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FICCIÓN
Lea 'El tercer viejo', un cuento de Luis Valencia Yurgaki
Un joven aspirante a escritor visita todos los jueves a un viejo maestro del Pacífico que corrige sus escritos. Poco a poco, el maestro se confunde con el personaje que narra el cuento del aprendiz, pero otro se esconde entre la ficción y la realidad.
En la vida real, uno puede destruirse el día que desee y como quiera, digo, para eso nunca hizo falta comprar un tiquete o esperar en la estirada fila de un sistema de turnos. Solo vivir, echando de menos la muerte. Pero quién es uno para matarse o para matar a alguien. Un joven obstinado que aspira a novelista, pero desconfía de sí mismo. Alguien que no quiere irse de este hueco sin antes enfrascarse en algo; utopías que resultan en un impasse ante la negativa de avanzar de la mano del viejo Rodríguez.
—Que un martes es el mejor día para morir —le repetí.
—Ya te lo dije, negro —dijo el viejo—. Hay que pensar en matar, no en morir.
El viejo sabía mucho. Me pregunté si sacar del saco la trama del cuento, luego botarlo y verlo explayado a la vista de alguien más, era un buen argumento para no morir. Y lo era. Por tanto, el martes podría esperar, puesto que no iría hacia ninguna parte sin antes concebir el texto. Pensar en matar, no morir. Eso es. Por cierto, cada vez se iban tornando más tediosos los encuentros a la misma hora, cada jueves, en la Casa de la Lectura, morada del viejo Rodríguez, un hombre casi olvidado pero diestro escritor de relatos.
—No pudiste, negro —dijo otra vez, sin mirarme.
No le respondía. No era capaz.
—No pudiste con ese cuento —agregó y soltó las hojas.
Supuse que no estaría decepcionado, más bien absorbido por lo mismo de siempre. «A vos no te gusta seguir el plan de trabajo», ya me lo había hecho saber el viejo. Y es que ya habíamos pasado harto tiempo tratando de matar a Santa Claus y, ahora, no paraba de invocarme a la Casa de la Lectura para ostentar su viche de origen incierto y discutir sobre mi último cuento.
En cualquier caso, el ruido del Oeste, rumbo a Santa Teresita, era lo más parecido a una película del cine mudo. Cuando asistía en mi bicicleta Schwinn acaramelada, se sentía como realizar un paneo en el que se iban quedando atrás, borrosos, primero el Edificio Belalcázar y luego el Museo de Caliwood con la imagen de Chaplin y Marilyn Monroe, estarcidas en casi toda la fachada. La zona rosa y azul, con todo y sus colinas; el Zoológico de Cali; la Iglesia Santa Teresita y, por último, la figura hecha en madera de El Principito, siempre al pie del umbral, dando entrada a la casa del viejo Rodríguez.
Sin importar las diferencias, solo El Principito me decía algo: bienvenido a la Casa de la Lectura, donde un viejo bigotudo y con alpargatas hará picadillo con tus cuentos. De resto, lo que en la música se denomina un compás de espera. Un silencio gélido, digo, debido quizás a que durante todo el trayecto traía en la mente el discurso del viejo, anticipándose como una práctica de sus facultades pedagógicas, o simplemente porque me daba miedo. Miedo de conocer —una vez más— que no había hecho lo suficiente, más allá de la birria.
«No, negro», me había dicho en palabras parcas.
Ahora, de pie en su petite cocina, los dos solos, compartíamos el viche que él aseguraba oriundo de los ríos más bañados del Litoral Pacífico. Servía, para mí, en una copa de vidrio alargada, como de esas que se usan en los antros del oriente de Cali. Él bebía directo del pico de la cantimplora de acero inoxidable, untándose el bigote silvestre, anacrónico, que a veces —me atrevía a imaginar— se lo había traído de los años setenta, como un suvenir de sus mejores días. La cara del viejo Rodríguez no podía prescindir de él.
