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Un viaje a la Guajira melódica y ancestral

A pesar de ser tan nuestra, la península de la Guajira es un mundo poco conocido para el resto del país. Dominada por la presencia de la etnia wayúu es además el territorio de Francisco El Hombre, figura simiente del vallenato.

13 de abril de 2014 Por: Ricardo Moncada Esquivel | Periodista El País

A pesar de ser tan nuestra, la península de la Guajira es un mundo poco conocido para el resto del país. Dominada por la presencia de la etnia wayúu es además el territorio de Francisco El Hombre, figura simiente del vallenato.

Una fuerte brisa cálida resopla en Riohacha, en plena península Guajira. Los vientos alicios cumplen allí su eterna tarea de resecar ese territorio dominado por la cultura wayúu, estirpe de hombres y mujeres que, como si estuvieran hechos de sal y de arena, han sobrevivido a la invasión de los españoles de la Conquista y a los arijuna (hombres blancos), de origen criollo y árabe. La cultura wayúu ha permanecido sólida y sigue dominando poco más de 15.000 kilómetros cuadrados del territorio Guajiro en Colombia y otros 12.000 en tierras venezolanas. Lo ha logrado gracias a ese sistema de vecindarios que son las rancherías, integradas por personas dedicadas al pastoreo, la pesca, la caza y el comercio principalmente. Una de ellas es la ranchería el Divi Divi, ubicada a escasos 40 minutos del casco urbano de la capital guajira. Elevado en su cenit, el sol hace que el suelo del lugar caliente hasta conseguir que el termómetro supere los 37 grados centígrados. Hace nueve meses no llueve y tanto visitantes como propios sienten aún a la sombra el impacto de la onda de calor. La garganta se seca, la piel arde y el viento arroja sobre los rostros diminutos misiles de arena vuelta polvo.En medio de ese sopor que enciende la tarde, aparece Graciela Cotes Arpuchana, líder de la ranchería. Vestida con una manta amarilla, bordada con inmensas flores multicolores en las que predominan tonos como el rojo y el verde, ella explica que cada ranchería representa un clan de la gran familia wayúu. “Según los ‘arijunas’, que son ustedes los blancos, la península se divide en baja, media y alta Guajira. Nosotros hemos habitado por siglos este territorio. Somos la etnia más grande que hay en Colombia”, dice con orgullo.Graciela es alta, robusta, de rostro redondo, nariz chata, labios gruesos, con ojos oscuros y pequeños. Ella mira con imponencia y habla con una voz nasal, potente, que revela el poder de su autoridad. Antes de seguir conversando en medio del calor abrazador, la mujer se toma un poco de chirrinchi, bebida típica de su etnia, una especie de licor fermentado a base de panela, para “mojar la palabra”, según dice.La mujer explica que su ranchería la conforman 54 familias, que hablan ‘wayuunaiki’, la lengua de sus ancestros, “que es más fácil de aprender que el español de los blancos”, asegura. En una ranchería como esta vive la familia extensa, que puede estar integrada hasta por más de 300 miembros, distribuidos en diversas construcciones.Tras siglos de vivir en tan inclementes condiciones, esta comunidad ha aprendido a aprovechar lo que les ofrece la naturaleza. Por eso construyen sus casas a base de yotocoro, que es la corteza del cactus y de bahareque, con techo elaborado con el corazón del cardón, una madera que es fresca en el día y cálida en la noche.Este material se utiliza para construir pequeñas casas dormitorio, que tienen su puerta y un par de pequeñas ventanas. En la parte externa hay un patio rodeado de cactus, para protegerse del viento. En otro sitio está la cocina. También construida en bahareque, con su fogón de leña, donde preparan platos suculentos como el friche, característico de la gastronomía Wayúu a base de carne, sangre, huesos y vísceras de chivo, que se sofríen con sal y se acompaña de arroz con caraota y bollo de yuca.La rancherías tienen su área social. “Es como decir la sala de ustedes los arijunas”, explica Graciela. Se trata de una enramada que puede tener unos quince metros de largo por diez de ancho. Otra enramada similar, cerca al área social, sirve como una especie de dormitorio de huéspedes, en la cual se tienden una serie de chinchorros o hamacas. “En los chinchorros, nos procreamos, en ellos nacemos y en ellos también morimos”, agrega la líder wayúu. Algunos corrales para los animales, un pozo o depósito de agua y otras enramadas en las que las mujeres se dedican a tejer sus mantas, mochilas y demás artesanías complementan el sitio. Mundo espiritual.