El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Cultura

Artículo

La tragedia de Sarrià

El 5 de julio se cumplen 32 años del partido Brasil-Italia, disputado en el demolido estadio de Sarrià, durante el Mundial de España 1982. La maravillosa selección de Telé Santana era la favorita, pero la Azzurra de Bearzot convirtió el sueño de una gran generación de futbolistas en una pesadilla.

8 de junio de 2014 Por: Wilmar Cabrera Pinzón*| Especial para GACETA

El 5 de julio se cumplen 32 años del partido Brasil-Italia, disputado en el demolido estadio de Sarrià, durante el Mundial de España 1982. La maravillosa selección de Telé Santana era la favorita, pero la Azzurra de Bearzot convirtió el sueño de una gran generación de futbolistas en una pesadilla.

Cuando el árbitro israelí Abraham Klein sopló su silbato para dar comienzo al partido Brasil-Italia, por la segunda fase del campeonato Mundial de España 1982, ese 5 de julio, mi padre apretó con fuerza su santo de devoción: San Judas Tadeo. Luego besó la estatuilla pidiendo algo de ayuda celestial para la selección verdeamarelha, que de manera regular adoptaba como hincha, cada cuatro años, al no estar clasificada Colombia para el campeonato.Lo miré aferrarse a la figura de cerámica, que se perdía entre sus manos en el mismo momento en que Zico tocó corto, adelante para Serginho, el Tango España 82 de Adidas. Eran las 17 horas y 15 minutos en España. Las 10 y 15 en Colombia. La pantalla del viejo Sharp 20 pulgadas nos mostraba el partido en Palmira mientras casi cincuenta mil personas lo veían en la gradas del demolido estadio de Sarrià. Dos carnavales se veían la cara en la ciudad: el de Venecia y el de Río de Janeiro. Los primeros habían llegado en aviones, barcos y coches propios. Los segundos, en su mayoría, desembarcaron en el puerto de Barcelona, después de 20 días de navegar en el Trasatlántico Federico C, desde Salvador de Bahía. En el campo, entre la General Mitre, la calle Ricardo Villa y la Doctor Fleming, dos selecciones distintas se enfrentaban para saber cuál avanzaría a las semifinales del torneo.Una era la Italia de Enzo Bearzot, que pasó segunda en su grupo, tras lograr tres rácanos empates contra Perú, Polonia y Camerún. Y que había cerrado su actuación en el grupo A de Vigo y La Coruña con dos goles a favor y dos en contra. Vestidos en su azul Saboya y pantalón blanco, uniforme confeccionado por Le Coq Sportif, y revestidos en un Silenzio Stampa, los chicos de Bearzot seis días antes habían comenzado a cambiar su suerte, tras vencer 2-1 en ese grupo de tres selecciones, al campeón defensor, Argentina, con Maradona incluido. Los goles de Cabrini y Conti hicieron que el mundo mirara de otra forma a Italia. Y que mi padre sacará del fondo del armario a San Judas Tadeo, “el santo patrón de las dificultades”.Y es que Brasil no lo había necesitado antes porque en el grupo F, disputado en Sevilla y Málaga, luciendo su amarillo y verde, diseñado por Topper, había sido el ganador sin ninguna objeción. A Escocia la goleó 4-1, a Nueva Zelanda 4-0. Solo en el primer partido que jugó en el césped del Sánchez Pizjuan, contra la URSS de Rinat Dassaev y Oleg Blokhin, tuvo algo de dificultad, pero sendos golazos de Sócrates y Éder, sin santo de por medio, remontaron el 1-0 del duro equipo soviético. Ya en la segunda fase, tres días antes de enfrentar a Italia, el once dirigido por Telé Santana, había vencido a Argentina 3-1. Así que solo un empate le bastaba para seguir en carrera hacia el título.Ese día, quien esto escribe, estaba con Italia. Cuatro años antes, para el Mundial de 1978, con el sentido común de un