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La hermana del autor de ‘Qué viva la música’, en una presentación de la edición inglesa de la novela, durante el 2014 en Londres. | Foto: Foto: Archivo personal de Rosario Caicedo

ANDRÉS CAICEDO

Rosario Caicedo cuenta su versión acerca de la censura a la obra literaria de su hermano

Una testigo fiel de la vida y obra del escritor caleño más popular del siglo XX, relata en este artículo su versión acerca de la censura que un libro de cartas tuvo que superar en diversas ocasiones para publicarse póstumamente, tal como su autor lo hubiera deseado. Testimonio de un milagro de justicia poética.

25 de octubre de 2020 Por:  Rosario Caicedo, especial para Gaceta

A finales de agosto de este horrible año de la pandemia, recibí finalmente la noticia: el esperado libro estaba ya en las librerías. Las cartas eran una realidad física. Una realidad que tomó décadas en llevarse a cabo. Y no vino a ser solamente un libro, son dos. Dos hermosos tomos con las cartas sobrevivientes de un joven escritor que literalmente se mató escribiéndolas. El segundo libro finaliza con sus dos últimas misivas antes de quitarse la vida. Andrés Caicedo Estela, admirador y creador obsesivo de la palabra escrita había finalmente conseguido a través de muchos años lo que desesperadamente quiso de vivo: el ser publicado. Y específicamente, con respecto a este libro, el que sus cartas fueran publicadas.

Yo, amante de su literatura y defensora de su obra sentí gran regocijo al saber que después de años de lucha su Correspondencia era una realidad que se podía tocar, hojear, oler, comprar. Dos hermosos tomos publicados por Planeta en la colección Seix Barral estaban ya en los estantes. Un viejo amigo, testigo de muchas luchas comunes, me llamó en medio de un lluvioso día: “Aquí están, los tengo conmigo. Finalmente. Misión cumplida”. Y el día continuó en medio de la rutina diaria, con verdadero regocijo. “Alegría alegría y placer”, me escribió otra amiga, en esos mensajes cortos e inmediatos, sin puntuación; mensajes de colores y con sonido que no son ni nunca serán las cartas de 25 y 35 pliegos que este escritor en mención escribía velozmente, una tras otra.

Testigo fiel soy de como escribía este escribidor. Testigo soy del sonido de su máquina Remington a todas horas del día y de la noche. Testigo soy de un día de un calor infernal en Houston, Texas, con el escritor al frente de su máquina desde las seis de la mañana a las diez de la noche.

Páginas blancas tras páginas blancas convertidas en cuentos, principios de novela, guiones, críticas de cine, cartas, que han sido publicados tras de su muerte. 16 horas sentado. 16 horas con pequeños “recreos” para bajar rápidamente la escalera de mi apartamento y revisar el correo. “¿Porqué no me habrá llegado la carta de Luis? Quiero que este cartero toque más de dos veces, Rosarito”. Su constante mención al cine, su memoria magistral para recordar títulos de películas que los pudiera usar en su vida diaria. El cine por sobre todas las cosas. Allí lo encontrarán ustedes, los lectores de estos dos tomos: el cine rodeando, calmando la angustia de su alma.

Hablar del libro Correspondencia de Andrés Caicedo es como su nombre lo indica, hablar de cartas. Hablar de estos dos tomos bellamente editados y compilados por Luis Ospina y Sandro Romero Rey, es hablar de la historia de un joven escritor que dedicó su cortísima vida a la literatura, al teatro, al cine, “a lo que me pongan por delante que merezca ser escrito”. Palabras dichas por Andrés Caicedo caminando por las calles de su ciudad.

Los dos tomos nos muestran 198 cartas de un escritor en un período de 7 años. De 1970 a 1977. Siete importantísimos años en la vida de Andrés Caicedo. Siete años —irónicamente el número de “buena suerte” para él— donde encuentra su deseo por vivir escribiendo, y su profunda y mortal tristeza. Allí, en 888 páginas están todos estos sentimientos esculpidos cuidadosamente en cartas y más cartas. Las que sobreviven, las que no se perdieron para volver a ser encontradas y después desaparecer misteriosamente.

