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¿Por qué Cali también es la 'Sucursal de la indigencia'?

Unos seis mil habitantes de la calle recorren a diario esta ciudad movidos por el microtráfico de drogas y una silenciosa red de la caridad. Viaje a un mundo de perdición y de esperanza.

21 de febrero de 2016 Por: Lucy Lorena Libreros y José Luis Carrillo | Reporteros de El País

Unos seis mil habitantes de la calle recorren a diario esta ciudad movidos por el microtráfico de drogas y una silenciosa red de la caridad. Viaje a un mundo de perdición y de esperanza.

[[nid:509768;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/02/orozco-20---copia.jpg;full;{La percepción de miles de caleños es que ha crecido la indigencia en la ciudad. Y parecen tener razón: se calculan en 6 mil y el Municipio solo logra atender a la mitad.Fotos: Jorge Orozco | El País}]]

 

Lucumí desamarra una tímida sonrisa en el rostro después de escuchar la pregunta. Completa  ya varios minutos indagando en su propia historia; en sus  días en Suárez, el pueblo del norte del Cauca donde aprendió a ganarse la vida como barequero. Días felices en los que podía llevarse a los bolsillos hasta cien mil pesos, cuando la suerte lo bendecía con varios gramos de oro titilando en la espesura de la arena que sacaba del río.

 ¿Y ese corazón que tenés entre los dientes?  Fue en ese momento que sonrió. Luego contaría   que ese, un arete de plástico con forma de corazón, es el único recuerdo que conserva de Yannet, la mulata  que una y otra vez le rechazó sus palabras de amor. 

 A Cali llegó en 2004 despechado, ebrio y sin un peso en la maleta. “Yo no soporté el desprecio, que ella me dijera que no por ser negro. Eso me rayó el pensamiento. Cuando me vine para acá no tenía a dónde llegar, entonces me quedé en la calle... y aquí sigo. Y, ¿sabe una cosa? Ya no la quiero”, dice, con el rubor de la mentira todavía en las mejillas.

 Las confesiones van saliendo bajo el puente de la Avenida Segunda Norte con 26, hasta donde se descuelga el eco del tráfico. Son las 10:00 de una mañana de jueves y Lucumí, como han llamado a este caucano de 38 años desde  niño, no ha logrado llevarse nada al estómago. Qué importa, se le escucha decir. Hace años aprendió a domesticar el hambre con una papeleta de bazuco. Bastan  $600.

 A pocos pasos suyos, Yefferson, su ‘compañero de puente’, intenta mostrarle al fotógrafo que ilustra este reportaje cómo es eso de fumarse con pipa el primer  bazuco de la mañana, que él pacientemente ha aderezado con un poco de polvo arcilloso que araña de las paredes. Sus manos de uñas marchitas enseñan una caja de fósforos, un encendedor y pequeñas hojas de papel aluminio. Es todo lo que necesita. Lo que aprendió a usar desde que abandonó a Vanessa, su mujer, y a sus dos pequeñas hijas. Yefferson, que carga la tristeza como moneda suelta en los bolsillos, fuma una y otra vez porque desde entonces no ha logrado hallar  el camino de regreso. Recuperar lo que alguna vez perdió.    “Si me van a preguntar algo más, aprovechen”, dice. “Apenas me fume esto, me ‘voy de viaje’...”.

 Lo que se vive bajo esta curva de cemento es una historia que repiten, con otros rostros y otras angustias, seis mil personas en toda la ciudad. Es esa la cifra de indigentes que se estima la recorren a diario. Podrían ser más, incluso, como sospecha el padre José González, que desde hace un par de décadas decidió convertirse en el ángel tutelar de esta población.

Son tantos que se necesitarían dos coliseos Evangelista Mora para poder albergarlos.        

Quien también hace cuentas es Esaúd Urrutia, secretario de Bienestar Social de Cali. El funcionario deja caer sobre la mesa   de su despacho otros números: que de esa cantidad, conformada en un 50 % por personas profesionales que cayeron en desgracia, Cali brinda atención a 2057, menos de la mitad. Y que el año pasado esa tarea —alimentarlos, bañarlos, curarlos, vestirlos, intentar devolverlos a la sociedad—  le costó a la ciudad $1500 millones. 

  El presupuesto tuvo que ensancharse pues esa población crecía sin talanquera. En 2012, cuando se calculaban en  3500, la plata  destinada  no superaba los $300 millones. Este año, según Urrutia, se  elevará la cifra a $1800 millones. Sin embargo, reconoce que Cali no tiene una política municipal para atender esta población, a diferencia de otras como la indígena y la Lgtbi.  