niño de 7 años, al no estar Colombia, había revisado el Álbum Panini y escogido a Italia como “mi” selección al llevar los mismos colores que tiene el equipo del cual soy seguidor en la liga colombiana: Millonarios. Coincidencialmente también los mismos colores del Espanyol, equipo propietario de estadio de Sarrià. Desde Palmira, y otra vez frente al televisor Sharp 20 pulgadas, el 5 de julio cumplí la cita. De nuevo Colombia no estaba entre los finalistas, así que saqué a relucir mi pasado italiano, de cuatro años, y el tifossi que hay en mí dio un paso al frente. Por eso celebré como ninguna otra persona en mi barrio la anotación que abrió el marcador, ante la mirada atónita de mi padre y su santo de la mano.En un partido abierto, como lo fue el Italia-Brasil en Sarrià, el primer gol no se hizo esperar. Pero no fue de Brasil, como todos pensaban. Fue de Italia. Producto de un centro de Cabrini, desde la izquierda, que remató de cabeza Rossi. Un jugador que fue llamado por Bearzot, ante la lesión de Roberto Bettega. Y para que Pablito -que estaba suspendido tres años- pudiera venir a España, tras verse envuelto en un lío de fútbol y apuestas, la Federazione Italiana Giucco Calcio redujo su sanción a dos años.Por el televisor Sharp 20 pulgadas observé cómo Rossi anotó otras dos veces, tras los empates de Sócrates y Falcão, que mi padre agradecía al santo como si éste los hubiese anotado. El marcador definitivo muchos lo saben: 3-2, a favor de Italia. Por la misma pantalla fui testigo del gol en posición legal que le anularon a Antognoni, del cabezazo de Oscar que Zoff detuvo en la raya de gol en el último minuto y pudo ser el empate de Brasil, del agarrón de Gentile que le rompió la camisa 10 a Zico. Y vi como el brasileño, después del pitazo final del árbitro, buscó al defensa italiano y le intercambió la camiseta. Muchos años después, Zico explicaría el porqué de ese gesto: “No fue ironía. Gentile hizo su trabajo. Si Brasil hubiera tenido un defensor como él, nosotros nunca habríamos perdido ese partido”. Ese juego significó romper el cordón umbilical (“futumbilical”) con mi padre y comenzar a decidir por mí mismo, que me gustaba y qué no. Apoyaba a Italia porque su juego defensivo me atraía. Siempre que he jugado fútbol, lo he hecho como defensa o portero. Y es que defender también es un arte en el fútbol. Y la selección que dirigía Enzo Bearzot aplicaba un sistema muy efectivo, pero también atacaba. Y muy bien. Tenía como estandarte a Zoff, en la portería; a Scirea, como líbero; y a Gentile como el “perro de presa”, que marcó y borró a Maradona y Zico en los partidos contra Argentina y Brasil en Sarrià. Y ni hablar de un mediocampo precioso con Cabrini (lateral izquierdo), Tardelli y Antognoni. Y una delantera efectiva con Conti, Paolo Rossi y Graziani. Cuando llegó el día del partido, nadie daba un peso por Italia. Todos creían que Brasil pasaría y llegaría a la final para salir campeón, pero la Azzurra se recompuso, había jugado una primera fase mediocre, y eliminó al favorito de todos. Tanto le afectó a Brasil, que cuando alguien habla de esta derrota en ese país, se refiere a este juego como “La tragedia de Sarrià”. Tragedia que está solo un escalón por debajo a lo vivido en el “Maracanazo”, contra Uruguay, en el Mundial de 1950. Guardando las proporciones y sin querer ofender a nadie, pienso y especulo que con esta derrota Brasil experimentó un sentimiento cercano al que tuvo EE.UU cuando los aviones de Al Qaeda derribaron las Torres Gemelas. Sí, es una barbaridad, es un atrevimiento mayor semejante analogía, pero al igual que EE.UU ya no sería el mismo tras ese