El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Cultura

Artículo

Dasso Saldívar, biógrafo de 'Gabo', se estrena como novelista

En su postergado debut como novelista, Dasso Saldívar, el celebrado biógrafo de Gabriel García Márquez, emprende una tarea similar a la del Nobel colombiano: narrar una historia de largo aliento para descifrar las claves del país de su infancia. Viaje breve por ‘Los soles de Amalfi’.

16 de noviembre de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de GACETA

En su postergado debut como novelista, Dasso Saldívar, el celebrado biógrafo de Gabriel García Márquez, emprende una tarea similar a la del Nobel colombiano: narrar una historia de largo aliento para descifrar las claves del país de su infancia. Viaje breve por ‘Los soles de Amalfi’.

Las noches de la infancia de Dasso Saldívar transcurrían bajo la certeza de los fantasmas y los espantos y de la bruja Lila Cazuela. De los duendes que de madrugada bebían agua de los pozos y trenzaban las colas de los caballos. De difuntos célebres y sin sosiego como Ño Arango, que aún desde el más allá seguía aferrado al oro que atesoró en vida y se negaba a que alguien lo encontrara para cambiar su suerte. Eran noches que visitaban también las ánimas en pena de los muertos que iba dejando la violencia de liberales y conservadores. Para el niño Dasso, pues, acostarse a dormir no era un acto de reposo: otro día, con sus horas completas de cansancio, parecía comenzar a correr cuando el sol se escondía. Ocurría en las lomas cafeteras de San Julián, que le pertenecen al municipio de Guadalupe, al norte de Antioquia. Fue allí donde nació Darío Antonio Sepúlveda Ochoa, el chico que en segundo de bachillerato se ‘rebautizó’ para tener un nombre con el que pudiera firmar los poemas que escribía en el Liceo Antioqueño. Entonces tomó las iniciales de su nombre completo e, inspirado en la admiración que sentía por Picasso, les agregó una S. Muchísimos años después, en Madrid, quiso dejarlo. Volver a llamarse como el niño que corría entre los cafetales de don Salvador, su papá, y descansaba en el regazo de Mamita, su abuela. Pero ya el asunto se había vuelto tan serio, que se le hizo imposible firmar cualquier línea escrita por él que no fuera con el seudónimo que lo ha acompañado en los últimos cincuenta años. Y eso que fue un escritor y lector tardío. Un muchacho campesino como él, en la colombia rural de los 50, con suerte podía hacerse letrado a los diez años, pero muy lejos de una biblioteca para cultivar el amor por la palabra. Así, cuando al fin pudo acercarse a la literatura infantil, esta se le hizo menos fantasiosa y rica que las historias que lo habían arrullado en su vereda. Solo hasta que pisó el Liceo Antioqueño —a los 14, cuando dejó de ser un labriego— Dasso se hizo lector.Ignoraba, sin embargo, que ese país de la infancia que dejaba atrás le serviría décadas más tarde para construir las páginas de ‘Los soles de Amalfi’, su primera novela publicada. Lo que inicialmente serían algunos cuentos inspirados en sus años de Guadalupe, se hizo una novela de largo aliento ante sus ojos mientras soportaba en España los dolores de una enfermedad renal. Dasso lo cuenta desde Madrid, donde vive desde hace 30 años con su esposa Reina y sus hijos. Decidido a aprovechar las pausas que le dejaba su visita obligada “a los linderos de la muerte”, tomó aliento para sacar adelante dos historias: ‘La subasta del fuego’ —sobre los años de destierro, abandono y miseria de Manuela Sáenz en Paita, Perú— y ‘Los soles de Amalfi’. “Pero ante las exigencias de la primera, pensé que una novela que me salía de la piel y la memoria autobiográfica sería más llevadera. Hasta que se me juntaron alternativamente: cuando me atascaba en una, mudaba a la otra. Descubrí que así no sólo no las iba a terminar, sino que me volvería loco”.La segunda historia, sin