 Es la Fundación Samaritanos de la Calle, creada hace 18 años, la que se encarga de administrar esos recursos a través de un convenio con la Alcaldía. La ciudad le aporta esos dineros  y esta pone al servicio su experiencia. Pero por estos días, Libia Fanny Mina, directora de proyectos de la Fundación, se las ha tenido que ingeniar para no desatender a los indigentes pues aún no se ha renovado el convenio que venció en diciembre.

 Entonces hace lo que puede. Ya no consigue asistirlos todos los días en el Centro de Acogida del barrio Santa Elena (donde tienen  comida y baños) ni en el Hogar de Paso Sembrando Esperanza de El Calvario, donde pasan la noche. Escasea también  el personal  para la atención psicosocial que es la que permite entender las razones que tienen a una persona en la calle y buscar  el camino de regreso a la vida en sociedad. Y eso pone en peligro una de las metas del Municipio: conseguir que al menos el 40 % de esos seis mil habitantes de calle logren insertarse de nuevo en sus hogares.  

“Lo que vivimos por estos días es un proceso de desesperanza; ellos sienten que lo que han ganado lo van a retroceder porque no hay personal que los atienda, porque aunque reconocemos en ellos su entrega, uno entiende que viven de lo que se ganan aquí.   En estos primeros meses del año hemos ido cambiando la atención a dos días, a tres, cuando se puede a cuatro. Y les dejamos los fines de semana para que se defiendan solos”, narra Libia Fanny.

  De eso se enteró Robert Valencia, un técnico en electricidad de 45 años, que salió un día de su casa en el barrio El Vallado para nunca volver. Como la cosa se puso dura, aprendió a administrar el hambre gracias a una suerte de ruta de la caridad caleña que se aprendió de memoria. 

Sabe que un lunes, por ejemplo, a la Calle 25 llegan corazones generosos desde las 7:00 de la mañana a repartir buñuelos, pan y chocolate. A las 10:00, se consigue buen desayuno en el Parque del barrio Obrero. Y en las noches nada es más sabroso que la chocolatada que ofrecen los Samaritanos en El Calvario.

 Los martes, una chocolatada similar visita las calles de Sucre y la Plaza de Cayzedo. Mientras que los miércoles, los Ángeles de la Noche alivian la fatiga alrededor del puente de Comfenalco, sobre la Carrera 10. La cita los jueves tiene varios puntos de encuentro: el parque del barrio Alameda y el Obrero y de nuevo el puente de la 10. Y la comida llega a ser tanta que, según el propio Robert, “a uno le dan hasta dos y tres cajas rebosadas”.

 Los viernes caminan de nuevo los Samaritanos de la Calle con sus canastos de pan y sus termos de agua de panela por el Centro. Y el fin de semana se resuelve con los sábados de chocolatico caliente bajo el puente de la Calle 26 con Avenida del Río y los domingos con las olladas generosas  de Mamá Virginia, una matrona que sin falta hace hervir una sopa de pastas y vegetales  en un local de maderas del barrio Sucre.

Por eso, reconoce Robert,  Cali y Bogotá “son las mejores ciudades para mendigar”.

Es que en otras como Medellín, donde la población en situación de indigencia apenas si supera las 3 mil personas, la atención que se brinda es menos asistencialista. Todos saben que allá si el indigente no logra recuperarse en el lapso de un año, no puede regresar a ninguno de los centros de atención dispuestos por la ciudad. Paradójicamente,  el presupuesto que se destina allá para su atención duplica el de Cali: en 2015 gastaron $3 mil millones de pesos.

Cali, en cambio, luce como un gran centro de la caridad. Por eso los indigentes son tantos. Por eso es que las cifras crecen sin control. Robert lo respalda con sus palabras:  “en Cali el que mendiga tiene a la mano tanta comida que el que diga que tiene que robar para comer, miente”.