“Pero para nosotros lo fundamental es el cementerio. Cada comunidad debe tener su propio cementerio, para nosotros eso es lo que vale”, agrega Graciela.Y es que los guajiros hacen de la muerte un rito elaborado. Una vez abandona este mundo, el difunto es preparado para el velorio. En su estómago depositan un litro de chirrinchi, la bebida típica para evitar que el cuerpo se descomponga. Luego lo lavan y visten con los mejores atuendos.Durante el velorio se guardan lugares para los miembros principales de la comunidad, se distribuye comida y licor en abundancia, mientras las plañideras lideran los ‘lloros ‘colectivos’.En el trayecto al cementerio, las armas juegan un papel protagónico. Algunos miembros de la familia hacen disparos al aire en señal de despedida. Al final del entierro, los dolientes reparten a los asistentes alimentos y animales, como chivos, para agradecer su asistencia. “Los guajiros creemos en la vida que hay más allá y los deseos que nuestros muertos comunican a través de los sueños son de obligatorio cumplimiento”, sentencia Graciela.La religión de los wayúu se rige por su dios supremo, Mareiwa, creador de su etnia, pero contempla otras deidades como Juya, el dios de la lluvia. “Nosotros venimos de la matriz de la tierra y pasamos por tres mundos. El primero, cuando estamos en el vientre de la mamita, donde todo está bien. El segundo, cuando uno llega a la tierra y siente el dolor y, cuando uno se muere o ‘jepirra’ que es el mundo espiritual”.Entre sus rituales, el baile encierra un gran valor. Tal vez el más conocido es el de la yonna, en el cual un hombre baila de espaldas, mientras un grupo de mujeres se dirige hacia él para forzarlo a caer. Este baile se realiza para ocasiones especiales, como ofrecimientos o curaciones. Suele estar acompañado por los sonidos de una kasha, instrumento de percusión que es una especie de tambor elaborado del tronco de un árbol como el guayacán y recubierto de cuero de chivo que produce sonitos agudos, similares a un redoblante.Aunque parece sencillo, es una expresión que resulta uno de los referentes más ancestrales de esta cultura que los conecta con los orígenes de esta etnia. La palabra es fundamental en esta comunidad, de ahí que la presencia del palabrero resulta indispensable. “Es una persona que tiene una facultad especial de hablar con las personas. Ellos se forman viendo a otros palabreros. Su tarea no es fácil y deben conocer todas las leyes ancestrales de los wayúu. El palabrero, junto a la medicina tradicional, son dos de los elementos más vigentes de nuestra comunidad”, agrega Graciela. Los roles entre hombres y mujeres son bien definidos. Ellos tienen fama de haraganes, pero Graciela explica que ese es un mito sobre su cultura. “Los hombres son los que madrugan a la una de la mañana a pescar, los que levantan los ranchos, realizan el pastoreo y la caza. Lo que pasa es que nosotras las mujeres somos las que vendemos los productos en el mercado porque tenemos mejor habilidad que los hombres. Usted no ve a un hombre en el mercado vendiendo, por eso es que dicen que no hacen nada”.Sin ningún sistema central gubernamental como en la cultura occidental, los wayúu se rigen por un sistema de parentesco que tiene en el matriarcado uno de sus principales pilares. Graciela explica que en su cultura no existen las escrituras. “Yo vivo aquí desde que nací, hace 42 años, y todos saben quién soy. Y mi abuelo duró más de cien años. Así que no pude aparecer de la noche a la mañana alguien a reclamar un territorio donde no ha estado”.Nómadas por tradición, la sobre población ha hecho que cada vez los miembros de estos clanes se vuelvan más sedentarios. Con más de 276 rancherías, ya el territorio prácticamente está ocupado. No hay a dónde ir, cuando la sequía acosa. Esa es una de las duras realidades que padece esta comunidad hoy en día.El rastro del juglar.Invisible como es, el viento es un factor inevitable en estas tierras