embargo, se fue haciendo “múltiple y compleja” pues su autor deseaba retratar en ella no solo su infancia sino la Colombia política que la ambientó, y que estuvo marcada por una tarea largamente aplazada en nuestra historia: una reforma agraria y con ella la esperanza de la gente del campo. De esas páginas escritas con fatiga, de la nostalgia de emprender otro viaje a la semilla y, cómo no, de ese ‘apellido’ que cargará para siempre —ser el biógrafo de Gabo— el autor conversó con GACETA. Dasso, ¿por qué una novela inspirada en las montañas de Antioquia? ¿Quiso, como Gabo, reconstruir su propio mundo?Muy sencillo: nací y me crié en ese mundo, de modo que sus montañas, ríos, laderas, valles, sus cielos y sus soles, con sus hombres y mujeres, poblaron mi memoria. Un escritor no elige sus temas y las experiencias raizales son la primera condición de su originalidad; la otra, tan poderosa como ésta —o acaso más— es la asunción personal de las grandes influencias. Lo que creo haber conseguido se podría definir en una espléndida frase de Melville: “La vida es una travesía rumbo a casa”. Si Gabo viajó con su mamá a Aracataca a vender la casa de su infancia, ¿hubo en su caso algún episodio que detonara la necesidad de escribir esta novela?Esto empezó siendo un proyecto de libro de cuentos, titulado ‘Cuentos de regreso’. Pero los motivos son tres o cuatro. Yo era muy niño cuando un día pasó por nuestra casa un hombre pegando carteles. Mi padre me dijo que era el cartel de la reforma agraria. Pensé que esa reforma era una mujer; incluso que podría tratarse de una mujer del gobierno. Por esa misma época me llevaron por primera vez a Guanteros, vereda de catorce casas que se asentaba en la cima de la cordillera, y allí conocí la vitrola de la cantina de Zenito: escuchar las canciones de la vitrola fue el hecho más deslumbrante de mi infancia. Años después, ya en la escuela, visité esa cantina, pero estaba abandonada. Abrí la puerta para ver si aún seguía la vitrola y, sí, estaba, pero encima del tocadiscos había una gallina poniendo. ¡Qué desilusión tan demoledora! Con ocho años, conocí la nostalgia verdadera.En esta novela retrata dos versiones de un mismo país: la Colombia de la esperanza, reflejada a través de los hermosos diálogos de Anatolia y Talo, su nieto, y la Colombia amarga y violenta...Borges decía que los propósitos deliberados no cuentan a la hora de escribir. Solo cuando uno entra en materia y se enfrenta a temas y personajes, descubre el poema, el cuento o la novela. Por eso, un escritor no escribe lo que quiere sino lo que puede. Fue como a mitad de la novela cuando descubrí que pretendía aunar dos mundos irreconciliables: el de mi infancia y el violento país político en el que aquélla transcurrió. Y si a esto le intercalamos las pausas forzosas de la enfermedad renal, se explica que me hubiera metido diez años en su escritura y dos más en revisiones.Hay un aliento poderosamente poético en esta obra. ¿De qué se ha alimentado literariamente? A la hora de imaginar y narrar un mundo, el escritor se alimenta de lo vivido y leído, incluyendo lo más nimio. Con excepción de todo García Márquez, todo Rulfo, todo Borges y todo Vallejo (el grande, claro), prefiero hablar de obras: los libros que leí y volví a leer durante la escritura de esta novela fueron, entre otros, ‘Epopeya de Gilgamesh’, ‘Himnos védicos’, ‘Pedro Páramo’, ‘Luvina’, ‘Nos han dado la tierra’, la poesía de Saint-John Perse, Arturo, Caeiro, Mastronardi y Surpervielle. La gran poesía fue, pues, el género dominante durante la escritura pues es la que de verdad nos enseña a ver el mundo en profundidad.Dasso, inevitablemente uno asocia su nombre con el ‘apellido’ de biógrafo de Gabo. ¿Cómo evoca hoy la necesidad de contar en ‘El viaje a la semilla’ la vida del Nobel? Hoy me doy cuenta de que la necesidad acuciante de investigar, armar y contar a