Cuando de niños leíamos en el Evangelio de Mateo el relato de la masacre de los santos inocentes nos parecía una historia inverosímil, una fábula de terror inventada para asustarnos. En nuestras mentes infantiles no cabía la posibilidad de que pudiera existir un rey Herodes tan malo que mandara matar cientos de niños solo porque Jesús recién nacido era una amenaza para su trono pues las profecías lo anunciaban como el rey de los judíos. Tan irreal y fantasiosa nos parecía la historia, que el 28 de diciembre no era un día de luto en recuerdo de unos niños asesinados, sino la ocasión para decir otras mentiras piadosas y divertirnos con bromas y chanzas que al conjuro de “páselas por inocentes” nos permitían reírnos a costa de la víctima de la inocentada. La ingenuidad infantil quedó atrás cuando conocimos que eran incontables las matanzas de inocentes cometidas a lo largo de siglos por reyezuelos para defender sus tronos, por tiranos para mantener sus privilegios, por fanáticos religiosos para imponer sus creencias. La vida humana no era el valor supremo sino que estaba supeditada a los intereses del Estado, de sus gobernantes y sus dioses. La misma Biblia cuenta otros espantosos asesinatos masivos de inocentes. Como cuando el Faraón mandó matar a todos los niños judíos en Egipto y solo se salvó uno, Moisés, que cuando creció invocó el poder del mismo Yahvé para exterminar a todos los primogénitos egipcios para forzar la liberación de su pueblo. Ante tanta sevicia, o frente a las matanzas de las cruzadas, los horrores de la Inquisición, el gulag stalinista o el holocausto hitleriano, Herodes quedaba como un villano aficionado.Después de los horrores de las dos guerras mundiales del siglo pasado se esperaba que la humanidad hubiera progresado y que el Estado pasaría de victimario a ser el protector de la vida y el garante de los derechos humanos para todos sus ciudadanos. Vana ilusión, porque la “razón de Estado” sigue siendo la justificación para que en su nombre se cometan barbaridades contra personas inocentes o culpables pero cuyos derechos en todo caso deberían ser respetados.Hace unas semanas coincidieron en un mismo día tres noticias que muestran las aberraciones que llegan a cometer los agentes del Estado cuando están imbuidos de ideologías extremas que les sirven de justificación para toda clase de atropellos.La primera, el informe de la Comisión de la Verdad en Brasil que investigó los crímenes de la dictadura militar que asoló ese país en los años 60 y 70 del siglo pasado. Miles de inocentes asesinados y torturados, incluida la actual presidente Dilma Rousseff, por el delito de buscar justicia y equidad.La segunda, la investigación del Congreso norteamericano sobre las bestialidades de la CIA, de nuevo torturas, asesinatos y tratos denigrantes a prisioneros musulmanes en la invasión a Iraq y Afganistán. Tan admirable es la capacidad de autocrítica del Estado gringo, como repudiable la impunidad que siguen gozando los criminales de guerra que autorizaron esa barbarie, el presidente Bush y su vicepresidente Cheney.Y el más cercano a nosotros, la sentencia de la Corte Internacional que condena al Estado colombiano por los crímenes de oficiales del Ejército que asesinaron y torturaron a sobrevivientes de la toma y la retoma del Palacio de Justicia, no como hechos aislados sino como un “patrón de comportamiento” posiblemente autorizado desde las más altas esferas del poder.Ante tanta barbarie contra inocentes por parte de un Estado que supuestamente debe protegerlos hay que gritar ¡Nunca más!