hecho, Brasil no le apostó más al “jogo bonito”, se preocupó más por defender. Su fútbol se “europeizó”, dando mayor prelación a lo físico que a lo técnico. En un país en donde todos los futbolistas nacen atacantes, tras esa derrota contra Italia, ahora se preocupan más por defender que por jugar. Desde entonces se dedicaron más a proteger su portería que pensar en el arco rival. Ese partido les cambio la idea de que el fútbol no solo es cuestión de tener los mejores delanteros. Ese partido los hizo crecer, dejaron de ser los niños grandes que se divertían jugando a la pelota, para pasar a ser los adultos que saltan a la cancha pensando en el fútbol como un trabajo. Recuerdo que ese Mundial fue la primera vez que escribí algo con ganas de ser publicado. Para ese entonces tendría 11 años y después del ver el partido inaugural disputado en el Camp Nou, juego que ganó 1-0 la Bélgica de Jean Marie Pffaf, Eric Gerets, Ludo Coek y Jan Ceulemans, contra la Argentina de Fillol, Pasarella, Maradona y Kempes; después de ver ese encuentro, un instinto me hizo caminar hasta el armario en el que mi hermano mayor guardaba su vieja Olivetti Lettera 32. Un cajón más arriba estaba el San Judas Tadeo de mi padre. Como pude, bajé la máquina de escribir. Metí una hoja en blanco y escribí dos o tres líneas, a manera de entrada, que hacían referencia a la derrota del entonces campeón mundial. Fue la primera vez que redacté algo, que quería contar a través del papel. ¿A quién? No sé. Quizás a mí mismo. A ese lector que todos llevamos dentro.Veintiséis años después, por mi pareja y su doctorado, en 2008 aterrizamos en Barcelona. Ya instalados, recuerdo que comencé a preguntar por Sarrià. Quería conocer el lugar en el que se había jugado el mejor partido en la historia de los mundiales de fútbol. Caminando por ese pueblo que se convirtió en barrio de la ciudad, entre la avenida General Mitre, la calle Doctor Fleming, y la Avenida Sarrià, descubrí el nombre de un bar en uno de los tantos paseos en busca de los imaginarios Sócrates, Zico, Paolo Rossi o Dino Zoff. Descubrí el bar Sarrià 82 y toda la historia de una novela surgió en mi cabeza. Ahora solo tenía que escribirla.Así surgió ‘Los fantasmas de Sarriá visten de chándal’ (Editorial Milenio). Un libro que no es otra cosa sino una visión personal sobre, en mi opinión, el mejor partido en la historia del fútbol. Y es que un escritor solo necesita aplicarle su propia mirada, que no es otra cosa que el estilo mismo, a un hecho o tema, para convertirlo en una historia cercana a los lectores. Pero no es una novela de fútbol. Digamos que esa es la excusa para tratar otros temas que he conocido viviendo estos seis años en la ciudad: turismo, inmigración, supervivencia, Barcelona no como ciudad sino como marca, vejez, soledad, olvido. El hecho de que ese partido se haya disputado en un estadio que fue demolido, y que en su lugar se construyeron edificios de viviendas y despachos, me sirvió para catapultar la ficción y atarla a la realidad. Y es que es tan grande el vacío que dejó el campo de Sarrià en Barcelona que a veces pienso que ninguna persona dentro de la ciudad lo ve. Nos sobrepasa.Para terminar, el poeta argentino Juan Gelmán dice que cada escritor escribe lo que puede. Esto es lo que he podido. Y esto es lo que he querido. Tratar de evocar a dos equipos que pisaron un campo de fútbol que ya no existe. Quizás con la misión de hacer valer hoy más que nunca esa frase de Sócrates, no el filósofo sino el jugador de Brasil que murió en 2011, cuando dijo: “Nosotros los futbolistas no jugamos para ganar, jugamos para ser recordados”.

AHORA EN Cultura