar le llamó ‘Palmira’, por el lugar de su nacimiento. A Orlando Maturana le decía ‘el Pony’ por su baja estatura.
En una ocasión, ‘el Pony’ se encontró con Rafael en una fuente de soda. Le dijo que por favor no lo llamara más así, que él no era ningún caballo. Rafael se comprometió en que no volvería a mencionar el apodo.
Durante varios partidos cumplió su promesa. Hasta que Orlando lo contactó de nuevo y le dijo:
– Por favor, Rafael, vuelva a decirme ‘Pony’ Maturana, que la gente me reclama porque usted no me volvió a llamar así.
Era tanta la sintonía de Rafael Araújo Gámez en la ciudad, que Mario Alfonso Escobar dijo alguna vez durante un partido: “Es el narrador que Cali consagró”.
Sin embargo, pese al reconocimiento, y su amor por la radio, jamás perdió su vocación como escritor. Publicó un libro de poemas, ‘El correr de los días’, editado por la Universidad del Valle, mantuvo columnas sobre literatura en Occidente y El País (la columna se llama ‘Libromanía’), lanzó la novela ‘Baila negro’ con la Universidad Libre (mientras escribía escuchaba a Rubén Blades y al Grupo Niche), acaba de lanzar ‘Fútbol, relatos de pasiones’.
Desde que se retiró de la radio se propuso ser un escritor de todos los días, al punto que en la puerta de su estudio pegó con cinta una hoja con un mensaje para quien esté en el apartamento:
“La puerta cerrada es una manera de decirle a los demás y a ti mismo que vas en serio. Te has comprometido con la literatura y tienes la intención de no quedarte en simples promesas”.