El nuevo contrato  La Secretaría de Bienestar Social  informó que esta casi listo el convenio  de la operación  para atención de  habitantes de Calle. Lo realizará  Samaritanos de la Calle.  Sería por 10 meses  y  costará de 1.800 millones. Esto  permitirá que  el hogar de paso ‘Sembrando esperanza’  atienda 180 personas durmiendo. También seguirá funcionando el centro de acogida de Santa Elena.
 Las villas del indigente

[[nid:509788;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/02/thumbnail_4.jpg;full;{Vea en este mapa interactivo dónde se encuentran los puntos de Cali con mayor indigencia, las cifras de esta problemática en la ciudad, y las iniciativas ciudadanas para alimentar a esta población. Reportería: Jose Luis Carrillo y Lucy Libreros - Diseño: Mauricio Montoya}]]

El par vial de las calles 25 y 26, los alrededores de la galería Santa Elena, el sector de la Isla (Calle 44 con Carrera 2 Norte), los barrios Sucre y El Calvario y La Calle de la Heroína, en el centro, son los puntos de la ciudad  donde se concentra el mayor número de habitantes de la calle.  La razón es un secreto a voces: en estas zonas se agita gran parte del  microtráfico  y consumo de drogas de Cali. Pregunte en ellas por lo que quiera: desde un ‘maduro’, cigarrillo  hecho de bazuco y marihuana.  Cuesta $900. Hasta  heroína; una papeleta se consigue en $5000.Son una suerte de villas de la indigencia, cuya vida palpita   con ley propia. En ellas opera  un violento sistema de combos, jíbaros y campaneros. El padre José González, líder de la Fundación Samaritanos de la Calle, hace el diagnóstico: la palabra indigencia se sobrepone irremediablemente a la palabra drogadicción.   Él sabe bien a qué precio se vive en esas calles. Que esos combos tienen como misión no solo vender la droga sino  ‘proteger’ a los consumidores. De que ellos sigan en la calle, depende que el negocio prospere.     Carmenza Narváez, indigente hace 12 años, sabe cómo funciona el asunto: “Pagas por cigarrillos de  bazuco o marihuana  y te alquilan  un  cuarto, un cambuche o un pedazo de calle por $500 el rato o  $150.000 el mes”. Algo similar ocurre en  la Carrera 14 con Calle 18. La llaman  la Calle H o la Calle de la Heroína. Usted, seguro,  ha pasado cerca; está a dos cuadras de la estación del MÍO de San Pascual.  Manejado por un ‘combo’ de jíbaros, la zona se especializó en la venta  de este alucinógeno, el más adictivo de todos y por eso mismo al que los indigentes más le temen.    “Todo el mundo lo sabe, hasta la Policía que hace operativos; bajan por la paredes a media noche, meten a los consumidores en camiones y los dejan en otro lado.  Hacen el show, pero después del agite,   todo vuelve a ser igual. Es que donde haya heroína siempre habrá indigentes”, dice Mario Alberto, visitante asiduo de la zona.    A varios kilómetros de allí, en el corredor que se alza entre la plaza de mercado de Santa Elena y el par vial de las calles  25 y 26,  en  San Judas, lo que se vivía hasta hace muy poco era bien parecido.   Más de 300 personas  levantaron sus cambuches allí. Era el sector de Cali que  había concentrado el mayor número de personas en esta condición en los últimos cinco años. Una verdadera bomba de tiempo.  [[nid:509798;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/02/orozco-13.jpg;full;{El 90 % de los habitantes de calle consumen drogas o alcohol. Las más frecuentes son la mariguana y el bazuco. Las autoridades han visto un incremento de consumo de heroína, droga altamente adictiva. Foto: Jorge Orozco | El País}]] A nadie pues le extrañó  que, hace dos semanas, la Policía los  desalojara. Uno a uno fueron saliendo; mujeres y ancianos en su mayoría. Con sus colchones, sus muebles,  sus perros y sus matas. Su mundo. Es que para alguien que vive en la miseria —como repite el padre González—  a veces una piedra o un árbol es todo lo que  tiene. El único cielo que les pertenece.     Han pasado doce días desde entonces y el lugar luce aún despejado. Un  grupo de guardas bachilleres lo custodia. Pero los vecinos  de San Judas saben que más pronto que tarde el lugar se convertirá en lo de siempre: uno de los puntos que atraviesa una ruta que arranca  en el planchón de Santa Elena y pasa por Puerto Mango (a la entrada del planchón), los sectores de Los Primos (a pocas cuadras de allí) y Las Bodegas (a dos calles). Hasta culminar en ese cruce donde se conectan la Calle 25 y la Autopista Simón Bolívar.  