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Ginebra, el pueblo del Valle que lucha por preservar el arte de la lutería

Ginebra se ha hecho célebre gracias al Festival de Música Andina Colombiana Mono Núñez, que este año arranca el 30 de mayo. Lo que pocos saben es que detrás de los escenarios, este pueblo lucha por preservar el bello y paciente arte de la lutería. Acordes de una tradición.

28 de mayo de 2013 Por: Lucy lorena Libreros ? Periodista de Gaceta

Ginebra se ha hecho célebre gracias al Festival de Música Andina Colombiana Mono Núñez, que este año arranca el 30 de mayo. Lo que pocos saben es que detrás de los escenarios, este pueblo lucha por preservar el bello y paciente arte de la lutería. Acordes de una tradición.

Lo primero que se apura a decir don Arbey Bastidas, mientras pasa una y otra vez una lija sobre una guitarra en ciernes, es que ya ha perdido la cuenta de cuántos instrumentos de cuerda ha fabricado en su vida. Han de ser muchísimos, en todo caso. ¿Vale la pena decir miles? No lo cuentan sus palabras; esta tarde las que hablan son sus manos: son callosas, de dedos cuarteados y de uñas poco pulidas. Uno imagina que don Arbey se asoma a esas manos y se siente feliz y justificado; están así porque sencillamente gracias a ellas sobrevive un oficio bello, paciente y antiguo: la lutería. A esto, a fabricar instrumentos, se ha dedicado don Arbey en los últimos 45 años. No sabe hacer otra cosa. Lo dice, pule de nuevo la guitarra, y enseguida se le escucha una enumeración orgullosa: ha construido charangos, tiples, bandolas, cuatros y violines; ha reparado violas y también se le ha medido a hacer sonar arpas llaneras, mandolinas y hasta guitarrones y vihuelas mexicanas, el alma de las canciones de los mariachis. El oficio lo aprendió de su padre, don Lizardo, un artesano nariñense. Y éste, a su vez, del abuelo de Arbey, Hipólito, un ecuatoriano que hace casi un siglo se dio a la tarea de beber con tozudez y buena entraña de la soberbia tradición que ese país tiene en la construcción de los instrumentos propios de la música andina. De ambos, pues, aprendió don Arbey. También Hernán, Tobías y Orlando, sus hermanos. Todos nacieron en Sevilla, al norte del Valle, a donde llegó Lázaro, ocho décadas atrás, en busca de días mejores.Allá los Bastidas tienen fama merecida. Y allá vive además Giovanny, su hijo, otro Bastidas consagrado en el arte de convertir maderas nobles en guitarras. Representa la cuarta generación de una familia de sabios artesanos. Don Arbey piensa en eso y aventura una corta profecía: “Yo creo que ya le pasó lo mismo que a mí: desde que hizo su primer instrumento, intuyó que era a eso a lo que se quería dedicar en la vida”. Los recuerdos van saliendo en un cuarto amplio y ordenado con un olor profundo a madera. Está en el segundo piso de la casona donde tiene su sede la Fundación Canto por la Vida, que en realidad es una escuela creada en Ginebra, en pleno centro del Departamento, para la formación de nuevas generaciones de músicos que ayuden a mantener a salvo la tradición del Festival de Música Andina Colombiana Mono Núñez, que este año completa su versión número 39.Ese cuarto en el que hablan don Arbey y sus manos es donde funciona el taller de lutería de la escuela, ubicada a pocos pasos de la galería del pueblo. Y de este taller, cada tres meses, salen —dispuestos a hacer sonar alegres bambucos, torbellinos y pasillos— unos 120 instrumentos de cuerda, entre guitarras, bandolas, tiples, requintos y guitarrillos. Todos, en corto tiempo, terminan sonando en escuelas de música y festivales de toda Colombia. Pronto comprendes entonces que Ginebra —este pueblo del Valle que se ha hecho célebre por los sabores ancestrales de su buena mesa— cultiva de alguna forma un sentido generoso de la música: aquí no solo se rasgan las cuerdas de las guitarras y las bandolas, instrumento insigne del municipio, durante los cinco días del Mono Núñez. Aquí, o mejor, desde aquí, Ginebra se las ingenia para que los instrumentos de cuerda que confecciona suenen dichosos en todo el país. Algunos viajan más lejos: los ‘made in’ Ginebra ya tienen fama en España, Francia, Argentina y Estados Unidos. Los aplausos, casi siempre, se los lleva el guitarrillo, una pequeña guitarra de solo cuatro cuerdas, diseñada en la propia escuela, desde que fuera creada, con el fin de hacer más fácil la enseñanza de la música de cuerda en niños menores de 10 años.