En nuestras ciudades, el caos no es una falla del sistema. Es el sistema. Las señales de tránsito decoran, las aceras funcionan como parqueadero VIP y los semáforos se obedecen según el estado de ánimo del día. No es que hayamos perdido la noción de orden, es que la hemos domesticado. Para un visitante, nuestra coreografía urbana parece suicida; para nosotros, es solo un lunes más.
Lo inquietante no es que ocurra, sino que de algún modo funcione. No como debería, claro, pero lo suficiente para que generaciones enteras se adapten. Aceptamos el embotellamiento como quien asume una muela torcida. Nos volvimos expertos en esquivar huecos, leer los tiempos del MIO sin reloj y cruzar calles con más fe que normas.
¿Cómo llegamos aquí? Sin prisa, sin dirección y con poco más que improvisación. Como Cali, muchas ciudades latinoamericanas crecieron como una masa sin receta. Hubo planes, sí, pero fueron efímeros, sustituidos por parches; un edificio donde no cabía, calles que de repente recibieron cientos de miles de motos, un puesto informal en cada esquina, polución… Así nos ‘organizamos’, con la lógica del mientras tanto convertida en destino.
Esa evolución dejó cicatrices en el paisaje y en la calidad de vida. La ONU-Hábitat recomienda 9 m² de espacio público por persona; en Cali apenas rondamos 2,84, y otras ciudades no están mejor. El ruido urbano en varias capitales supera los 60 decibeles, nivel en el que la OMS advierte daños como insomnio, ansiedad e hipertensión… y una irritabilidad que ya asumimos como parte de la rutina.
Cuando el sustento diario es incierto, hablar de parques o aceras puede sonar lejano. Sin embargo, la evidencia dice lo contrario: en la Bogotá pos-Peñalosa, Curitiba y Medellín, mejorar el espacio público redujo la violencia en zonas vulnerables al bajar tensiones y fortalecer la pertenencia. En esta última, las escaleras eléctricas y los parques-biblioteca no solo mejoraron movilidad y acceso a servicios, también redujeron más del 40 % la criminalidad en su entorno.
La primera luz para romper este ciclo no está en megaproyectos, sino en intervenciones tácticas. Pasos peatonales seguros, iluminación, andenes recuperados, arborización, ornato cuidado, fachadas vivas y muralismo con sentido. Todo de la mano, no a cuentagotas. Pequeñas acciones de bajo costo que dignifican, renuevan la experiencia de ciudad y fortalecen la cultura ciudadana.
A esto se suma la necesidad de que la planificación sea incremental y visible. No sirven los planes engavetados; se requiere un calendario público de obras y acciones, con metas medibles a corto y mediano plazo. Quito, por ejemplo, implementó un modelo de “microespacios seguros” —esquinas con mejor iluminación, señalización clara y mobiliario básico— que en menos de un año incrementó el uso peatonal nocturno en un 30 %.
Igual de crucial es entender que la gestión del espacio público no es solo obra física, sino también gestión social. El urbanista Jan Gehl lo resume: “Primero la gente, después los espacios, luego los edificios”. En la práctica, esto significa involucrar a la comunidad desde el diseño, mapear cómo usan las calles, dónde se sienten inseguros, qué rutas prefieren. La participación temprana reduce el vandalismo y aumenta la apropiación.
Este enfoque debe llegar a todos los rincones, desde avenidas hasta barrios en consolidación. Un andén nivelado, un punto de luz o una zona verde pueden redefinir seguridad y convivencia tanto como una gran obra en el centro. Como recuerda Amanda Burden, exdirectora de Planeación Urbana de Nueva York, ‘una ciudad exitosa es como una gran fiesta: la gente se queda porque la está pasando bien’. Al final, lo que está en juego es el bienestar y el compromiso de planificar su armonía.