El burro, también conocido como asno, jumento o borrico, tiene una historia que se remonta al VII milenio antes de Cristo, cuando fue domesticado en África. Desde entonces ha sido utilizado como animal de carga por su fortaleza y resistencia, siendo fundamental en el desarrollo de diversas civilizaciones alrededor del mundo.

En algunas culturas, el burro simboliza la humildad, la persistencia y la resistencia. A América llegó en 1495, traído por Cristóbal Colón desde España. Tiene fama de ser terco, pero esta característica responde a su instinto de conservación. Son animales inteligentes, cautelosos, juguetones y de rápido aprendizaje; incluso se utilizan para paseos de niños en lugares turísticos.

El burro también ha sido protagonista en la cultura y la literatura: aparece en las “fábulas de Esopo”, en “Sueño de una noche de verano” de Shakespeare, en Don Quijote de la Mancha acompañando a Sancho Panza en su burrito, y en “Platero y yo”, la obra cumbre de Juan Ramón Jiménez, premio Nobel de Literatura. También está presente en “Rebelión en la Granja” de George Orwell y en la historia sagrada, cuando Jesús entra a Jerusalén montado en un burrito.

La quijada de un burro fue, según la Biblia, el arma que utilizó Caín para matar a su hermano Abel. A lo largo de la historia, este animal ha recorrido también el cine y la televisión, acompañando a los actores. En la Costa Caribe colombiana, el burro es protagonista de la economía y la cultura popular.

En mi pueblo natal, Cereté, hay dos esculturas en el parque principal: una es de una vendedora de bollos de maíz, típicos del corregimiento de Martínez, y otra dedicada al famoso “Burro Mocho” (Noel Petro), nativo de esa población.

Tengo una anécdota fenomenal con mi padre. Él heredó una finca de mi abuela y de mi tío Miguel García y entre lo recibido había un hermoso burro yeguero, un animal gigante llamado “Santiago”. Pero era terrible: peleaba con todos los animales de la finca, rompía la cerca para aparearse con las yeguas y burras del vecino.

Un día apareció un señor que vivía a un kilómetro, ofreciendo comprar el burro. Mi papá le advirtió todas las malicias de “Santiago”, pero el comprador insistió:

—No importa, me lo llevo al precio que sea.

El señor, que tenía un negocio de lechería, le amarró dos tanques de leche al burro y se subió confiado. Pero “Santiago” arrancó a toda velocidad con él encima, llevándose puertas, árboles y todo lo que encontraba en su camino… hasta que regresó directo a la finca de mi papá. Al llegar, el burro empujó la puerta y el hombre cayó al suelo, con los tanques de leche derramados y todo ensangrentado.

El comprador exclamó, furioso y adolorido:

—¿¡Usted cómo se le ocurre venderme ese diablo!? ¡Por favor devuélvame mi plata y quédese con ese animal satánico!

Mi padre, firme, le respondió:

No sé… negocio es negocio. Llévese su burro.

El hombre, de rodillas, le imploraba por la Virgen del Carmen que le devolviera el dinero. Mi papá, al verlo tan angustiado, finalmente accedió:

Tranquilo, le regalo una ternera y le recibo el burro otra vez.

Mi papá siempre contaba esta historia entre risas y carcajadas, y así terminaba el cuento.

Años después, cuando yo ya era urólogo, durante unas vacaciones, mi padre me contó que ese mismo señor quería una consulta conmigo. Al hacerle la historia clínica, me dijo:

—Doctor, sufro de la próstata, y le echo la culpa a los golpes que me dio ese maldito burro que me vendió su padre.

Nunca olvido estas historias llenas de humor y tradición de la cultura sinuana.