¿Están obligados los salvadoreños a elegir entre vivir en una sociedad golpeada por la violencia o en una donde son atropellados los más elementales Derechos Humanos?
Esa parece ser la absurda dicotomía a la que están sometidos los habitantes de ese país centroamericano desde 2019, cuando Nayib Bukele llegó al poder con la promesa de luchar contra el crimen organizado y reducir la tasa de homicidios, que para entonces era del 7,44 %.
Y es cierto que, tras seis años en el poder, el autoproclamado Presidente “más cool” ha logrado someter a buena parte de las pandillas, que en un solo fin de semana llegaron a provocar 80 asesinatos en un país de 6.336.000 habitantes, lo cual no deja de ser reconocido dentro y fuera de El Salvador.
Sin embargo, desde su primer mandato, quien ha sido uno de los jefes de Estado más populares de América Latina, comenzó a dar muestras de que las leyes existentes en su país y la propia Constitución le resultaban incómodas, como cuando llegó acompañado de militares al Legislativo para que le aprobaran la financiación de su programa de seguridad.
Fue por eso que batalló por hacerse a las mayorías parlamentarias, lo que le permitió recurrir a la figura del estado de excepción, que ha terminado por convertirse en su forma de gobernar a los salvadoreños, al punto que, tras sostener una sólida campaña de mercadeo a través de sus redes sociales, en 2024 logró encontrar la ruta para validar legalmente la reelección y mantenerse en el poder.
Desde entonces, al tiempo que como Presidente se ufana de la mega cárcel que construyó para albergar a 40.000 terroristas, como llama a los pandilleros -lo cual le sigue generando réditos entre un porcentaje importante de sus compatriotas-, también se han prendido las alarmas por las violaciones a los Derechos Humanos y los abusos que se estarían cometiendo dentro y fuera de ese penal.
Como si fuera poco, tras completar seis años en el Gobierno, Bukele acaba de aprobar la reelección indefinida en su país, al mejor estilo de las dictaduras de izquierda reinantes en Nicaragua y Venezuela, y está utilizando todo el aparato judicial para perseguir a quienes se atreven a reclamar la vigencia de la democracia. De hecho, en los últimos cuatro meses 80 periodistas, abogados, ambientalistas y activistas han tenido que exiliarse para evitar ir a la cárcel, donde muchos llevan más tres años sin que siquiera sean acusados de algún delito.
Pero nada de eso es suficiente para quien se ufana de su cercanía con Donald Trump, porque ahora decidió que la mejor manera de formar a los chicos de su país es nombrando a una militar como Ministra de Educación.
Y ella, que viste de uniforme camuflado, ya expidió una circular que conmina a los directores de las escuelas públicas a esperar a los alumnos en la puerta, para garantizar que los hombres lleguen con cabello corto y las mujeres sin el pelo teñido, so pena de ser destituidos y de que los chicos reprueben el curso.
¿Dónde queda la democracia en un país en el que los gobernantes pretenden ordenar hasta cómo deben lucir las personas? Que responda el dictador más ‘cool’.