Lo que opera allí es   una red de campaneros y jíbaros que se mimetizan  entre los indigentes y  también  ofrecen protección a los consumidores. “La zona verde de San Judas se convirtió en  diez  cuadras para consumo libre de drogas protegido  por  adictos”, sostiene una de las personas que hizo parte del operativo.   Adentro, agrega, la norma es una sola: “si usted consume y me compra a mí yo lo protejo. No le va a pasar nada”. En el lugar los indigentes  son reclutados para trabajar como campaneros en turnos de 12 horas. El pago, por día,  $20.000. A veces es en dinero. A veces, en droga. “Si la Policía cae al sector y el campanero no avisa paga ese error con su vida”, narra Misael, que vive en la calle hace 12 años. Él es uno de los 300 indigentes que habitan este corredor. Un 20 % son mujeres y sus cuerpos son también moneda corriente para mover el negocio. La mayoría se prostituyen por drogas. Otros se  rebuscan  su ‘liga’ (sustento) de otras maneras. Porque en Santa Elena se ‘retaca’ (pedir limosna), se cargan bultos, se  venden chicles. Y así aparecen las ‘lucas’  (dinero). Y tras ellas, claro, el bazuco, la marihuana, la heroína.   Con dos mil o cinco mil pesos ya se puede pasar el resto del día tranquilo. “Cuando se consume, sobre todo bazuco, te da delirio de persecución. Por eso uno prefiere estar solo, encerrado”, narra Misael.     En la Fundación Samaritanos de la Calle saben que gran   parte de la gente que se encuentra allí fue desalojada, hace dos años, de las ‘ollas’ del centro luego de que el presidente Santos  exigiera acabar con los ‘cartuchos’ del país.  También incidió el proyecto Ciudad Paraíso, una  apuesta por la renovación urbana del centro caleño.  Pero que, a la larga, según Andrés García, psicólogo de Samaritanos, solo desplazó el problema a otras zonas. “Apenas comenzaron a tumbar las casas, la gente se movió. Y cogió fuerza el corredor de San Judas, Santa Elena, la Isla y el centro histórico con su Plaza de Cayzedo.  Y ya incluso, comenzaron a llegar hasta al jarillón del río Cauca. Un lugar  que no es habitual para ellos”.  Y dice que en el caso  de La Isla, al Norte, lo que ocurre preocupa más: la mayoría de consumidores son jóvenes. Chicos que  pronto se sentirán atraídos por la promesa luminosa  de una vida sin responsabilidades. Y donde la plata, cuesta creerlo, es la menor de las angustias. El psicólogo tiene sus razones: “un indigente consigue en promedio entre $30.000 y $50.000 diarios”. Una noche en el único centro de acogida de Cali [[nid:509800;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/02/comedor_samatritanos.jpg;left;{En la mesa de Samaritanos de la Calle la comida es abundante. No tiene costo. Para acceder, el habitante de calle debe permanecer en el centro por 12 horas Foto: Elpais.com.co | Archivo}]]La dirección no tiene pierde: Calle 13A No. 10-10. Los seis mil indigentes que recorren  la ciudad saben que es aquí, en El Calvario, donde funciona el  único albergue de Cali en el que pueden  bañarse, comer y lavar ropa.  Cambiar el cemento por una cama digna y una sábana limpia.   El Centro de Acogida es administrado por la Arquidiócesis de Cali en un convenio con la Alcaldía. Atienden en promedio a  90  personas:   80 son hombres, el resto mujeres y personas Lgtbi.  Afuera, mientras los miro a la cara para ingresar,  siento el mismo miedo que  cuando se acercan,  mazo en  mano, inhalando pegante, a ‘calibrar’  las llantas de mi carro. Pero al cruzar la puerta  son otros, su mirada es casi serena.      Lo primero que hacen es bañarse. Afuera, mientras aguarda el turno de la ducha,  un negro me cuenta  que le tiene  miedo a ese  piojo  microscópico que se ‘siembra’ en el vello público y sube al abdomen para luego  escalar hasta las cejas y el cabello.  Otro morador de la calle  se une a la charla  y me advierte que si tengo  la mala fortuna de ‘caer’ en sus garras, la comezón llega a ser tan brava que lo mejor es arrancarse el pelo.  También, dice, “existe una regla de oro: nunca sentarse en el mismo lugar donde antes estuvo alguien con la plaga”.     