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La adaptación del clásico italiano realizada por Guillermo del Toro, y Mark Gustafson, peca por exceso de artificios, pero se redime por la posición crítica y pesimista de sus personajes, que huyen del “happy ending”. | Foto: Cortesía El País

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La película ‘Pinocho’ de Guillermo del Toro, una antimoraleja en "stop motion"

La adaptación del clásico italiano realizada por Guillermo del Toro, y Mark Gustafson, peca por exceso de artificios, pero se redime por la posición crítica y pesimista de sus personajes, que huyen del “happy ending”.

19 de febrero de 2023 Por: &nbsp;Juan Sebastián Rojas, especial para Gaceta<br>

‘La forma del agua’ (2017), de Guillermo del Toro, nada entre lo fantástico (lo sobrenatural que pone a tambalear la lógica) y lo maravilloso (lo sobrenatural en lo que creemos). Para sentir la Historia, con mayúsculas: en ‘El laberinto del fauno’ (2006), una criatura mitológica y de cuento de hadas, con los ojos en las manos, está involucrada en la guerra civil española. Y para sentir la historia, con minúscula: en ‘El orfanato (2007), el cuento de Peter Pan es revisitado bajo la lupa del terror, con la que nos cuentan el drama familiar de una Wendy que renuncia a toda ciencia (la psicología, la criminalística). En cambio, se inclina por lo paranormal y la lógica de la fe que la guía hasta reencontrarse con su pequeño hijo. Aunque más allá de la muerte.

Por eso, la adaptación de ‘Pinocho’ realizada por el director mexicano, es de una madera plenamente maravillosa. Hay todo un universo en el que debemos creer para poder entrar en la película. En el trasfondo de los años 30, en la Italia de Benito Mussolini, una guardiana del bosque, con máscara y cuerpo alado como las primeras sirenas griegas, da vida a la escultura de su Pigmalión desconsolado y ebrio (moraleja: los dioses ayudan a los borrachos).

En efecto, años atrás Gepetto perdió a su hijo Carlo en la iglesia donde estaba terminando de tallar un crucifijo; un avión bombardero para aligerar su peso dejó caer una bomba encima. Como consuelo, la guardiana pagana anima para él el niño hecho de pino y comienza una serie de desventuras en las que me costó creer, sencillamente porque los artificios para lo maravilloso en la película me parecieron tan inacabados como el mismo Pinocho: un despliegue soberbio de la técnica (el “stop motion” tardó 15 años) para que uno acabe rememorando solo dos o tres imágenes, que aspiran a algo más que una decoración (me encantaron, eso sí: Pinocho en el limbo con los conejos jugando póker y, en seguida, con la quimera de la muerte y sus relojes de arena).

Un musical desabrido, cuyo único valor es no tener ninguna canción pegajosa (apenas me recupero de Bruno-no-sé-cuánto de ‘Encanto’). No nos deja elaborar las emociones, de manera que pasamos de la tristeza a la alegría con el afán con el que pasamos de un video de TikTok a otro sin digerirlo. Y, por no decir más, el exceso de objetos que alberga en su vientre esta película-ballena de dos horas. Entre los momentos más superfluos: cuando el podestà va a dispararle a Pinocho en el campo de entrenamiento militar y, de inmediato, vemos a la marioneta en una hoguera capturada por el dueño del circo, también facho. Opino que aquí los guionistas le soltaron mucho la cuerda a los aparatosos encargados de la estética.

Pero, pese a las imperfecciones con lo maravilloso, esta película es el pino más fino que uno pudo observar la navidad pasada. La recomiendo por su antimoraleja: para escapar del interior del monstruo marino de los obstáculos de la vida, a veces conviene mentir lo necesario para que un árbol nos crezca de la nariz y trepemos en él hasta la salida. Por sus provocaciones: en vez de «Il Duce», Pinocho lo llama el «Dulce». Y al podestà que le pregunta a Gepetto quién controla a su hijo, este le revira: «¿Y quién te controla a ti?».

Por la sabiduría de los cuentos de hadas: para ser un niño de verdad se necesita renunciar a un narcisismo frágil fundado en la fantasía de la inmortalidad y la libertad sin límites. Pues Pinocho, para salvar a su padre frágil, pueril y llorón (como muchos padres hoy en día ante sus mimados hijos), debe renunciar a su inmortalidad y ya no ser protegido (contenido por sus comportamientos salvajes) sino ser protector de su padre, de su tribu conformada por un mono y un grillo, quienes también canjean un narcisismo infantil por uno adulto para poder vivir en comunidad. También, Pinocho y su amigo humano deben diferenciarse del ideal del yo fabricado por sus papás: Pinocho y Candlewick renuncian a ser lo que quieren que sean sus padres (Carlo, que es como un Abel bíblico, y una versión italiana de Jojo Rabbit que «crea, obedezca y combata»). Ambos maduran cuando aprenden, no a agredirlos ni mucho menos matarlos, sino a decir «No».

¿Cómo el género maravilloso nos ayuda a fortalecer nuestro narcisismo? Creo que Guillermo del Toro nos da pistas en ‘Pinocho’ para responder a esta pregunta. A su vez, podrían ser ingredientes de una receta para un mundo sin fascismo. ¡Eso sí que sería maravilloso!

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