La victoria de Iván Cepeda en la consulta del Pacto Histórico ha sido leída como señal inequívoca de fortaleza electoral y como un pasaporte adelantado a la segunda vuelta, conclusión de la que discrepo. Lo inquietante es que esa convicción haya sido adoptada también por la oposición, que con ligereza lo instala como finalista forzoso en un ejercicio de comodidad estratégica cercano a la pereza.
El actual senador encarna una tradición respetable de la izquierda colombiana y su trayectoria en derechos humanos le ha dado autoridad moral y visibilidad pública. Pero esa biografía también revela una carencia central, está forjada en la denuncia y la confrontación, no en la gestión ni en soluciones nacionales. En escena aparece incómodo y rígido, falto de carisma, de pasión y del ahínco que exige recorrer el país y comprender la complejidad de sus problemas.
Esas limitaciones no son menores, porque gobernar supone decidir bajo restricciones, asumir costos y administrar complejidades, además de contar con nociones claras sobre crecimiento económico, sostenibilidad fiscal, empleo y desarrollo regional. En su discurso y práctica política, estos temas aparecen apenas de forma tangencial, cuando no diluidos en una narrativa moralista que confunde convicción con programa.
También preocupa su visión en política exterior, donde Cepeda ha mostrado límites evidentes para comprender el lugar de Colombia en un escenario global inestable. La ambigüedad frente a la dictadura venezolana, sumada al silencio en economía, integración internacional y seguridad interna, lo distancia de un país atravesado por la violencia y la incertidumbre. Sostener esa indefinición debilitaría la inversión, el comercio y la credibilidad internacional.
Ese vacío se enlaza con un flanco que no ha logrado cerrar. Su cercanía histórica con actores del proceso de paz y su interlocución con las antiguas Farc, acreditada en distintos contextos, ha alimentado un murmullo persistente que no se disipa con desmentidos generales. No se trata de acusaciones formales, sino de percepciones que circulan, se amplifican y erosionan gradualmente la confianza pública.
Más que entusiasmo, el acopio petrista parece ver en el actual senador el relevo natural de un proyecto que, aunque estancado, aún conserva fuego. Para el aparato burocrático instalado representa continuidad y bajo riesgo interno. Entre los votantes, buena parte de sus respaldos surge pese a dudas serias sobre su competencia y su empuje, impulsados más por el odio al extremo contrario que por la voluntad de explorar opciones moderadas capaces de corregir el rumbo.
Un eventual gobierno de Cepeda carecería de músculo propio y profundizaría la inexperiencia del actual Ejecutivo, volviéndolo dependiente de operadores y haciendo nuevamente previsible la gravitación de figuras como Roy Barreras, asociadas al clientelismo y a la captura del Estado.
A esta altura conviene desconfiar del fetichismo de las encuestas, que más que medir terminan moldeando el voto y clausurando el debate público. Creer que todo está decidido es el primer error político y, sin embargo, ese clima de inevitabilidad ha sido alimentado en especial por una oposición que, al ungir a Cepeda como antagonista ideal, ha optado por el camino fácil de un rival predecible y funcional a la polarización.
No sorprende entonces que su intención de voto ronde el 30 por ciento, una cifra que coincide con su base electoral más fiel y se asemeja más a un techo natural que a un trampolín irreversible. Su inviabilidad radica en la ausencia de un relato capaz de convocar más allá de su núcleo, un respaldo insuficiente en un país donde liderar exige mayorías amplias y una verdadera capacidad de sumar voluntades.
Claridades: A la derecha le haría bien abandonar la torpeza de escandalizarse porque los gremios dialoguen con Cepeda. Conversar no compromete ni legitima, simplemente expone.