Cuando no dictaba los talleres de escritura en el Centro Cultural del Banco de la República, se la pasaba, si no leyendo alguna novela sureña de esas del tipo Eudora Welty, compartiendo con sus gatos y su esposa, Olguita. Olguita solía vernos, iluminada. Una sonrisa le brotaba cuando hablábamos de algún cuento o de la vida misma. Nuestra amistad se resolvió desde un principio en una especie de luz, y por mi parte, sabía que mi vínculo con ellos era neto, de un interés transparente. Una amistad que solo puede ser profesada entre alumno y su mentor.
—Recordá —continuó el viejo—. Está de más avisar que esta historia transcurre sobre cualquier tarde de cualquier día. Los lectores no deben suponer nada, mi negro.
No le respondí.
—Es que, es poco probable que un lector encuentre una lógica del tiempo o la orientación si empiezas una historia diciendo: «es cualquier tarde de cualquier día».
Solo lo miraba. Al rato estaba en casa, tachando todo y reescribiendo:
«Cada tarde, luego de despertar de su siesta con esfuerzo, salía a su balcón para fumar tabaco, todos los días. Surtía el receptáculo de la pipa con hebras frescas y las aplastaba con el pulgar, suave, sin mirar el instrumento. Años atrás, hubiera preferido fumar en pipas elegantes, de esas que se terminan dañando con un número determinado de bocanadas, pero ahora se sabía convencido de que era mejor expulsarlas en pipas de maíz y de mal gusto, gangazos del mercado popular. Le gustaba, también, contemplar la danza del humo, ese folclor amatorio en contra de la gravedad que lo dispersaba hasta inscribirlo en una nube».
—Ese es el inicio, negro. Música y velocidad, muy bien —me dijo el viejo, una semana después.
Entre jueves y jueves —incluso otros días en que ambos estábamos libres—, hablábamos del texto, de los personajes y de la muerte. Un día, el viejo se apareció con un parche negro de pirata. Recién lo habían operado de una catarata en el ojo izquierdo. Había empezado a enfermar.
—Hasta el Word lo puse oscuro —dijo, y vaciló hasta su silla de mimbre—. Lloro por todo, pero no estoy tan mal.
Al tiempo la situación empeoró, porque el viejo comenzó a hablar solo. Yo siempre lo perseguía sin decir una palabra, y ahora hacía como si ambos estuviéramos conversando, respondiendo a cuestiones que nadie le formulaba o que, quizás no era conmigo sino con Paretto, su gato que portaba un muñón por cola.
Esta vez, lo que habíamos premeditado sería nuestro último encuentro, «porque esto ya debemos cerrarlo», dijo. Luego tosió y carraspeó antes de comenzar a leer.
—«El balcón se encontraba al salir de la habitación, doblando el tabique que separaba el baño y la sala de estar. Todos tenemos un lugar en el mundo, y para él, ese balcón lo era. Allí se revelaba todo cuanto se debía saber de su persona, un octogenario adicto al tabaco y las pipas de maíz. Un hombre que había decidido dejar de contar los días y los meses. Solo envejecer».
Terminó de leer y dio un suspiro que le infló el pecho. Se quitó los lentes de armadura confusa y dijo insatisfecho, tras una breve interrupción:
—La historia va bien, pero... ¿Qué putas es lo que le pasa a este hombre viejo?
Lo observé a sabiendas que debía responder, pero sin querer.
—Nada, solo huye de su destino.
—Y ¿por qué no solo lo matás y ya?
—No. No sería lo mejor.
—Hacé lo que podás, ¿por qué no?
Me quedé observando su cara argenta, provista de ese ajado pero auténtico bigote, sin decir palabra alguna. «Un maestro es alguien que se apropia de un proyecto», recuerdo haber pensado. Eso había sido el viejo desde el comienzo. El cuento, nuestro cuento.
Era martes y yo sabía lo que debía hacer al volver a casa: continuar con la historia hasta el final, sin importar que mi texto, a lo mejor, estuviera creciendo en las entrañas del viejo Rodríguez, propagándose como una enfermedad.