“Son guitarras de menor tamaño pensadas para unas manitos de cinco años”, explica Rodrigo Duque, también lutier y también maestro de ‘Canto por la vida’. Justo ahora se ven por todo el taller en plena construcción unos 30. Chicos entre los 7 y los 13 años, que buscan distraer las horas muertas después del colegio, asisten dos veces cada semana para fabricarlos. Así, poco a poco descubren cómo diferentes tipos de madera cruda, con ayuda de martillos, cepillos, lijas y selladores, van tomando forma hasta convertirse en cada una de las piezas de ese guitarrillo que luego ellos interpretarán: la tapa frontal, los aros, el diapasón y la tapa posterior. Descubren —lo dice Rodrigo con énfasis— los grandes secretos del oficio: la importancia, por ejemplo, de que la madera esté bien seca (sea de manera natural o a través de hornos especiales) antes de ser manipulada. “Se les enseña que una madera que aún esté húmeda al momento de construir el instrumento puede echar a perder meses de trabajo”. Aprenden que pintar no solo es enlucir un instrumento. Arbey y Rodrigo dan lecciones de porqué la pintura es tan importante para lograr un sonido afinado como escoger un buen trozo de maderas como el pino canadiense, el ébano, el palosanto, el cedro o el pino abeto. Comprenden además la delicadeza con la que deben hacer su labor. Las manos torpes no tienen cabida en este oficio. Aprenden también, y esto es quizá lo más significativo, que la lutería es el arte de la paciencia: “Construir un instrumento toma tiempo, meses. Y es una labor absolutamente artesanal. Cada pieza tiene su propia técnica de fabricación, una cantidad determinada de días para que quede en su punto. En otras regiones de Colombia, como Bucaramanga, el proceso se ha industrializado; se llegan a producir hasta 1.500 instrumentos en un mismo día, pero de ese afán no queda sino un sonido de baja calidad y, tristemente para quien la compra, un instrumento con fecha de vencimiento”, asegura Rodrigo. Con la felicidad de saberse también hijo de un lutier, el hombre cuenta que comenzó en este oficio casi por azar: fue la manera que halló para rendirle homenaje a su padre, Daniel Duque, conocido músico de El Cerrito, pueblo distante a ocho minutos de Ginebra.“Debo confesar que cuando era niño me interesé muy poco por el trabajo que él hacía en su taller. De pronto alguna tarde me sentaba a verlo trabajar, pero nada más. Yo me había dedicado por años a ser productor de televisión, pero cuando se acercaba su muerte pensé que no podía ser posible que con él muriera una tradición de tantas décadas”. El guitarrillo 'made in' GinebraAquello fue hace nueve años. Ahora estamos en 2013 y esta tarde de jueves decenas de niños y jóvenes caminan en la escuela de un lado a otro. Varios de ellos, me explicarán luego, afinan los detalles de las presentaciones que ofrecerán durante los días del ‘Mono’, como se refieren cariñosamente al Festival, que este año arranca el jueves 30 de mayo y se extenderá hasta el domingo 2 de junio.La escuela Canto por la Vida cuenta hoy con 80 estudiantes, entre los 7 y los 13 años. Y en casi veinte años de actividades, unos 4 mil chicos se han formado en el oficio de la lutería. Casi todos los que interpretan instrumentos portan el guitarrillo que ha sido fabricado y pintado por ellos mismos. La escuela no solo diseñó este particular objeto musical, sino la cartilla pedagógica en la que se apoyan maestros de toda Colombia para su enseñanza en otras escuelas. Ellos, al adquirirlo, reciben también un cd con 12 canciones interpretadas con las cuatro cuerdas del guitarrillo, y no con las seis que habitualmente tiene una guitarra. El guitarrillo, pues, es el alma de este lugar. Lo que hace sentir orgullosos a todos. No solo por los logros evidentes que consiguen en esos pequeños ginebrinos que se acercan deseosos de aprender música, sino porque gracias a él Canto por la Vida se convirtió en una escuela modelo para todo el país, como la distinguió un lustro atrás el Ministerio de Cultura.Sobran las razones: en una época donde las pasatiempos infantiles son tan artificiosos, en una generación que pareciera condenada a depender de sus apéndices electrónicos, Rodrigo y Arbey han