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La Hacienda Cañasgordas tiene actualmente una extensión de 11 hectáreas. Por el terreno atraviesan un par de brazos del río Lili, uno de los cuales se utilizaba para alimentar el trapiche y generar productos derivados de la caña de azúcar, como panela y aguardiente. La entrada a la hacienda vale $10.000. | Foto: Giancarlo Manzano / El País

La Hacienda Cañasgordas resucitó: vea el nuevo rostro de este tesoro vallecaucano

Después de nueve años de estar en cuidados intensivos, la casa del Alférez Real vuelve a abrir sus puertas al público el 11 y 12 de mayo.

5 de mayo de 2019 Por: Felipe Salazar Gil / Reportero de El País 

De las “vastas praderas regadas por el cristalino Pance, que tienen por límite el verde muro de follaje que les opone el Jamundí con sus densos guaduales; a la izquierda, graciosas colinas cubiertas de pasto, por entre las cuales murmura el Lili, casi oculto a la sombra de los carboneros...”, de las que hablaba Eustaquio Palacios en su libro ‘El Alférez Real’, poco y nada queda en la Hacienda Cañasgordas.

Basta mirar hacia los Farallones para percibir un par de edificios y modernas casas que se abrieron paso en el sur de Cali. Precisamente en esa esquina que deja atrás la capital del Valle para llegar a Jamundí, la Hacienda Cañasgordas es el último reducto de historia que queda.

La Hacienda hoy, para pesar de Palacios, tampoco es el “digno asiento de la capital de una gran nación”. Está lejos de serlo. Allí tampoco pastan más de diez mil vacas, como rezan las líneas de ‘El Alférez Real’, escritas en 1886. Hoy, si acaso, una docena de reses se pasean por los pastizales de la hacienda.

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Sin embargo, luego de años de estar en decadencia, la casona de la que fuera la hacienda de mayor extensión en el suroccidente de la entonces Nueva Granada -alcanzó a tener 50 kilómetros de tierra- hoy recupera el brillo. Su tejado se restauró por completo, los pedazos de madera que estaban podridos se cambiaron, las chambranas también se recuperaron.

Para sostener las paredes y reconstruir los muros se utilizaron dos técnicas: tapia pisada y bahareque. Con la primera, se pusieron tablas paralelas separadas, se unieron con un travesaño, y rellenó el espacio con tierra, boñiga y heno; después se pisó esa mezcla y se secó al sol. Con el bahareque, la pared se construyó con guadua o madera y se rellenó con la misma mezcla de tierra, boñiga y heno; luego se pintó con cal hidratada y se le aplicó limón Tahití para que la cal no se desprenda.

Quizás lo que genera más ruido en la casa son las vigas metálicas que están en las esquinas de las habitaciones y salones sociales que, aunque no se acoplan al estilo colonial, son el esqueleto que evitan que la estructura se venga abajo.

Han sido varios los intentos por volver a poner en pie la casona. Hubo una primera intervención a principios de 1989, cuando se atendió el techo y el cielo raso, también se aseguraron y cambiaron vigas, así como se recuperaron algunas paredes y las escaleras, que estaban inclinadas. Dos años después también se realizaron algunas mejoras, pero los recursos escasearon.

La recuperación de este hito patrimonial, como muchas cosas en este país, no llegó voluntariamente. Solo fue hasta el 2005, cuando la casona amenazaba ruina y era cuestión de tiempo para que cayera a pedazos, que el entonces miembro de la Sociedad de Mejoras Públicas, Rodrigo Valencia Caicedo, instauró una acción popular ante el Tribunal Contencioso Administrativo del Valle para lograr su restauración. En total, para revivir la Hacienda Cañasgordas se invirtieron $6700 millones. 

“Ya recuperamos la apariencia de la hacienda, la hicimos firme. Ahora nos queda restaurar su historia, su alma”, afirma Nubia Gaona, directora de la fundación Eusebio Velasco Borrero.

Según reseñó el historiador español Santiago Sebastián, en 1629 el presbítero Juan Sánchez Migolla pagó 180 pesos por hacerse con la hacienda. Años después, el terreno, junto con la casona, el trapiche, la iglesia, el cementerio, pasó a manos de Ruiz Calzado. Posteriormente, la propiedad llegó a manos del Alférez Real, Nicolás Caicedo Hinestrosa, quien citó la hacienda en su testamento de 1735.

El historiador Alberto Silva Scarpetta advierte, por su parte, que fue en este espacio donde nació el Alférez Real, Joaquín de Cayzedo y Cuero, quizás el más recordado entre quienes ostentaron este título, pues fue el hombre que convocó a las ciudades confederadas del Valle del Cauca para dar la primera batalla de independencia.

Cayzedo y Cuero fue el octavo Alférez que tuvo la ciudad, el antepenúltimo en tener este cargo y uno de los últimos que vivió en la Hacienda Cañasgordas. Él fue, además, el hombre que convocó a todos los cabildantes de la ciudad a hacer el acta del 3 de julio de 1810, 17 días antes de que el comerciante español José González Llorente se negara a prestarle su florero a Luis de Rubio, en Bogotá, y se diera la revuelta independentista.