Saben que soy periodista, no lo oculto. Y la mayoría de visitantes quieren contarme su historia: la hija que le tiene miedo a su madre, el andariego que quiere publicar un libro, el costeño que no parece indigente, pero vive en la calle, el extranjero  que  en lugar de la Cali de ‘romántica luna’, tropezó con sus excesos. Todos tienen algo en común: alguna vez contaron con un  hogar, una familia, un trabajo.       A las 7:00 p.m. sirven la cena y el menú luce bien: caldo, sudado de pollo, arroz, patacones y limonada. Todo tan bien puesto, tan  abundante, que para mi  estómago con pocas millas de  calle  basta media porción.  Antes de dormir, la cita es en el patio, donde la charla sigue. Al fondo dos pelados Lgtbi intentan cantar melodías de Leo Dan. Mi nuevo conocido, Ramón, cuenta  sobre  sus viajes; me enseña cómo llegar a Bogotá sin pagar un solo peso. Parte del truco consiste en abordar una tractomula   para alcanzar  La Línea. “En Cajamarca te bajas en la esquina de las lechonas; le pedís comida a la señora del restaurante y, si no te da, te pasas por la panadería”.    Sobre las 10:00 p.m. apagan las luces. Y la mayoría  se dedica a descansar. Me  amarro bien los zapatos,  alguien me dice que es mejor. Cuando se apaga el bombillo, al unísono, se escucha un  susurro  de oraciones.  Para mí, la noche es larga, el calor seco  se me sube al  camarote. Uno de mis vecinos me echa un ‘vainazo’,  “aquí todos somos calle, no vamos a dejar de tener pecueca por una visita”. Nunca supe cómo me quedé dormido. Sobre las 5:30 a.m,  se prenden las luces y el aire se impregna de ansiedad. Todos acelerados. Yo lento.  Ya sumamos  doce horas  de encierro.  Rápido  todos llegamos al comedor antes de que sobre las mesas aterrice el desayuno.  Solo después de que los platos estén vacíos, se abre el  portón que nos separa del  mundo. Ellos para  la calles de El Calvario, yo a ponerme al día con las horas de sueño.     No todas son historias fallidas en el albergue. Al menos doce  de ellos  están en la  fase cuatro de la resocialización, construyendo  proyectos  o buscando empleo. Vivieron ya las tres primeras. La acogida, en la que se les dignifica; la de auto-reconocimiento, en la que se confrontan con errores y se les exige cambios. En la tercera aprenden habilidades laborales.   Salgo contento sabiendo que existe este lugar. Que  siempre habrá una posibilidad. ¿Quién dijo que todo está perdido? 
 Desde el 2011 a la fecha se han resocializado, en este albergue  400 habitantes de Calle. Unos consiguieron trabajo o  estudian y otros fueron acogidos de nuevo  por su familia.
 Éxito, fracaso y persistencia Marco Tulio Suárez, 65 años, los últimos 20 de ellos los vivió en la calle tras un severo alcoholismo. Hoy visita ocasionalmente el centro de acogida, luego de que en noviembre pasado, tras terminar su proceso de resocialización recibiera un capital semilla para empezar su propio negocio.   “Vendo libros, el almanaque Bristol y las cartillas de Nacho Lee.  Arranqué con $300.000 y ya tripliqué la ganancia. Ayudo a muchos de mis compañeros. Algunos me han tumbado pero yo sigo adelante. Mi sueño es ahorrar para ir a un Mundial de Fútbol”, dice.  Juan Carlos Valencia(*), 25 años, lleva  ocho años rodando por las   calles tras una fuerte adicción a las drogas. Sumó  más de dos años en la fase 1 del proceso de rehabilitación y no saben qué estrategia aplicar en él para sacarlo adelante. “ Está bien dos días, parece que tuviera toda la fuerza y voluntad y vuelve a recaer. Lo forzamos a pasar a la fase 2”, cuenta uno de los psicólogos de la Fundación Samaritanos de la Calle. Pedro Ortiz, profesor de inglés de 33 años, rodó por las calles de Cali dos meses después de perder su trabajo y ser expulsado del lugar donde vivía por no pagar el arriendo.   “Él hacía parte de ese 10 % que habitaba  en la calle y no consumía drogas. Cayó en una mala racha y no tenía familia o amigos en Cali que le tendieran la mano, finalmente le tocó dormir en la calle. Nosotros lo acogimos ya en fase dos, lo llenamos de confianza y lo presionamos para que presentara hojas de vida”, comenta Andrés García, psicólogo  de Samaritanos de la Calle, quien dice que actualmente    Pedro trabaja  en un colegio. (*) Nombre cambiado

 

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