La decisión sobre el salario mínimo tiene repercusiones sobre las finanzas públicas que no siempre son tenidas en cuenta. En varias ocasiones he planteado que los salarios tienen una doble función en el sistema económico: de una parte, son uno de los costos de producción que pueden inducir inflación; de otra, son determinantes de la capacidad adquisitiva de los trabajadores y, por tanto, de la demanda agregada y del crecimiento de la producción y el empleo.

En los últimos años, ha sido más fuerte el segundo efecto, pues el aumento de los precios ha sido menor que el del salario mínimo y ha bajado el desempleo, mientras que sí ha aumentado el consumo de los hogares que se ha convertido en el principal motor de una economía con exceso de capacidad instalada y capacidad de absorber la mayor demanda. No siempre es así y, aunque en general pienso que es una política progresista adecuada, que el salario mínimo se aumente por encima de la inflación, no se puede exagerar pretendiendo que su aumento triplique la variación del IPC.

En cuanto a las finanzas públicas, es evidente que subir el salario mínimo implica un aumento del gasto público, una parte del cual no solo es innecesario, sino que contribuye a la desigualdad social, pues acaba beneficiando a quienes no lo necesitan.

El problema no está en los empleados y contratistas del estado que ganan cerca del mínimo, pues no hay duda que es cuestión de justicia que ellos reciban el incremento definido, aunque de nuevo el contexto debe tenerse en cuenta en la decisión, pues no es lo mismo tener que aumentar el gasto cuando la situación fiscal está en equilibrio que cuando el déficit fiscal es del 7 % del PIB.

Lo que sucede es que el aumento del salario mínimo es un punto de referencia en las negociaciones de los sindicatos públicos que presiona la subida de toda la escala salarial del sector público, hasta los niveles más altos como los congresistas o magistrados, que tienen ingresos mensuales cercanos a 38 salarios mínimos, es decir personas que no son pobres, ni vulnerables, y que para mantener su capacidad adquisitiva solo necesitarían incrementos iguales a la variación del IPC.

El origen del problema es la norma constitucional que obliga a que el salario de los congresistas debe ajustarse anualmente en proporción al aumento promedio de los salarios del resto del sector público; además, aunque no hay norma escrita, se acostumbra que los salarios de la rama judicial se ajusten de la misma manera. Por eso se han duplicado en la última década, pasando de 26 a 52 millones de pesos mensuales.

El impacto fiscal del aumento del salario mínimo se puede disminuir si se desligan de esta decisión los incrementos salariales del resto del sector público y sobre todo los de los funcionarios cuyos salarios no son tan mínimos.

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Adenda: La semana pasada expliqué por qué tener atado el precio de la vivienda VIS al salario mínimo ha generado un enorme margen de utilidad adicional, pues los costos de construcción de la VIS han crecido mucho menos. Varios constructores me señalaron, con razón, que parte de ese margen se queda en los bancos, pues los costos financieros tienen una incidencia grande en los proyectos y no están incluidos en el índice de costos del Dane.