Una vez más el fantasma del miedo ronda al fútbol colombiano. Y, como ya ha pasado en muchas otras ocasiones, Cali vuelve a ser epicentro de sucesos que se alejan totalmente de la actividad deportiva y rayan en el campo de lo delictivo.
Lo que está pasando con los directivos del Deportivo Cali, quienes han denunciado a través de las páginas de El País la dramática situación que están viviendo por cuenta de amenazas directas hacia ellos y sus familias, es una absoluta vergüenza para el fútbol profesional colombiano.
El pasado martes un grupo de supuestos hinchas -que en realidad no merecen llevar esa denominación- irrumpió en el campo deportivo de la institución, en el sur de la ciudad, para intimidar a jugadores y cuerpo técnico por el rendimiento que el club ha tenido en las últimas fechas del actual torneo.
Ese fue el más reciente episodio de una expresión de acoso psicológico contra los miembros del equipo, que empezó en las redes sociales, pero ha escalado a niveles realmente intolerables.
Hace dos días el presidente del cuadro azucarero, Guido Jaramillo, reveló que a todos los directivos les han llegado amenazas de muerte directas. Y algunos debieron interrumpir totalmente sus actividades cotidianas y confinarse en sus casas, ante la gravedad de lo que ocurre. Ayer uno de ellos, el médico Harold Losada, anunció su renuncia irrevocable a la junta directiva del club, luego de que las amenazas de muerte que le han hecho se extendieran a su hija.
Lo peor del caso es que, según denuncia Losada en entrevista que hoy presenta la sección deportiva de este diario, quienes lanzan esas amenazas incluso se identifican abiertamente y la información al respecto está en manos de la Policía y la Fiscalía.
Lo cual nos lleva a preguntarnos por qué las autoridades no actúan frente a los violentos que se han tomado el fútbol colombiano, convirtiéndolo en una actividad de riesgo extremo para quienes deciden disfrutarlo en un estadio o ayudar a conducirlo desde un club.
¿Por qué, aunque los hechos violentos de las denominadas ‘barras bravas’ son registrados una y otra vez por los medios de comunicación, no hay capturas de los responsables? ¿Por qué los miembros de las mismas parecen inmunes a los castigos que la Ley determina para hechos tan graves como estos? ¿Por qué lo que se ha instaurado como norma en Colombia, frente a estos colectivos problemáticos, es una malsana tolerancia cobijada por la impunidad?
La Fiscalía General de la Nación y la Policía, que meses atrás fueron tan diligentes para resolver en Cali el caso de un robo de estandartes entre barras de dos clubes, deben actuar ahora con la misma agilidad y eficacia en este caso. Y para los demás equipos del Futbol Profesional Colombiano debe quedar una reflexión de fondo: es hora de ponerle fin a la connivencia con esos grupos que se disfrazan de hinchas para imponer la ley del terror. O de lo contrario, pasarán de cómplices a víctimas.