Quien ve estos hermosos libros sin saber lo que estuvo detrás del origen —de la publicación— de ellos, no se puede imaginar siquiera que la historia de cómo esta Correspondencia logró salir a la luz es un compendio profundamente complejo sobre lo que define al arte y a la expresión de todo artista como tal: la libertad de ser y de crear lo que se le venga en gana. Porque es el creador, el artista el que crea. Nadie más. Ni su familia ni sus amigos, ni sus amantes. Nadie. Él o ella son sujetos y propietarios totales de ese maravilloso misterio que la vida nos ha dado. El misterio que se llama arte. Y quienes se atreven a censurar el arte están censurando su esencia y tratando de apagar bruscamente el fuego creador del artista. Y en este caso el fuego póstumo que se ganó Andrés Caicedo a punta de disciplina, genio y valentía.

Porque, queridos lectores, en la historia literaria del escritor Andrés Caicedo, la censura siempre estuvo presente. Lean con detenimiento sus cartas. Deténganse ustedes en sus párrafos para poder verdaderamente observar cómo este libro empieza con una carta escrita a su madre explicándole las razones por las cuáles se estaba huyendo de la casa, y cómo al fin del tomo 2 termina con la huida final y total: la huida planeada y escogida de su propia vida. En Calicalabozo. Allí los lectores lo encontramos y lo dejamos: “encuéntrame allí donde todo es gris y no se sufre”. Palabras tomadas directamente de lo que yo siempre he llamado El Manifiesto final de Andrés Caicedo, palabras que puso en boca de su rubia rubísima María del Carmen Huerta, la niña bien que no quería ser nada bien, la tropelera, la Atravesada por excelencia. La exalumna del Liceo Benalcázar de Cali, que orgullosamente escogió volverse puta. “Encuéntrame allí donde todo es gris y no se sufre”. Palabras que en su versión original el escritor las sacó directamente de su propio diario. Otro cuadernito celosamente guardado entre un cuarto y otro, entre una casa y otra, la casa familiar donde el escritor observó y describió a sus habitantes y dejó sus huellas en su obra. Porque es la familia la primera fuente creativa de todo artista. Lo primero que conoce y lo primero que plasma. La familia. La historia de la literatura universal está poblada de citas de escritores explicando el problema que puede ser para una familia el tener a un escritor habitando la casa de todos. Padres, hermanos, sujetos a la intensa mirada del niño o niña empezando a plasmar sus impresiones con un lápiz y un papel. Padres y hermanos dando la bienvenida a esas observaciones o rechazando y atacando y censurando las palabras tempranas o ya maduras del escritor que les tocó.

En el caso de Andrés Caicedo, su padre tomó la decisión dolorosa y radical de entender y empezar a amar la escritura de su hijo después de su suicidio. Y así lo hizo con la disciplina, la introspección y la valentía que siempre lo caracterizó. Fue él, Carlos Alberto Caicedo Arboleda quien a los pocos meses después de la muerte de su hijo, empieza a organizar su obra y pone en la lista su Correspondencia como parte de su legado literario. Durante los años en que mi padre estuvo vivo jamás escuché de sus labios un deseo de suprimir nada de lo que su hijo escribió. Por el contrario, su meta fue tratar de encontrar ayuda y poder publicar “todo lo que él no pudo publicar”. Y así lo trató de hacer, poco a poco, año tras año, con la ayuda generosa y gratuita de quienes admiraban la obra del escritor.

