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Cali no olvida a 'Amparo Arrebato', diez años después de su muerte

A Amparo Ramos Correa la salsa le regaló una identidad que nunca cortejó, pero a la que tampoco se empeñó en renunciar. Hoy, diez años después de su muerte, nuestra memoria musical se resiste a olvidar a esa ‘negra que tiene fama de Colombia a Panamá’. Pasos de una nostalgia.

20 de febrero de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros I Periodista de Gaceta

A Amparo Ramos Correa la salsa le regaló una identidad que nunca cortejó, pero a la que tampoco se empeñó en renunciar. Hoy, diez años después de su muerte, nuestra memoria musical se resiste a olvidar a esa ‘negra que tiene fama de Colombia a Panamá’. Pasos de una nostalgia.

El muchacho sonríe y se apresura a bajar el cuadro de marcos dorados que pende de una de las paredes azules y descascaradas de la vieja casa. Se llama Álex y en el barrio El Hoyo, a pocos pasos de la Carrera Primera, en pleno centro de Cali, todos saben que es el sobrino de la bailarina más aplaudida que ha parido esta ciudad.Vestida con un brevísimo traje blanco, de mangas bombachas, la tía célebre levanta su brazo izquierdo y sostiene el mentón en alto, a la espera de un aplauso merecido. Atrás, el público que la mira con devoción, y bajo sus sandalias de tacón, los pequeños baldosines sobre los que sus piernas de infarto acaban de bailar.La foto en blanco y negro, que enhorabuena ese cuadro congeló para la memoria, data de 1971. La tía que hoy hace sonreír a Álex no tendría más de 25 años por entonces y ya había dejado de llamarse Amparo Ramos Correa. Desde mucho antes de esa imagen y para siempre la salsa le había regalado una identidad que nunca cortejó, pero a la que tampoco se empeñó en renunciar: Amparo Arrebato.La culpa es de una canción y esa historia ya es leyenda. Amparo, en vida, la contó varias veces: que corría el 26 de diciembre del año 68 y que, como solía hacer en cada Feria, se había ido hasta la Caseta Panamericana a desaguar el cuerpo de tantas melodías que en otros días del calendario no había podido bailar.Sonó ‘Bomba camarᒠy ella, como solía aparecer cada vez que saltaba a la pista —altiva, de ojos grandes, labios crueles y risa encendida, como si reservara el cielo para brillar ella sola— vibraba en lo suyo... “bomba camará, camará, camará, bomba camará, pero qué rico está”...Ricardo Ray y Bobby Cruz, que sin saberlo esa noche escribirían un episodio inolvidable de la memoria musical de Cali, —¿alguien no sabe acaso que ese concierto selló para siempre el pacto de esta ciudad con la salsa?— alcanzaron a distinguir sus pasos alegres desde la tarima y en la pausa de su presentación la llevaron hasta su mesa.Que qué bien bailaba, que qué lindas piernas. Qué de dónde tanta gracia. La joven del barrio El Hoyo les contó lo indispensable: que había sido atleta de alto rendimiento, que amaba el baile y que no se llamaran a engaños pues era solo una mujer humilde que se ganaba la vida como operaria de una fábrica.Esa misma noche la invitaron a Juanchito. Y ese mismo diciembre, también, los dos músicos acabarían sentados en la sala de la humilde casa del barrio El Hoyo degustando unos tamales para celebrar el cumpleaños de la caleña, que era el día 30. Tan solo un año más tarde, sucedió lo que ya sabemos de memoria: Richie y Bobby regresarían aquí con ‘Agúzate’, el Lp que los consagraría. Y, prensado en éste, una canción que convertiría a esa chica en la reina indestronable de la rumba.Con ese mismo long play entre sus manos, hoy el discómano y coleccionista Richard Yori lee la anécdota con más trascendencia. ‘Amparo Arrebato’, está seguro, no fue solo una canción dedicada a una bailarina nuestra, sino el acontecimiento que le dio un lugar a Cali en el mapa de la salsa.A esta sultana gozona ya le había cantado la Sonora Matancera, por allá en los años 50. Ya Lucho Bermúdez había logrado que Benny Moré hiciera sonar en México y Tito Rodríguez en Nueva York dos versiones de ‘San Fernando’, el tema que compuso en honor a uno de los grandes clubes sociales de Cali.Pero entonces, “a Richie y a Bobby les dio por regalarle una canción a esa ciudad que se había gozado su anterior álbum, ‘Comején’, del que salieron verdaderos himnos de la rumba como ‘El mulato’. Y cantaron aquello de ‘me voy a pescar en el río, Juanchito es lo mío’ y tres frases más arriba ¡Qué viva Cali, Chipichape y Yumbo!”