Por: María Alejandra Arboleda Arango*
Las redes sociales transformaron la manera de hacer política, pero también la de ejercer violencia. En un ecosistema donde la emoción pesa más que la evidencia, la crítica se confunde con la agresión y la ironía con la valentía. Los ataques simbólicos se han convertido en parte del repertorio político, sobre todo cuando el liderazgo tiene rostro de mujer.
La violencia simbólica no es nueva, pero en la era digital se amplifica y se normaliza. Antes se escondía en frases condescendientes o en gestos que reducían la autoridad femenina a una cuestión de temperamento. Hoy circula a través de publicaciones, memes o emojis que refuerzan prejuicios de género y moldean la opinión pública. En este nuevo escenario de confrontación, ya no se debaten políticas ni resultados, sino personalidades. La política se libra tanto en los recintos de poder como en los algoritmos.
Lo que en los hombres se interpreta como carácter o firmeza, en las mujeres suele leerse como soberbia o autoritarismo. La misma narrativa que durante siglos justificó su exclusión del espacio público por ser “emocionales” o “irracionales” reaparece disfrazada de análisis político. No es casualidad: la estigmatización del carácter femenino se ha convertido en una estrategia recurrente para minar la legitimidad de las mujeres en el poder.
El caso de la gobernadora Dilian Francisca Toro es un ejemplo cercano. Las críticas que recibe no siempre apuntan a su gestión, sino a su forma de ser. En los últimos meses, el representante Duvalier Sánchez ha utilizado calificativos como “tirana” o “soberbia” para referirse a ella en redes sociales, replicando un patrón de deslegitimación personal que poco tiene que ver con el debate público. En la era de la viralidad, esos mensajes se multiplican y encuentran eco en un público que consume más emociones que argumentos. Es violencia simbólica, sí, pero también cálculo político.
Los informes de la MOE y ONU Mujeres coinciden en que las mujeres líderes en Colombia y América Latina son atacadas con mayor frecuencia por su personalidad o apariencia que por sus ideas. Es una forma de perfilamiento que busca reducirlas al estereotipo y reactivar el prejuicio. La violencia simbólica, en ese sentido, no es solo un síntoma del machismo estructural, sino una herramienta de estrategia política.
La oposición cumple un rol esencial en la democracia, encargada de cuestionar, vigilar y proponer. Pero cuando la crítica se apoya en la burla o la caricatura, deja de fortalecer el debate y empieza a degradarlo. En tiempos de tensión preelectoral, bajar el tono no significa callar, sino ejercer con responsabilidad el poder de la palabra.
Porque la palabra, cuando se usa para estigmatizar, abre el camino a la deshumanización. Y cuando una sociedad normaliza ese lenguaje, la agresión deja de ser solo simbólica. El reciente magnicidio del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay es una prueba dolorosa de que la violencia empieza, casi siempre, con las palabras.
Los líderes, los medios y los ciudadanos compartimos la responsabilidad de proteger el debate democrático de la violencia que nace en el discurso y termina en los hechos.
*Docente y consultora en comunicación política