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Cine: La odisea amazónica de Ciro Guerra

El abrazo de la serpiente’ es una película pausada, ambiciosa y valiente. Una historia que ocurre en la selva colombiana, narrada en dos momentos distintos y que enfrenta la sabiduría ancestral contra la ambición y la ignorancia. La tercera película de Ciro Guerra da cuenta de su madurez como director, llevándose el premio ‘Art cinema’ de la quincena de realizadores del pasado Festival de Cine de Cannes.

14 de junio de 2015 Por: Por Claudia Rojas Arbeláez l Especial para GACETA

El abrazo de la serpiente’ es una película pausada, ambiciosa y valiente. Una historia que ocurre en la selva colombiana, narrada en dos momentos distintos y que enfrenta la sabiduría ancestral contra la ambición y la ignorancia. La tercera película de Ciro Guerra da cuenta de su madurez como director, llevándose el premio ‘Art cinema’ de la quincena de realizadores del pasado Festival de Cine de Cannes.

Desde sus primeras secuencias, ‘El abrazo de la serpiente’ pone alto el listón y nos plantea muy bien el escenario donde nos moveremos.  No solo desde la apuesta estética marcada por el generoso y siempre agradecido blanco y negro, sino por la factura y el pausado ritmo narrativo que impone la selva. 

Pronto nos damos cuenta que esta no es una historia común, ni es otra película colombiana hecha para llenarse los bolsillos a punta de estereotipos ni chistes  ordinarios.  Tampoco es un acto de rebeldía de algún director incomprendido que busca exorcizar sus propios demonios. Nada de eso. 

Esta película es sorprendente, madura, ambiciosa y valiente no solo por la solidez de su propuesta temática y visual, también  por su anécdota. Para empezar está hablada en nueve lenguas diferentes y es subtitulada. 

La trama, que se desarrolla en la selva amazónica y que se narra en dos momentos diferentes, está basada en los diarios de viaje de dos etnobotánicos. Uno alemán que exploró la zona a comienzos del siglo pasado y que, ayudado por dos indígenas, pasó sus últimos días buscando una planta que podría salvarle  la vida.  

El otro, un estadounidense que, varias décadas después, sigue los apuntes y los pasos de su antecesor intentando encontrar también la misteriosa planta. Y por esas cosas de la vida, la selva confabula y les entrega a Karamakate, el último indígena sobreviviente de su tribu, como un mismo compañero de viaje. Un chamán que empieza a desdibujarse en medio de la soledad de la selva que con el paso de los años ha borrado sus memorias, convirtiéndolo en un ser sin alma.   Ahora, en los últimos años de su vida, la selva lo ha puesto de nuevo, cara a cara, con un enigmático hombre blanco cargado de maletas, quien con su sola presencia corre el velo de su memoria y lo ayuda a recordar. 

Remontando los pasos que recorrió en el pasado, este hombre observa todo aquello que hace mucho quiso dejar de ver.  Pronto comprende que es su momento de conectarse con su esencia y, tal vez, de impartir la  justicia que le otorgan los saberes de las pantas ancestrales

Así, viajamos en canoa en una película que explora la selva no con los ojos del foráneo ni del colonizador sino con una mirada atenta del que quiere descubrir los misterios. 

 La película avanza con un hombre que sigue los pasos del otro mientras vamos y volvemos entre dos momentos que narran sus propias tragedias históricas.  La selva devela sus secretos y poseedores, en un viaje que al igual que el emprendido por Homero en su odisea, nos da tantas historias como parajes.  Entonces por un momento puede parecernos que la anécdota se estanca ¡y cómo no!, en esta selva hay tantas mundos que deben ser narrados. Tantas historias como orillas y  este río no tiene dos orillas, sino infinitas.

Imposible no pensar en ‘Fitzcarraldo’ de Herzog, pero el referente queda atrás  pronto, gracias a la anécdota que nos cuenta Guerra y a una película respetuosa que sabe tomarse el tiempo para mostrarnos la magnificencia de la selva y de sus aguas.  La sobriedad del blanco y negro se reinventa, adentrándose en las texturas y los brillos que solo la naturaleza otorga.  

Generosa la fotografía de David Gallego, que permitió que la selva lo invadiera y se luciera ante un lente paciente y, claro, bajo la dirección del muchacho de Río de Oro (Cesar), quien ha empezado a crecer.   

Ciro Guerra, quien empezó su historia como director hace diez años con ‘La sombra del caminante’ (2004) y la continuó cinco años después con ‘Los viajes del viento’, ha ido encontrando su propia ruta.

  No es casual que su voz dramática haya estado guiada siempre por protagonistas que viajan en sus propias búsquedas y adentrándose en terrenos que bien podrían leerse como sus  inconscientes.   Y con sus personajes también él, quien con su mirada un tanto antropológica, se ha tomado el tiempo de recorrer este país de la manera como lo ha hecho. No solo frente a la cámara sino también en el interior de sus personajes que buscan respuestas. 

En esta, al igual que en su ópera prima, el protagonista encuentra en aquella planta mística, respuestas que le ayudan a comprender su pasado, abriendo sus propias puertas. Nadie sabe lo que busca hasta que lo encuentra. 

En ‘El abrazo de la serpiente’ Guerra se toma su tiempo para explorar la selva con los ojos de quien se maravilla ante lo que descubre y se impacta con las realidades que siempre la han atravesado.  Los absurdos procesos de evangelización, el horror de las caucherías y la ignorancia persistente de un país que aún hoy sigue estando de espaldas a su mayor riqueza. 

Enhorabuena para Colombia por Ciro Guerra y el premio ‘Art cinema’ que recibió su película en la quincena de realizadores del pasado  Festival de Cine de Cannes. Pero eso no es lo que la convierte en una película inmensa que es grande. ¡Es todo lo demás!

Claudia Rojas Arbeláez es docente Universidad Autónoma de Occidente. @kayarojas

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