García Márquez obedecía no sólo a las necesidades particulares de un lector agradecido y fascinado, sino también a mis propias búsquedas. Aprendí mucho en ambos sentidos durante esa larga experiencia de más 25 años. Ahora sé que lo que más me atrajo fue constatar que Gabo escribió ‘Cien años de soledad’ y otros libros para, entre otras cosas, “volver” a la casa, al pueblo. Y ese es el tema central de mis búsquedas en la literatura: el viaje al origen, a la semilla. Alguna vez usted confesó que después de leer a García Márquez no le interesó acercarse a otro autor. ¿Cómo se deshizo de ese ‘eclipse’?Lo llamaría, mejor, un deslumbramiento, que lo puede dejar a uno casi ciego. García Márquez fue para mí la puerta grande por la cual entré en la narrativa, mi Cristóbal Colon de la novela. Hasta entonces había sido un lector de poemas, enciclopedias y diccionarios y había escrito algunos voluntariosos y malos poemas y hasta me habían publicado ‘Soneto a Estelita’ en El Espectador, escrito en clave ‘greiffiana’. De joven, la novela me parecía el arte de emplear muchas palabras para decir poco. ‘Cien años de soledad’ me curó ese prejuicio y me dejó levitando, como Remedios la bella. De la fascinación ‘garciamarquiana’ me fui curando, poco a poco, durante la búsqueda del autor y leyendo otros autores que habían sido sus maestros: Borges, Rulfo, Carpentier, Sófocles, Kafka, Faulkner, Defoe.¿Qué lecciones le dejó entonces al Dasso novelista el Gabo que usted aprendió a leer entre líneas?Muchas. Pero las más importantes son las invisibles. La más importante es el concepto de realidad. En el colegio, la Universidad y la literatura realista, que tanto despreciaban Proust y el mismo Gabo, aprendimos que la realidad es la existencia objetiva, la que está ahí fuera; por tanto es constatable y medible, pero Gabo —como Homero, Dante y Cervantes— nos recordó y enseñó que la realidad es más compleja. Implica lo que está antes y después de la realidad tangible, objetiva: mitos, leyendas, supersticiones, creencias. Y que el único compromiso del escritor es con toda esa vasta realidad.Otra lección, supongo: aprender a mirar hacia la infancia...Sí. Hay una frase de Bruno Schulz: “Mi ideal es mirar hacia la infancia, sólo en ello está la verdadera madurez”. Otra gran enseñanza es que hay que tener paciencia y esperar a que los temas lleguen a la hora menos pensada. Hay una cuarta enseñanza, especialmente valiosa para el que sienta la escritura como un genuino acto de creación: la estructura, el estilo y el tono emergen de los contenidos narrativos, no se les puede imponer desde fuera. Flaubert lo resumió así: “La forma sale del fondo como el calor del fuego”.¿Dónde lo sorprendió la muerte de Gabo? ¿Cómo la asumió? En Madrid. Regresaba caminando a casa, en el barrio Salamanca, con mi esposa Reina, cuando me llamó un periodista del diario Reforma, de México, a darme la noticia. Sentí una sensación de irrealidad, tal vez porque, como me ocurrió siempre con Borges, García Márquez era (es) para mí un ser eterno. Como inmediatamente me cayeron encima periodistas de medio mundo, no tuve tiempo de asimilarlo, y me quedé flotando en un limbo de irrealidad dos semanas, hasta que lo acepté y viví mi duelo personal. La última vez que hablé con él fue en enero de 2009, cuando me llamó desde México para preguntar por mi trasplante renal. Fue cariñoso y cercano.¿Puede uno superar ese elogio tremendo que le dio: “Si hubiera leído ‘El viaje a la semilla’ antes, no habría escrito mis memorias”?Claro que sí, casi de inmediato, pues, aunque Gabo dijo esas palabras con sinceridad y emoción profundas, y las repitió entre amigos y hermanos, mi libro no podría reemplazar sus memorias, no sólo porque un género no puede suplir a otro, sino porque una simple biografía no compite con la importancia y belleza de las memorias de un maestro.

AHORA EN Cultura