De acuerdo con los registros del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Icanh, una vez se superó la Guerra de Independencia, la hacienda empezó a dividirse y a ser objeto de cambios físicos. Alrededor de 1894, por ejemplo, se demolieron algunas estructuras arquitectónicas del siglo XVIII como la antigua capilla que se levantaba a un costado de la casona y que servía para evangelizar a los más de 200 esclavos que trabajaron en la hacienda para convertirlos al catolicismo; también se derruyó el cementerio aledaño y las habitaciones de la servidumbre que laboraba en cercanías a la vieja casona. Esas son áreas que se transformaron, paulatinamente, en yacimientos arqueológicos.

“Allí también inició el cultivo de la caña de azúcar y la ganadería en el Occidente colombiano, que impulsaron la economía de la región; ese es uno de los primeros trapiches de Colombia, que sufrió muchas modificaciones con los años. Esta era una hacienda kilométrica que ahora está reducida a una mínima expresión”, dice Silva Scarpetta, quien asegura que por “un milagro” está restaurada la casa.

En 1895, la Hacienda Cañasgordas fue comprada por Eusebio Velasco Borrero, quien mantuvo su posesión en la familia hasta el 18 de noviembre de 1994, cuando el bien, ya denominado bien de interés cultural de la Nación, fue donado a la Fundación Cañasgordas Eusebio Velasco Borrero, entidad sin ánimo de lucro, por Roberto Reinales Velasco e Irma Reinales de Velasco, entonces propietarios del inmueble. El fin era que se dedicara a actividades culturales.

En uno de los salones del primer piso de la casona reposa una cama, sin armar, con la imagen de San Ignacio de Loyola en la cabecera; también hay un par de repisas en cedro, mesas de madera, un par de sillas y mecedoras, un armario con conchas de mar talladas en sus puertas. En el salón central ya está armado un comedor en madera de doce puestos con asientos de espaldares de cuero repujado.

En la Hacienda Cañasgordas el tiempo parece detenerse no solo en el silencio histórico de sus pasillos que es interrumpido por el silbido de los pájaros, una hoja seca que cae de un árbol o los motores de los buses que rugen por la vía Panamericana. Allí el tiempo también se congela en los muebles que poco a poco ambientan la casona como si fuera la época colonial.

De acuerdo con el Plan Especial de Manejo y Protección que aprobó el Ministerio de Cultura para la Hacienda Cañasgordas, la casona, por ejemplo, puede ser utilizada como museo, biblioteca, salón de eventos y reuniones; al trapiche, por su parte, se le puede dar un uso comercial o de restaurante; mientras que el patio central, el vallado, y los espacios donde estaban la capilla y el cementerio pueden tener un uso recreativo o contemplativo asociados al patrimonio arqueológico.

Pero, al menos por ahora, Gaona explica que la hacienda será algo así como un santuario de la independencia de Colombia. Uno en el que también se rescatarán la tradición productora de derivados de la caña de azúcar y el legado literario que dejó Eustaquio Palacios.

“No será como la Hacienda El Paraíso, porque ese es un concepto muy de museo. Nosotros vamos a ser un centro histórico, cultural y biodiverso; vamos a tener actores, narradores que van a ir contando a la gente qué pasó aquí, para que conozcan y vivan la experiencia de la gesta independentista”, dice Nubia Gaona, quien también advierte que la hacienda servirá como escenario para alojar eventos sociales, como matrimonios o fiestas.

Precisamente para tener un acercamiento al pasado y futuro de la Hacienda Cañasgordas, el próximo 11 y 12 de mayo se abrirá al público, por primera vez en años, este bien de interés cultural. Allí la casona volverá a ambientarse en los años de la Colonia, junto con mercaderes que ofrecerán tentempiés de la época y actores que encarnarán a Manuel de Cayzedo, Inés de Lara, Fray José Joaquín Escobar y demás personajes retratados por Eustaquio Palacios. Una inmersión en el pasado, cruzando la cerca que separa la historia de la vía Panamericana.

El trapiche, aún pendiente

El trapiche de la hacienda, que es el más antiguo de Colombia y fue construido antes que la casona, también fue recuperado y pasó de estar en ruinas a tener muros y tejado; no obstante, falta habilitar parte de los pisos. Allí se encontraron tres hornos del Siglo XVI.

Sin embargo, Sonia Blanco, del equipo de Arqueología del Inciva, sostiene que por las técnicas utilizadas y los materiales modernos usados en la obra, “esta no fue una restauración, sino una reconstrucción. Se dio un salto arquitectónico, pues el trapiche ya no es de estilo colonial sino de tradición colonial”.

¿Cómo se restauró?

Luego que se instaurara la acción popular, que buscaba defender los derechos e intereses de la comunidad para conservar y proteger el patrimonio histórico y cultural, para lograr la restauración de este hito nacional, el Tribunal Contencioso Administrativo del Valle concedió un término de seis meses al Ministerio de Cultura, al Departamento del Valle y al Municipio de Cali para iniciar la recuperación de la casona, que amenazaba ruina.

De acuerdo con el fallo, la restauración de la casona, declarada monumento nacional el 31 de enero de 1980, la deberían hacer los tres entes de manera conjunta y en proporciones iguales.

Para la iniciación de las obras se concedieron seis meses y un plazo máximo de dos años y medio para la terminación de las mismas, contados a partir de su iniciación.

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