No he podido encontrar explicación clara alguna sobre la tan mentada ‘transición energética’, pero pareciera que, en aras de satisfacer algún mito, incluye sustituir la matriz de generación eléctrica sólida y confiable con la que cuenta Colombia, por una basada en plantas de generación ocasional e impredecible, como las de energía solar o eólica. Hoy haré algunas precisiones sobre esta última.

El uso de la energía eólica no es exactamente novedoso para la humanidad. Hace ya tres mil años los egipcios usaban embarcaciones a vela para desplazarse por el Nilo, y los persas usaban molinos de viento desde el siglo quinto de esta era, como los chinos en el doce. Hace unos 400 años, después de llegar a su pico, su uso se vio substituido por la aparición de mejores alternativas. Hasta ahora, cuando inexplicablemente se busca con afán revivirlo para la generación eléctrica.

Y digo inexplicablemente, porque sus limitaciones subsisten, en particular su intermitencia. Salvo en algunas regiones de la Antártida, el viento nunca sopla permanentemente. Y cuando no hay viento, las plantas eólicas no generan electricidad. Así como tampoco generan cuando este es muy fuerte, porque recargan el sistema.

Por eso, la capacidad real de generación de los sistemas eólicos es apenas una fracción de la instalada. En Alemania, por ejemplo, el promedio de su utilización en los últimos 35 años ha sido apenas 18%. Y en Dinamarca, donde cerca del 50% de la capacidad instalada es eólica, apenas el 7% del consumo es suministrado por ella, mientras que la mayor parte es importada de los países vecinos. Al tener que amortizar las gigantescas inversiones que estos sistemas requieren con apenas una fracción de su capacidad, los daneses pagan la electricidad más cara de Europa.

En Colombia, la capacidad teórica de los 11 proyectos eólicos registrados a fines de 2022 que quedan después del retiro de Windpeshi sumará 1.877 megas. ¿Cuándo? Cuando, tras lustros o décadas, concluyan los trámites y consultas que necesitarán para terminar su construcción y conexión con el sistema. Si en ese distante entonces logran la productividad alemana, estos proyectos le aportarán al sistema el equivalente a lo que aportaría una térmica de 340 megas, que no tendría sus altos costos ni sus pérdidas en conducción. No es mucho, realmente, pero sí muy, muy caro.

Tras 40 de años de estar en el mercado, la participación de la generación eólica a nivel mundial es apenas el 5% de la total porque ha recibido gigantescos subsidios y ha sido apoyada por absurdos mandatos gubernamentales, como los decretos del presidente Duque ordenándoles a los distribuidores comprar en 2023 el 10% de sus necesidades a generadores no convencionales inexistentes, cuyo incumplimiento estamos pagando los consumidores. Sin esos apoyos, no sería ni el 1%.

Las plantas de generación eólica cuestan más del doble de lo que cuestan las térmicas, despachan una fracción de su capacidad y requieren costosas redes de transmisión. Además, como no se sabe cuándo van a operar, deben tener el respaldo de plantas térmicas, para cuando ellas paren. Los sobrecostos de estos montajes son brutales y deberán ser pagados por los colombianos vía tarifas o con impuestos. Sin entrar a considerar sus enormes costos ecológicos, que merecen discusión propia, no es económico ni práctico embarcar a Colombia en este carnaval para ricos.