logrado, de manera casi terca y romántica, que miles de muchachos de Ginebra se interesen por un arte artesanal. El profe Rodrigo respira aliviado. “Cuando estás en el proceso de enseñarle música a un niño, como maestro tienes más ventajas cuando ese niño aprende también cómo se fabrica el instrumento que va a interpretar. Él va creando una relación distinta con su instrumento; si se quiere, más sentido de pertenencia”.Con esa esperanza fue que Canto por la Vida abrió sus puertas hace 17 años. Y los niños fueron llegando sin mayores dificultades, como si el talento siempre hubiera andado suelto por ahí, a la caza de chicos dispuestos a convertirse en pequeños maestros de la lutería. En Ginebra, todos los saben, la música ha estado siempre al servicio de la vida cotidiana. A pesar de su conocido festival, no se trata de un municipio con larga tradición en lutería, como sí la han tenido Palmira, Buga o Cali, donde familias como la Norato ya son tradición en este oficio. Pero Ginebra buscó caminos para expropiarle esta tradición al olvido. Lo hizo a través de una escuela. Y con ella, a través de niños y jóvenes que, justo por estos días, se encargan de que el pueblo se reduzca al bello rumor de los tiples y las bandolas. Maestro de la lutería y del folcloreHoy, en Ginebra, los saberes de la construcción de instrumentos están a la mano, con solo cruzar la puerta de la escuela. En otros tiempos, según cuenta el profe Rodrigo, los ‘sabios’ de la lutería eran tan celosos de su oficio que se resistían a desvelar sus técnicas y métodos. Que lo diga el maestro Lucho Vergara, reconocido cantautor, músico y lutier caleño, que hace unos pocos meses trasladó su taller de la capital del Valle hasta una casa amable en las afueras de Ginebra. Fue su manera, quizás, de saldar la ‘deuda’ que tenía desde hacía años con este pueblo gozón. Ese que no solo ha conocido como pocos las formas más acabadas de su arte en la lutería, sino que también ha escuchado su voz dulce interpretando bambucos y pasillos con célebres duetos como ‘Lucho y Nilhem’, que llegó a ser declarado fuera de concurso, y ‘Vivir cantando’, que también se alzó con varios premios en el Mono Núñez. Hoy, el maestro Lucho Vergara es considerado uno de los mejores intérpretes de tiple del país. Y súmele a ese mérito ser uno de los mejores compositores de folclore andino colombiano. De su autoría son conocidos temas como ‘Ojos de yo no se qué’, ‘Cuando callábamos’, ‘Oremos’ y ‘Vivir cantando’, esta última la canción que más veces ha sido interpretada en el Mono Núñez. Con 35 años a cuestas en su profesión de lutier, el maestro Lucho cuenta que terminó ganándose la vida en la construcción de instrumentos gracias a su terquedad.En su juventud buscó varias veces a Carlos Norato, uno de los grandes lutieres de Colombia. “Cada vez que me lo encontraba aprovechaba para decirle que me enseñara a hacer guitarras. Yo tenía facilidad para lo manual, le decía, le prometo que aprendo rápido”. Pero el entusiasmo del joven Lucho tropezaba siempre con una respuesta seca: “Le enseño un día de estos”.El asunto estuvo así hasta cuando, por casualidad, terminó de amigo de un hijo de Jorge Noguera, discípulo de Norato, y aún hoy uno de los grandes lutieres que viven en Cali. Noguera tuvo la paciencia que a Norato le faltó y es a él, de alguna forma, a quien le debemos parte de la sabiduría que se asoma a borbotones por las manos de Lucho Vergara cuando se sienta en su taller a convertir la madera simples en guitarras y tiples inolvidables. “Las cosas no han cambiado mucho desde cuando me animé a construir instrumentos, en mi juventud. Hoy en día, si uno se fija, quienes se dedican a la lutería son jóvenes que un día, como yo, se interesaron por conocer los secretos de este arte. Así que creo que habrá lutieres para rato”, reflexiona el maestro Lucho. La fe la comparten Rodrigo y don Arbey, quien no cesa de lijar su guitarra en el taller. Lo hace con esmero, la levanta en el aire y con sus ojos de lince encuentra nuevos detalles de la madera que es necesario pulir. En esa labor puede pasar días. Ya lo explicó: la lutería es el arte de la paciencia. Y cuando usted mira lo que son capaces de hacer las manos callosas de don Arbey, se da cuenta que tanta paciencia ha valido la pena.

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