Que el atuendo en los aeropuertos se relajó hace mucho tiempo, no es noticia. Particularmente en el verano se pueden ver todos los ‘outfits’ que puedan imaginarse, camino a los aviones que van por el mundo. A lo más que me atreví cuando viví en Estados Unidos, fue a volar en ‘short’; es cómodo y se hace calor, vas bien por cualquier trópico.

No obstante, el código de vestido acaba de recibir una instrucción que a todos no debe caer bien en Norteamérica. La dirección de aeronáutica acaba de prohibir volar en pijama, una costumbre cada vez más común en los terminales aéreos. Supongamos que acaba de pasar el último jueves de noviembre, el Thanksgiving Day, y la ingesta de pavo con todas sus guarniciones, puré de calabaza, salsas dulces, postre de cerezas, pan de maíz, relleno de pan con espinaca y coliflor, permite que el futuro viajero entre en soñolencia, la misma que recorre todo el norte del continente -está probado que el pavo es soporífero-, y al día siguiente, muy temprano, sales disparado a los centros comerciales a comprar cosas que no necesitas; el último iPhone de la avenida, el televisor con robot que prepara pizza y arroz chino, la consola que te hace canciones inmediatas en IA, el dispensador de leche fría para antojos urgentes a medianoche, la máquina de cerveza casera, etcétera, y al día siguiente tienes un vuelo que necesariamente pasa por el espacio aéreo de Venezuela, pero no puedes transitar por ahí, entonces, compras una escala en Anchorage, la misma que por una ruta especial te deja en Colombia.

Obviamente, no tienes tiempo de lucir tu chaquetea de cuero color tabaco, la cual solo será necesaria en la escala de Bogotá, pero en Cali Pachanguero te va a estorbar. Entonces decides salir de la cama al auto, tal como lo ordenan los cánones dormilones: con sombrero de lana que tapa las orejas, pijama de medialunas, medias de renos, mocasines afelpados y un bote de café. En el mostrador de la aerolínea te dan el pasabordo y bostezas largamente al momento de hacer fila par abordar. Tú que te creías muy original, ves de pronto a otros congéneres que abordan con ramales, como el reno de la nariz roja, chicas con pijama de fresitas y chanclas con borla de Mickey, y alguien, como el cineasta caleño Carlos Mayolo, que no soporta apoyar la cabeza en una almohada diferente a la suya, y viaja con la propia, debajo del brazo.

En segundos, el avión parece más bien una sala cuna de bebés grandes que acuden a una gran convención sobre los ‘Beneficios de dormir ocho horas’.

Hubo tiempos en que viajar comprometía lucir a gran escala; no faltaban los sombreros de fieltro, collares de perlas, chalecos, botines de gamuza, maletas de cuero-cuero, bufandas. Un amigo en Estados Unidos me decía que le encantaban los aeropuertos porque era uno de los pocos lugares donde “parecía que todo el mundo tenía plata…”.

Desayunaba recientemente en una cafetería de Cali y no pude resistir recordar el aeropuerto de Newark, New Jersey, al amanecer. El detonante fue un villancico alemán, ‘O Tannenbaum’, que interpretó Nat King Cole, muy popular en Navidad. Recordé entonces esa dulzura de volver a la tierra para ver a mi madre y hermanos, en ese amanecer azul del aeropuerto, con el mar a lo lejos y la mente puesta en Cali. Dejaba el invierno tórrido y venía a mi ciudad -siempre- en la víspera del Día de Velitas. Llegaba, no propiamente en pijama a ese calor y este folclor de Palmaseca, donde algunos viajeros son recibidos con papayera, chiva, mariachis, y vítores espontáneos. Recuerdo a una señora que me dio un gran abrazo, con la exclamación: “¡Bienvenido a su tierra mijo!”. Nunca la olvidé; no la conocía, no la había visto jamás, pero hizo parte sonriente y amable de lo que es el aeropuerto de Cali en diciembre.

En cuanto a volar en pijama, muy cómodo, pero… me retrotrae también a la historia de Hernán, un vecino de infancia en el puerto. Su padre tenía un bar muy grande, ‘Noches playeras’, frente a los bomberos, en la calle Sor Vásquez, y salía siempre a jugar fútbol en pijama, no obstante las reconvenciones de su madre desde el balcón. Lo llamábamos ‘piyamita’. Como ayer, estos tiempos tampoco hubieran sido buenos para él.