... Y eso puso a la capital del Valle en la mente de puertorriqueños y neoyorquinos”.El mito había nacido: “Amparo Arrebato le llaman, siempre que la ven pasar, esa negra tiene fama de Colombia a Panamá”.., cantaban con júbilo en las casetas.Y eso que aquél fue un álbum poderoso. De las ocho canciones que contenía, cinco fueron pan del cielo en los bailaderos de Cali, entre ellas la dedicada a la esbelta atleta. ‘Guaguancó raro’, ‘Traigo de todo’, ‘A mi manera’ y, claro, ‘Agúzate’, que se convirtió en la banda sonora de toda una generación.El mito de Amparo Arrebato brotó justo cuando la soberbia tradición del baile en Cali parecía un delirio sin talanquera y recorría a placer todos los días de la semana: los lunes eran de Honka Monka, los martes de La Manzana, los miércoles de Escalinata, los jueves de Cabo Rojeño y los viernes de Séptimo Cielo.A todos esos bailaderos llegaba, cuando podía, la mujer que el escritor antioqueño Reinaldo Spitaletta llamó la ‘Marlene Dietrich de la salsa’, por el evidente atributo físico que sobresalía bajo los cortos vestidos de brillantes o flequillos que ella solía usar: sus torneadas piernas.Esta es la hora, sin embargo, en que Emilia Ramos, la mayor de sus hermanas, se pregunta de dónde la muchacha resultó con tantos ímpetus de fiesta. “En mi casa nadie bailó”, sentencia ahora, diez años después de la muerte de Amparo, ocurrida el 15 de marzo de 2004.En esa casa de bahareque del centro donde ella nació y vivió hasta 1984 se preguntan lo mismo. Álex, el sobrino feliz, dice que su abuela María Jesús Correa de Ramos, era una ama de casa, que de vez en cuando conseguía algunos pesos lavando ropa para oficiales del Ejército; que había enviudado joven y que tuvo que echarse a los hombros la responsabilidad de criar a cuatro hijos sola. Amparo era la menor. Así que la cosa nunca estuvo para bailes.La mujer, de hecho, se ayudaba alquilando algunos cuartos. Una de las inquilinas de esta casa desangelada fue Jovita. Sí, la loca, la reina eterna de Cali. Parece sacado de una prodigiosa imaginación, pero es verdad: Amparo Arrebato y Jovita Feijóo, dos de nuestras leyendas más populares, compartieron el mismo techo.Pero mucho antes de que la fama le cayera encima y de repente, Amparo prefirió el deporte. Lo cuenta Emilia, mientras abraza un abultado álbum de recuerdos de la artista en su apartamento del sur de Cali. “Practicábamos el basquetbol y el atletismo. Ella entrenaba en la Base Aérea y alcanzó a ser campeona departamental e imponer una marca en unos Juegos Nacionales, en los 60 metros; pero su pasión por el baile pudo más y ya desde los 16 años comenzó a ganar concursos”.De su cadencia y sus pasos acompasados y sabrosos se enteró, a inicios de los 60, Dámaso Pérez Prado, ‘el rey del mambo’, quien había llegado a Cali para presentarse en el Coliseo Evangelista Mora.Enterada de la buena nueva, doña María Jesús pagó los 100 pesos de la boleta y llevó consigo a Amparo a presenciar el show. La joven saltó a la pista y el músico cubano acabó tan encantado que le propuso hacer parte de su grupo de bailarinas en México. Pero Amparo dijo no.A Óscar Cardozo, coleccionista y director del programa radial Planeta Salsa, no le cuesta imaginar lo que sintiera Pérez Prado esa vez: “Amparo desplegaba una enorme sensualidad. Yo, que me volaba de niño a los bailaderos de la Carrera 10 y el barrio Obrero, solo para verla, recuerdo especialmente los gestos que hacía con su boca, uno la veía y quedaba enamorado”.Era ella y no otra, como llegaron a sospechar algunos. Tras el éxito de 'Amparo Arrebato', la canción, se escucharon rumores que gritaban que Ricardo Ray y Bobby Cruz no se habían inspirado en nuestra bailarina para componerla. Que era una de Puerto Rico, comentaban unos. Que la verdadera vivía en Estados Unidos, aseguraban otros. El propio Richie Ray sacó a todos de la duda cuando explicó, aquí mismo en Cali, años más tarde, que la verdadera, la original, la que siempre había sido, era esa chica de piernas inolvidables de la Caseta Panamericana.El suyo, en todo caso, era un baile alejado del que practican las bailarinas de estos tiempos. Jimmy Boogaloo, bailarín de los 60 y 70, cuenta que en esa época resultaba más difícil bailar, pues “implicaba contar con una pareja con la que se pudiera sentir la música. La gracia estaba en los pies, no en las acrobacias”.Ahora el asunto, el ‘Cali style’, como lo llaman en medio mundo, se marca por pasos, ocho a la derecha, seis a la izquierda, tres al frente, “y así es más fácil”, se queja el negro Jimmy, quien junto a Amparo integró el desaparecido Ballet de la Salsa.El de ambos fue un tiempo dichoso en el que bailarines de fuste como ‘Telembi King’, Nelson, Chucho, Orlando, María y Evelio Carabalí hicieron propio ese estilo en el que el boogaloo, esa especie de guajira