No importa cuánto sepas, importa cómo te vendas. No importa la experiencia, importa que crean que te las sabes todas. No importa si sabes de lo que estás hablando, importa que pongas cara de que sabes y la acompañes de adjetivos provocadores y un gancho que te haga parecer un gurú de lo divino y humano.

La pirotecnia verbal y digital están a la orden del día y son tan encantadoras como vacías. Porque al abrir el estuche, al buscar el tesoro prometido, es muy probable que al final encuentres un cascarón hueco, pero eso es lo de menos, porque ya no hay tiempo para auscultar. El libro de 300 páginas pierde frente al hilo de 280 caracteres, y el argumento complejo frente a la frase efectista. La sabiduría se ve arrinconada, mientras el ruido gana terreno.

Vivimos bajo la tiranía del empaque, brillante y estridente, en donde el conocimiento es lo de menos. Tantas herramientas digitales, tanta inteligencia artificial nos han convertido en una sociedad absorta de inmediatez y carente de profundidad. Si bien, la IA no es mala ‘perse’, por el contrario, es una gran ayuda en los tiempos modernos, ¿te has puesto a pensar que si te vendes como ella estás matando tu diferencial? Y luego nos quejamos de los oficios que desaparecen o están amenazados, pero poco nos detenemos a pensar que somos víctimas de nuestro propio invento.

Vale más que tengas un buen aro de luz y eches un cuento frente a tu celular, con ideas prefabricadas, que lo que en realidad termines ofreciendo. Vale más hacer lo que hacen los demás, porque está de moda, que construir tu propia voz. Vale más subirte al bus de lo fácil que escribir una historia cierta.

El asunto se agrava cuando la audiencia aplaude la popularidad y desdeña el valor. La credibilidad parece ser un asunto del pasado y ello trasciende todas las esferas de la vida: la cotidianidad, la política, lo laboral, la amistad, incluso la educación, tan urgida de matrículas que se esfuman porque muchos aprendieron que ganarse la vida hoy es más fácil a punta de ilusión digital. Ignorar que somos marionetas de una especie de metaverso lleno de figuritas y con pocas figuras serias es mentirnos y alimentar la banalidad.

Somos cómplices de un sistema que premia lo aparente y arrincona lo verdadero. Se premia la puesta en escena de la marca personal más que los años y esfuerzos de trabajo real detrás de ella. El currículo debe agregar que eres un ‘astronauta digital’ para que termine siendo efectivo, y entre más anglicismos modernos le agregues, más fácil llegarás a tu destino.

Tampoco es que nos vayamos al otro extremo, pensando que lo bueno debe ser feo, viejo, aburrido y poco cautivador. La forma es importante, pero nunca debe serlo más que el fondo. En el equilibrio está el desafío, y también, en los tiempos que destinamos para ello. Reconciliar la forma con el fondo sería el camino, aunque ello no ocurra en un abrir y cerrar de ojos.

Un reto adicional que nos impone la tiranía del empaque es el saber descubrir cuándo algo realmente vale, porque cada vez es más difícil reconocerlo. Detenerse y repensar en lugar de ir como borregos creyendo en modelos ‘exitosos’ que están tan alejados de la esencia y la ética. Enseñarles a las generaciones actuales, nativas de lo digital, que se permitan lo genuino; que la fragilidad es posible, pero hay que encontrar la solidez.

La cosmética no puede convertirnos en jugueticos modernos que al pincharlos con un alfiler se desinflan como por arte de magia.

@pagope