guajiras, cuyos días se diluyen al son de notas musicales de lejanos acordeones, como una manera de recordar que este sigue siendo el territorio de Francisco Moscote, mejor recordado como Francisco El Hombre, el primer guajiro que tocó en el acordeón los aires vallenatos, el que logró vencer en un duelo musical al mismísimo diablo.De seguro el paisaje no es muy diferente a aquél que rodeaba a este mítico personaje, un juglar de piel oscura, ojos negros y curiosos y carácter tímido, el día que vio cómo en el almacén de un par de hermanos alemanes, uno de ellos tocaba un instrumento de fuelle que se accionaba pulsando un teclado en un lado y unos botones en el otro extremo.El amor con el extraño artefacto fue a primera vista y pronto se ganó la confianza de los comerciantes, quienes le permitieron tocar aquél acordeón, en el cual Francisco comenzó a interpretar los cantos tradicionales de su tierra. Finalmente los germanos se marcharon y dejaron el acordeón en manos de Francisco, quien se dedicó a viajar con el instrumento, de caserío en caserío, para ir contando historias cotidianas hasta convertirse en el acordeonero más reconocido: con sus notas amenizaban las fiestas bañadas en licor y con su carácter bohemio, conquistaban corazones.Cuenta la leyenda que fue al regreso de una parranda de varias noches que Francisco se topó con un extraño personaje. Alguien que le respondía con su acordeón notas de una manera magistral. Pronto Moscote se dio cuenta que aquél ser que, sentado en la raíz de un árbol, lo desafiaba a un duelo, era el propio demonio. Uno que consiguió con el poder maléfico de sus melodías apagar la luz de la luna y las estrellas. Sumido en esa terrible oscuridad, Francisco, poseído de una gran fe, enfrentó al demonio y comenzó a interpretar el Credo al revés, haciendo que el temible ser desapareciera en medio de alaridos.Fue así como la luz de los astros volvió a calmar la oscuridad. Desde entonces, Francisco fue llamado ‘El Hombre’, es decir, el guapo, el sabio, el valiente. Se afirma que nació en 1848 y murió en 1953 y que hasta el fin de sus días no se cansó de narrar su gran hazaña.A Francisco le sobreviven tres nietos y poco más de 30 descendientes entre nietos bisnietos y tataranietos, quienes mantienen vivo el recuerdo del héroe cuya tumba se encuentra en el poblado de Machobayo, al norte del departamento. Como testigo de su vida está el monumento que se levanta en la rotonda de una de las entradas a Riohacha.Y es que aquí, en la Guajira, desde los tiempos de Francisco ‘El Hombre’ han nacido grandes hacedores del género vallenato: Emiliano Zuleta y su dinastía entre quienes se encuentran sus hijos Emilianito y Poncho Zuleta; Diomédes Díaz, Carlos Huertas Gómez, 'El cantor de fonseca', Silvestre Dangónd, Jorge Celedón, Pipe Peláez y el compositor Rafael 'Rafa' Manjarrés, autor de clásicos como ‘El Mochuelo’, ‘Señora’ y ‘Simulación’, entre otros.Por eso es que desde hace seis años un grupo de guajiros decidió organizar el festival Francisco El Hombre como una manera de rendirle tributo a la raíz de su folclor. Se trata de un certamen que sirve de plataforma para el surgimiento de una nueva ola de artistas vallenatos com Martín Elías, hijo del ‘Cacique de la junta’, Diomédes Díaz; Rolando Ochoa, actual acordeonero de Silvestre Dangond; Carlos Mario Zabaleta, Pillao Rodríguez y K-Beto Zuleta, hijo de Poncho Zuleta, quien se coronó Rey del Festival Francisco El Hombre este año.El Ministerio de Cultura ya le dio al certamen un carácter nacional dentro del propósito de fomentar en los jóvenes el amor por este género, a través de proyectos como el Programa Escuela de Música Francisco el Hombre, que son la base del grupo Niños Cantores de Francisco El Hombre. También organizan el festival juvenil, que busca fortalecer los jóvenes valores y este año realizó el Primer Congreso de Música Vallenata.Lejana y exótica, La Guajira es, pues, una cara distinta del país. Una nación aferrada a la cultura ancestral, tierra de hombres y mujeres hechos de arena y sal que afrontan con entereza las inclemencias de su territorio. Pero que, pese a esas condiciones, se mantienen unidos, abrazados al legado que les dejaron sus antepasados.

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