Es casi un dogma universal: la derecha es insensible al sufrimiento humano y la izquierda la auténtica salvadora de los pobres. El mito tiene raíces históricas: durante siglos las élites acumularon privilegios a costa del trabajo de los desposeídos. Desde los señores feudales hasta los capitanes de industria hubo infinitas formas de abuso. Y no hay duda de que el socialismo clásico puso a las comunidades a pensar en que la mejor manera de vivir en armonía es cuando una gran mayoría logra resolver sus necesidades básicas y todos tienen la esperanza y posibilidad de mejorar sus condiciones de vida.
La tragedia vino cuando se adoptó la violencia como ‘partera de la historia’: la idea de que solo refundando de golpe la sociedad –la revolución– se obtienen cambios reales. De allí la obsesión recurrente por resucitar la constituyente y la benevolencia hacia quienes usan las armas ‘para lograr un cambio’.
En mi oficio médico he tenido el privilegio de tratar con miles de personas de todos los estratos, ideologías y oficios. La relativa intimidad de la relación, me permite afirmar algo obvio, pero ignorado: ya no existen los señores feudales, industriales abusivos, como no hay obispos inquisidores. Hoy la gran mayoría de los ciudadanos, con una variada mezcla de ideas de izquierda y de derecha, busca aliviar el sufrimiento y abrir oportunidades.
Los datos son tozudos: los ajustes graduales y progresivos consiguen avances sociales más profundos y duraderos que cualquier revolución violenta. Sin excepción, los países que elevaron el nivel de vida de la mayoría lo lograron con mejoras graduales y diálogo democrático, bajo un Estado fuerte que garantiza orden y respeta la vida y la propiedad. El contraste es evidente: basta comparar las consecuencias de agredir a un policía o matar a un soldado en Colombia con las de hacerlo en Canadá o Singapur.
La preocupación por los desvalidos no es propiedad privada de ninguna ideología. La diferencia la marca la estrategia. O se permanece atado a las fórmulas del siglo XIX —la guerra como vía mágica para refundar la sociedad y acabar con la injusticia— o se entiende que las sociedades actuales son mucho más complejas que esa división simplista de explotadores y explotados. La modernidad exige libertad, instituciones confiables y un Estado que haga cumplir la ley.