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La historia de la dulce tradición del mecato payanés

Este 18 de septiembre se inicia en la Ciudad Blanca el Congreso Gastronómico de Popayán. GACETA estuvo en la capital caucana para rastrear los orígenes de una de las facetas menos celebradas de su cocina: el mecato y la dulcería.

12 de septiembre de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de GACETA

Este 18 de septiembre se inicia en la Ciudad Blanca el Congreso Gastronómico de Popayán. GACETA estuvo en la capital caucana para rastrear los orígenes de una de las facetas menos celebradas de su cocina: el mecato y la dulcería.

Si no se deshacen en la boca es porque no son los de Chepa, los originales. La confesión la hace la propia Josefina Muñoz —como se llama en realidad— desde una silla mecedora de su casa, sobre la Calle de Marcoscampo, ubicada a tres cuadras del Parque Caldas de Popayán.La mujer habla despacito, casi en susurros, porque ya no escucha bien. Y remata siempre sus frases con una sonrisa delicada, mientras observa cómo tres de sus hijos van contando, a sorbos cortos, la historia de una de las recetas cardinales de la cocina caucana: los aplanchados.Un manjar que conocemos de sobra, desde la infancia: ese pequeño trozo hojaldrado, llevado al horno ligeramente endulzado, cuyos orígenes se pueden rastrear en la tradición de la panadería francesa. Un manjar que Chepa —hoy de 94 años— aprendió a preparar a los 12 trabajando en casa de la familia Constaín. Quizás sea injustamente la receta más celebrada de la dulcería de esta región. Injusta porque antropólogos e historiadores encontraron, hace ya rato, que tiene una larguísima tradición que data de los tiempos de la Conquista, cuando ocurrió ese intercambio de saberes culinarios entre Europa y América.Uno de ellos es el profesor Carlos Illera, antropólogo y director del Grupo de Investigaciones sobre Patrimonio Culinario del Cauca. El hombre se ha dedicado años enteros a husmear en las cocinas más antiguas de la Ciudad Blanca. Y ha tropezado con hallazgos como este: antes de la llegada de los españoles, la dieta de los indígenas “consistía principalmente de maíz, tubérculos y animales de caza. Muy poco dulce, salvo la miel de abejas, que se conseguía en unas cuantas regiones”.La llegada de España supuso, pues, el aprendizaje de variadas preparaciones dulces, casi todas basadas en la técnica del calado y desamargado. Entonces el verdadero intercambio se dio allí: nosotros les enseñamos una tierra rica en frutas exóticas y desconocidas para ellos como guayabas, icacos, piñas, tamarindos, chontaduros, uchuvas y papayas. Ellos, a su vez, trajeron el azúcar desde las Islas Canarias. La caña. Y con ella ese extraño poder de dulcificar hasta los sabores más hostiles. No fue lo único: aquí no se conocían los cítricos, los limones, las naranjas que con el tiempo se transformaron en grandes protagonistas de la repostería americana. Pero estábamos en igualdad de condiciones: los españoles tampoco sabían qué eran la vainilla y el cacao, como se lee en varias crónicas de Indias. La mezcla de esos saberes vino a darse al interior de los conventos y monasterios que nacieron tras la Conquista y cuya construcción, en parte, se financió con la venta callejera de esta dulcería. El profesor Illera habla de un nombre que hizo carrera desde México a la Patagonia: las cocinas conventuales. La cosa sucedía así: las dulces recetas de España descansaban solo en manos de monjas y curas. Estos empleaban en sus cocinas a indígenas y negras esclavas que, con los años, fueron aprendiendo los secretos de la preparación. Muchas de esas ‘trabajadoras’, asegura Illera, fueron expulsadas de los conventos cuando las monjas las sorprendían en amoríos con los sacerdotes. De eso está seguro Illera, quien recuerda que tras el terremoto de Popayán de 1983, en el que la ciudad quedó en convalecencia, con gran parte de sus antiguas edificaciones derrumbadas, se hallaron numerosas osamentas de fetos, lo que, según él, demuestra que muchas de esas muchachas terminaron embarazadas y fueron obligadas a abortar antes de ser expulsadas de los conventos. Poco de eso conoce Aliria Suárez, que tiene su kiosko de mecato, rematado en techo rojo, en pleno centro de la ciudad, en la Calle Sexta, entre Carreras Quinta y Sexta. Allí, en ‘El Mecatico de Aliria’, como reza un discreto cartel colgado en lo alto, es posible conseguir mantecadas de yuca, repollitas, panelitas de leche, paspitas de coco y maní, rosquillas, merengones (algunos aliñados con maní molido) y pambazos de Timbío, coquitas con piña y coco así como solteritas de dulce. Una oferta que se exhibe al lado de tentaciones que, juntas, suenan casi a herejía: dulces bocados de liberales, comunistas y conservadores. Todos, productos de mecato que aún hoy, 500 años más tarde, se consumen en las calles de Popayán.Una sola de estas delicias, de la que hay unas 50 variedades, no cuesta más de $300. Aliria cuenta que los dulces que los comensales ven guardados en los tarros plásticos de su negocio, que no supera los tres metros cuadrados, son preparaciones del día. Todo es fresco. Las persianas se ponen en alto sobre las 9 de la mañana y cerca de las 6 de la tarde son muchos los que aún entregan unas cuantas monedas a cambio de uno de estos dulces artesanales. Otras tradiciones se han ido perdiendo. Como los platos de nochebuena que solían ofrendarse los vecinos en Navidad y que se hicieron célebres en manos de matronas como Leticia Mosquera, que lograron preservar recetas que datan del Siglo XVIII. El escritor payanés Juan Esteban Constaín los trae al presente: en aquellos platos eran infaltables papayuelas, cascos de limón desarmagado, dulce de toronja, brevas caladas, naranja desamargada, cidra rayada desarmagada, ají dulce desarmagado y calado, acompañados degustarlos acompañados con hojaldras y buñuelitos de almidón de yuca, regados con almíbar aromatizado con ralladura de cáscara de limón.El asunto es, dice Constaín, que la tradición se mantuvo hasta hace unos 20 años, en una época en la que todavía cada familia se esmeraba por regalar el plato mejor decorado y servido. Hoy se practica muy poco. Y hasta la preparación ha cambiado. En los buenos tiempos de la cocina conventual desamargar un cítrico, por ejemplo, implicaba una larga faena “que podía tomar seis días pues implicaba cambiar permanentemente el agua para que la receta quedara en su punto; se hacía en una paila de cobre para que tomara un color especial. Hoy, para agilizar el proceso de hace en olla pitadora, en un par de horas y, por supuesto, no sabe a lo mismo”, se queja el profe Illera. A diferencia de países como México, donde existen múltiples investigaciones sobre cocinas conventuales, en Colombia es poco lo que ha logrado documentarse. Por fortuna, ahí están Chepa y Aliria, cuyas manos, saben más que cualquier enciclopedia.

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