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La diva italiana Monica Bellucci interpreta a Soraya en ‘El hombre que vendió su piel’, ella es la asistente del artista que hace el polémico trato con el refugiado Sam Ali, el personaje interpretado por el actor sirio Yahya Mahayni. | Foto: Foto: Especial para Gaceta

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El lienzo humano, una reseña de la película 'El hombre que vendió su piel'

‘El hombre que vendió su piel’ nos expone el lado más oscuro de lo humano y del arte, a través de la sátira y un sutil análisis social.

4 de noviembre de 2021 Por: &nbsp;Susana Serrano A., especial para Gaceta<br>

Cuando la directora tunecina Kaouther Ben Hania visitó el Louvre en el 2012, se encontró con una obra de arte que superaba sus expectativas como espectadora. Se trataba de una ‘pieza’ del artista belga Wim Delvove, llamada ‘Tim’; que era, básicamente, la espalda tatuada de un hombre real y aún vivo, llamado Tim Steiner, quien por contrato debía permanecer cada año y por un cierto período de tiempo en una galería, con el torso desnudo y sin moverse y sentado en una mecedora para poder exhibir el trabajo que el artista había plasmado en su cuerpo.

A partir de esa imagen nació la idea del guion para ‘El hombre que vendió su piel’, una historia que busca a su vez retratar la crisis de los refugiados sirios y presentar una crítica hacia los trabajos inhumanos que a veces deben aceptar estas personas, en el camino de encontrar una mejor vida, luego de haberse visto obligados a migrar de manera ilegal a países extraños, que se encuentren libres de guerra. Hasta el punto de, tal vez, aceptar un trabajo tan extraño como el que aceptó el protagonista de la película: volverse una obra de arte, dejar de ser humano, convertirse en objeto y poder conseguir la tan preciada libertad de movimiento, porque, como lo dice el pintor: “estamos en una época en la que, por el libre mercado, los objetos tienen más libertades que las personas”.

La cinta, fue nominada al Premio Óscar como mejor película extranjera en 2021, y narra la historia de Sam Ali (Yahya Mahayni), un hombre sirio y de origen humilde, quien tras unos desafortunados comentarios en el transporte público, tuvo que huir de su país con rumbo a Beirut, y abandonar en el proceso al amor de su vida Abeer (Dea Liane).

En este nuevo país Sam Ali acepta los pocos trabajos posibles para un inmigrante ilegal, hasta que en una exposición de arte, a la que ingresa sin permiso, le ofrecen un trato con el que le aseguran podrá obtener la tan preciada libertad que tanto persiguen él como sus compañeros extranjeros. No obstante, la letra pequeña del contrato lo aprisiona a una vida solitaria a la que no todos estaríamos dispuestos.

Con un guion sencillo y un final demasiado rosa para lo que nos estaba planteando la historia, ‘El hombre que vendió su piel’ se presenta como un film reflexivo sobre el valor que tiene en la actualidad la vida de una persona, versus el valor de un objeto. Es cierto que por contrato Sam Ali ha accedido a convertirse en una obra de arte viviente, pero no por ello ha aceptado perder todos sus derechos como ser humano y aunque económicamente no le falta nada, el personaje se siente vacío, porque esta profesión no la eligió él por gusto, sino que fue llevado hasta ese punto por las circunstancias de desgracia que rodearon su vida.

La película también critica el racismo y la explotación de los migrantes ilegales, porque, y es una realidad, a las personas extranjeras que llegan indocumentadas a un país, es muy usual que les den los trabajos que nadie más quiere y que sean mal pagos, por la falta de documentos. Por lo que a la larga, los inmigrantes terminan laborando en empresas difíciles, en puestos de trabajo explotadores y con salarios pequeños, que aceptan ante lo desesperada que está su situación. Como ocurre con el mismo Sam Ali.

No obstante, la película aborda un tema más, como si ya no fuera suficiente la cantidad de tópicos que aborda, y que en últimas es el hilo conductor de toda la historia: el amor. Sam Ali ama a Abeer y está dispuesto a hacer todo lo que esté en su poder para que puedan estar juntos. Este sería el verdadero motivo por el que acepta el trato del pintor, aunque eso significaba venderle el alma al diablo (y lo decimos más o menos en serio, ya que el mismo pintor se presenta a sí mismo en las reuniones como Belcebú), y también es la razón por la que acepta el último trato que le ofrecen en toda la película.

Con una banda sonora que se acomoda a la película y unas actuaciones buenas, mas no excelentes, ‘El hombre que vendió su piel’ es, en últimas, un espacio audiovisual en el cual podemos ver ficcionado, y tratado con humor, las crueldades de lo humano: ver este film es como sentir que la esclavitud ha vuelto a aparecer en el mundo; ver esta película es comprender cuan poco vale una vida, entre más abajo en la cadena económico-social se encuentre.

Es por estos motivos y no por otros, por los que el final del largometraje se hace tan ajeno o imposible a la historia que nos venían planteando, porque la narrativa va en un crescendo dramático y angustioso, en el que el desespero de nuestro protagonista se ve claramente reflejado en su rostro, en el que no nos han planteado a ninguno de los personajes como una persona buena y donde los han presentado como gente con más sombras que luces (excepto quizás nuestro protagonista que es más ingenuo y torpe que aprovechado y mala gente), y en el que un final trágico habría sido completamente entendible, aunque desgarrador.

Pero no, en un acto de esperanza Kaouther Ben Hania optó por un final feliz, alejado de la realidad en su mayoría tétrica y triste a la que se tienen que enfrentar a diario los inmigrantes en el mundo. Optó por entregar un film en el que busca generar que nos preocupemos por el otro, nos preguntemos por el pasado del otro, por su historia ajena y seguramente llena de complicaciones, pero no para aprovecharnos de ellos y sacar provecho de su desgracia, como ocurrió en ‘El hombre que vendió su piel’, sino para ayudarlos tanto como sea posible.

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