Para usar una narrativa cronológica, la censura empieza a interferir en una forma ignorante e implacable a finales de la primera década del siglo XXI. Ya había empezado yo a ser testigo de los temores y temblores del “Qué dirán” cuando se publicó El cuento de mi vida en el 2007, editado por María Elvira Bonilla y publicado por la ya desaparecida editorial Norma. Difícil el poder entender como las travesuras recreativas de los amigos de la censura en la década de los años sesenta —y mencionados por el adolescente escritor— pudieran tener tal significado para esta. Ser motivo de tan intensa preocupación. El Caliquédirán, parece, sigue activo a pesar de que todos sus lugares de reunión y convivencia ya no existan. El Caliquédirán desaparecido para siempre pero no en quienes no han pasado de un siglo a otro. Misterios nos da la vida, la vida nos da misterios… y hay temblores y temores distintos para cada uno de los seres humanos. Al menos así lo interpreté yo en esos últimos meses del 2006, cuando El cuento de mi vida se estaba compilando.

Pero fue en el 2008 donde la censura entra a interferir de forma implacable. Ya no solamente es el temor a lo que pueda haber dicho Andrés Caicedo de Fulanita o Sutanito, no señor. La Censura, armada con lanza en ristre se hace presente en el libro Mi cuerpo es una celda (Norma, 2008), compilado por el escritor chileno Alberto Fuguet. Un libro donde las cartas son la parte central de los capítulos y donde La Censura abiertamente vota en contra de publicar una misiva del escritor Andrés Caicedo al escritor Jaime Manrique por su contenido homosexual. La censura sin pelos en la lengua. La censura cristalina sintiéndose con todo el derecho a expresar su homofobia y a negarla cuando se es confrontada. En 2008, la carta “homosexual” no se publicó porque “¡qué horror!” y de allí en adelante los tentáculos de la censura se hicieron poderosos e implacables. Amparada la censura en una sociedad legal que se suponía proteger el legado literario de Andrés Caicedo, continuó ejerciendo su poder por voto mayoritario. Desde el 2008 hasta el 2018 cuando esta sociedad se logró disolver, la censura manejó la obra de Andrés Caicedo como lo encontró digno de hacerlo. De acuerdo a sus preceptos morales y de acuerdo a sus gustos y disgustos. Y, claro está, sin posibilidad de diálogo alguno cuando se presentaban puntos opuestos ante la mayoría y la minoría.

Debido a que considero que cualquier tipo de censura pone en peligro total a una obra de arte, es esta profunda creencia, la razón principal que me ha motivado a exponer la triste realidad que la obra de Andrés Caicedo enfrentó. Es por mi amor y mi pasión por la literatura que considero importante que los lectores de este hermoso libro de Correspondencia entiendan que detrás de él, de cada página, de cada carta, ha existido una batalla digna de contarse, pues esa batalla es tan parte de la vida de Andrés como lo fue el cine y la escritura y el teatro y sus amores y desamores. Como lo he expresado claramente por tantos años, uno no llama Calicalabozo a su ciudad natal simplemente porque le gustan los juegos de palabras.

Una lucha constante de casi una década, finalmente permitió que esta Correspondencia, el libro que casi no fue, finalmente fuera una realidad física y que ahora esté en las manos de todos los lectores interesados. Como así lo deseó el autor. Es como si estos dos tomos casi casi necesitaran una monografía explicativa, un tercer tomo de su propia historia: El casi fin de la Correspondencia, podría servir como título. Porque como todos los amantes de la literatura saben, no hay mayor tragedia griega para un artista que la entrada del censurador a sus aposentos. Yo, activo testigo de estas acciones constantes, implacables e inquisidoras, podría ser entrevistada para contar la absurda narrativa desde el principio hasta el final. Yo, que he tenido que luchar abiertamente con estas acciones, podría sugerirle a quien deseara escribir la cronología de la censura —que afortunadamente no se salió con la suya— un recuento vívido de acciones inquisidoras.

La monografía explicativa podría consistir de varios capítulos:

1—Cuando la censura decide que un libro llamado Correspondencia (y aceptado por la censura para la publicación —con más de un año de exhaustiva preparación por parte de la casa editora—) no puede ser publicado porque las cartas, de acuerdo a la censura, son solamente para ser vistas por sus destinarios, ya que no hay valor literario en ellas. Esta conclusión se enuncia como edicto absoluto.