lenta, se transformó en endemoniadas versiones que lograron el extraño milagro de hacer girar discos de 33 revoluciones en 45.Los que hacen memoria aún no se ponen de acuerdo sobre el culpable de ese frenesí. Algún discómano, seguro. Lo que sí sabe bien Óscar Cardozo es que a los propios Richie y Bobby los sorprendió que su música, sus boogaloos, sonaran muchísimo más rápidos que sus versiones originales.De repente un día, de visita en la ciudad, “caminando por el sector de Santa Rosa, en el centro, escucharon uno de sus temas a un ritmo acelerado. Llenos de intriga preguntaron la razón y alguien les explicó que el truco estaba en el tornamesas, que eso era lo que a la gente le gustaba bailar en esa época”, comenta Óscar.Era la gente de barrio popular, la clase trabajadora que distraía las horas muertas con guarachas, mambos y pachangas y que había abrevado su baile de los pasos que en la gran pantalla desplegaba el ‘Pachuco’ bailarín, célebre personaje de las películas mexicanas.Amparo no fue ajena a ese rebateo. Como muchos otros caleños de clase humilde, su patria fue el barrio. Así que mientras en los refinados clubes sonaban Pacho Galán y Lucho Bermúdez, en las casetas populares Amparo Arrebato enredaba “a los hombres y los sabe controlar, Amparo Arrebato le llaman, la negra más popular”...Lo fue hasta mediados de los años 80. Óscar coincide en que la luz con que ella brilló se fue haciendo débil y ya no se le vio con los mismos ímpetus de siempre. “Debe ser porque se casó y se dedicó a su hogar”, reflexiona el melómano.Su hija, Angélica María, la menor de los dos hijos que tuvo la artista, y que vive aún en la casa de Alfonso López donde Amparo pasó sus últimos años, la excusa y dice que quizás se alejó un poco del baile tras la muerte de Enrique Cabezas, ‘Telembi King’, su parejo de siempre.“Lo que pasa —cree Angélica— es que muchos imaginan que mi mamá vivía de baile en baile, pero no, era una mujer trabajadora, que en sus últimos años trabajó como operaria en Fruco. Eso sí, cada 30 de diciembre, día de su cumpleaños, preparaba tamales vallunos e invitaba a sus amigos a celebrar y la parranda duraba hasta el 1 de enero”.Es el mismo recuerdo que evoca su esposo, Silvio Castro, que se enamoró de Amparo mientras ella bailaba en Honka Monka y él era el Dj del lugar. “De lejos, fue una de las mejores bailarinas de su época, impuso un estilo”, dice orgulloso.Lo único que consiguió doblegar el espíritu alegre de Amparo fue la muerte de Orlando, su hijo menor, a quien asesinaron estando preso en la cárcel de Bucaramanga, en el 2000. Tenía 28 años y poco le faltaba para completar su condena. Por culpa de la muerte del muchacho, la ‘negra’ que tenía fama de Colombia a Panamá no volvió a esmerarse por encontrar la risa.Y engordó, engordó mucho. La depresión, cuenta su hija, le llevó a comer con desespero. Amparo Arrebato había perdido la esbeltez de sus tiempos mejores, el cuerpo se lo había expropiado a la vanidad. “El médico nos explicaba que existían dos maneras de asumir una depresión: hay quienes se abandonan a sí mismos y dejan de comer; y otros que por el contrario se desahogan con la comida. Ese fue el caso de mi madre”, relata Angélica.Los últimos años de la bailarina transcurrieron fabricando artesanías para entretener la vida, enseñando cómo hacer pequeños balcones coloniales y peluches en la sede de Comfandi del barrio Las Delicias, al oriente caleño, y dando algunas clases de baile. La diosa del baile había cambiado la noche por el día.“A veces me llaman para alguna presentación, pero hay bailarines que me hacen mal ambiente diciendo que estoy vieja y gorda”, se había quejado ella en una entrevista para El País, tres meses antes de morir. “Pero cuando la gente me ve bailar mis guarachas y mis mambos, se da cuenta de que sigo siendo Amparo Arrebato, la de la canción, la de siempre”.No lo entendió así la muerte. Con su salud al filo del abismo, el viernes 12 de marzo de 2004 Amparo telefoneó a su madre para pedirle que la acompañara al Hospital San Juan de Dios porque no se sentía bien.El diagnóstico de los médicos no dejó muchas esperanzas: la mujer, de 59 años, había llegado con un preinfarto y su estado empeoraba con las horas. Su corazón se detuvo el 15 de marzo. Murió un lunes y murió de noche. Un lunes como los célebres de Honka Monka, el viejo rumbeadero donde había tropezado con el amor y que hizo historia, allá en la Carrera 6 con 24. Allá donde sus piernas torneadas vibraban sin parar mientras el resto de nosotros, menos gocetas, está claro, perdíamos el tiempo durmiendo.

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