2—Cuando varias cartas pertenecientes al autor desaparecen y aparecen para desaparecer después. Y después aparecer.

3—Cuando cartas y dedicatorias de libros son “cambiados” por la censura a través de los años. Porque sí. Porque no le gusta la dedicatoria original de El Atravesado. Así de simple. Porque la censura puede ser simple en su razonamiento, pero también puede ser poderosa e implacable.

Tantos ejemplos, tantos. Porque hay muchísimos más. Demasiados. Afortunadamente, a pesar de todo —y todo es mucho, se los aseguro— Correspondencia salió y fue lanzada en varias redes sociales debido a la pandemia. Y las reseñas han sido profundamente elogiosas. Columnistas de sendos periódicos y revistas han expresado su profunda admiración por las 198 cartas.

Regocijo total siento yo ante esta justicia poética para el autor muerto que no se pudo defender de la censura. Porque vivo, luchó arma en ristre, denunciando la represión de su propio entorno familiar y social. Y en esa lucha creó personajes y acciones que continúan caminando sin cesar las calles de Cali. Las Marías del Carmen y los Edgar Piedrahita y ¡Antígona! haciendo temblar a muchos señores encorbatados y a muchas damas de vestidos de lino.

Después de todo esto, hasta la censura, queridos lectores, ahora que finalmente Correspondencia se publicó, casi casi a pesar de ella misma, está ahora alabándola. Sí, las cartas que por años se negó a publicar. Yo, leyendo estos comentarios y viendo sus presentaciones en bibliotecas de la ciudad me sonrío silenciosamente ante esta tardía epifanía. ¿La censura feliz con estos libros? Vea usted, como diría mi padre. Ver para creer. Y yo quisiera creer, pero las dudas y la historia de décadas me ocasionan un gran escepticismo. Veo pero no creo. Así de claro.

Sorpresas nos da la vida, la vida nos da sorpresas… mundo extraño este. Mundo surreal. George Orwell y su 1984 en Cali, Colombia. Más que sorpresas nos da la vida. ¿Estas sorpresas de la censura no siendo ya censura?

A recibirlas con regocijo y claro está, con ironía. 70 años no se viven en vano. 70 años tienen recuerdos acumulados uno tras otro. Sí, con regocijo recibo los libros y los comentarios positivos que parecen seguir y seguir. Pero también recibo estos libros con un compromiso imperecedero de contar lo que sucedió en este pasaje de la vida literaria de un escritor acosado por la censura en su corta vida y tristemente también después de su muerte. Décadas después de estar enterrado en su tumba, la censura siguió literalmente temblando ante sus palabras.

Por esa libertad de escribir lo que quiso, por ese hermoso concepto libertario, Andrés Caicedo luchó hasta su último día. El escritor que en su primera y larguísima carta a Luis Ospina le dice, tratando de definirse ante su nuevo amigo: “Tal vez, digo, yo sea únicamente el que escribe…”.

Su identidad, toda completa: el ser escritor.

Ojalá que la censura en su tardía epifanía haya leído con detenimiento esta pequeña frase para escoger su cambio de opinión. Y ojalá que su mente se abra un poco y entienda algo de lo que significa este libro, publicado contra viento y marea y rayos y centellas. Ojalá que no se avergüence al leer la carta que Andrés Caicedo le escribió a Jaime Manrique. Ojalá que en su epifanía en el 2020 haya entendido que las caricias entre dos personas del mismo sexo son tan válidas y tan hermosas como cualquier otra caricia.

Ojalá que honestamente la censura pueda decir con gran honestidad: “alabanza al escritor Andrés Caicedo que escribió por horas y horas y horas a pesar de todo. Y nos dejó como legado tanto para leer y depurar y admirar”. Alabanza por esas cartas escritas con la intensidad de quien tiene muy poco tiempo pero quiere decir mucho: cada párrafo con las palabras cuidadosamente escogidas. Alabanza a sus cartas ahora en manos de todos.

Que la censura lo diga. Que sea una verdadera epifanía. Ojalá.

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